Adrian, una vez un ser de propósito y dirección, ahora vagaba sin rumbo por las vastas extensiones de la tierra, su alma tan desolada como los desiertos por los que deambulaba. Los años pasaban como un susurro, un mero parpadeo en la eternidad de su existencia, y sin embargo, cada momento estaba impregnado de un dolor que no disminuía, un recuerdo constante de lo que había perdido.
Las ciudades y pueblos por los que pasaba eran poco más que sombras en su periferia, los rostros de las personas, borrones indistintos que se desvanecían incluso mientras los miraba. La única constante era la sed, esa necesidad punzante y persistente que lo impulsaba a actuar, a cazar, a alimentarse. Y así lo hizo, con una eficiencia brutal, sus víctimas apenas tenían tiempo de gritar antes de que fueran silenciadas, sus vidas extinguidas en un instante fugaz.
Las mujeres con las que compartía su lecho eran tanto un intento de encontrar consuelo como una burla cruel de lo que una vez tuvo. Cada caricia, cada susurro suave, era un eco de Lysara, y aunque se perdía en los brazos de otras, era ella quien llenaba sus pensamientos, su rostro amado y perdido el que veía en los momentos de pasión y desesperación.
Los años se convirtieron en décadas, y Adrian se movió a través de ellos como un fantasma, su presencia apenas notada y rápidamente olvidada por aquellos con los que cruzaba caminos. Las tierras por las que vagaba cambiaron, los reinos cayeron y se levantaron, y a través de todo ello, permaneció, inmutable, inalterable.
En sus viajes, se encontró ocasionalmente con otros de su especie, vampiros que, como él, se movían a través de la noche, cazando, alimentándose, sobreviviendo. Algunos intentaron hablar con él, compartir historias o buscar compañía en la eterna oscuridad. Los miraba con ojos vacíos y seguía adelante, dejándolos atrás, siempre solo.
En las raras ocasiones en que permitía que los recuerdos de Lysara afloraran, eran tanto dulces como agonizantes, un recordatorio de un tiempo en que había conocido la felicidad, incluso en medio de la oscuridad que era su existencia. Recordaba su risa, la forma en que sus ojos se iluminaban con diversión y amor, la suavidad de su toque y la calidez de su presencia. Y en esos momentos, permitía que la tristeza lo envolviera, que la pérdida lo consumiera, antes de empujarlo todo de nuevo, de volver a encerrar esos recuerdos en lo más profundo de su ser.
Adrian, el vampiro que una vez había conocido el amor y la pérdida, ahora se movía a través de la eternidad con un corazón que estaba tan muerto como él, su única compañía el susurro del viento en la noche y la fría luz de las estrellas distantes.