La villa, un santuario de oscuridad y secretos, se mantenía imperturbable bajo el brillante sol de la tarde romana. En su interior, la atmósfera era tranquila, casi etérea, mientras los residentes humanos se movían silenciosamente, realizando sus tareas con una eficiencia tranquila, sus mentes en paz bajo la protección de sus señores inmortales.
En la penumbra del gran salón, tres figuras yacían en un estado de reposo tranquilo, envueltas en ricas sábanas oscuras que protegían sus pieles pálidas de los rayos del sol que se filtraban a través de las pesadas cortinas. Adrian, Clio y Lysandra, inmersos en el sueño diurno de los vampiros, estaban inconscientes del mundo que los rodeaba, sus mentes perdidas en sueños oscuros y etéreos.
A pocos pasos de la cama, en un suntuoso sillón, la asistente de Adrian yacía en un sueño más ligero, sus sentidos siempre alerta, siempre atenta a cualquier signo de peligro.
El primer indicio de que algo estaba terriblemente mal fue un grito, un sonido agudo y aterrador que cortó a través de la tranquila atmósfera de la villa como un cuchillo a través de la seda. La asistente se despertó instantáneamente, su cuerpo tensándose mientras sus ojos se abrían de golpe, la adrenalina disparando a través de sus venas.
El sonido de la lucha, los gritos de terror y dolor, resonaron a través de la villa, cada sonido un testimonio de la violencia que se estaba desatando en las habitaciones de abajo. La asistente, su corazón latiendo con fuerza en su pecho, se movió hacia la cama, sus manos temblorosas tocando suavemente a Adrian, Clio y Lysandra, tratando de despertarlos.
"Mi señor, mi señora, debéis despertar," susurró, su voz temblorosa pero firme. "Estamos bajo ataque."
En la cama, Adrian fue el primero en moverse, sus ojos abriéndose para revelar las profundidades oscuras y eternas de su ser. Con una velocidad que desafiaba la comprensión humana, él estaba de pie, su figura alta y amenazante envuelta en las sombras de la habitación.
Clio y Lysandra también se despertaron, sus ojos brillando con una mezcla de confusión y alerta mientras se levantaban, sus cuerpos preparados para la lucha que estaba por venir.
Mientras tanto, los hombres lobo, guiados por el olor de los vampiros y la oscuridad, habían irrumpido en la villa, sus formas humanas apenas conteniendo la ferocidad salvaje que yacía debajo. Habían esperado encontrar vampiros indefensos, atrapados en su sueño diurno y vulnerables al sol brillante del día.
Pero lo que encontraron en el gran salón fue algo completamente diferente.
Adrian, Clio y Lysandra, aunque inicialmente sorprendidos por la abrupta violencia del ataque, no eran seres que se sometieran fácilmente al pánico o al miedo. Sus cuerpos, aunque ciertamente vulnerables a la luz del sol, estaban hábilmente protegidos por las sombras densas y las ricas cortinas de la habitación, permitiéndoles moverse con libertad y seguridad en su propio terreno. Sus mentes, aunque momentáneamente aturdidas por la interrupción de su descanso, rápidamente se afilaron, volviéndose letales y calculadoras.
Clio y Lysandra, con movimientos fluidos y precisos, se deslizaron hacia sus vestimentas especiales, las cuales no solo las protegían del sol, sino que también servían como su atuendo de batalla, elegante y funcional. En cuestión de momentos, estaban vestidas, sus cuerpos cubiertos con la tela que las protegía y les permitía moverse en la luz sin quemarse, mientras que sus ojos destilaban una determinación feroz.
La asistente, aunque humana y por lo tanto mucho más vulnerable, no huyó. Su lealtad a sus señores era férrea, y se movió detrás de ellos, sus ojos amplios con un miedo que no podía ocultar, pero también con una resolución que era igualmente evidente. No lucharía; no contra criaturas de la noche con una fuerza y velocidad sobrenaturales. Pero tampoco abandonaría a aquellos a quienes había servido durante tanto tiempo.
Los hombres lobo, al entrar al gran salón y ver a las tres figuras de pie ante ellos, pausaron por un momento, sus ojos amarillos brillando con una mezcla de sorpresa y furia salvaje. No habían esperado encontrar a sus presas tan preparadas, ni tan audazmente desafiantes.
Adrian, de pie en el centro, proyectaba una aura de calma amenazante, sus ojos oscuros fijos en los intrusos, su postura relajada pero lista. A su lado, Clio y Lysandra, sus propios ojos brillando con una luz sobrenatural, se pararon firmes, sus cuerpos tensos y preparados para la batalla que se avecinaba.
Y detrás de ellos, la asistente, su cuerpo temblando ligeramente, pero su mirada fija y decidida, se mantuvo en su lugar, una testigo silenciosa de la confrontación que estaba a punto de desatarse.
En ese tenso impasse, con los vampiros y los hombres lobo enfrentándose en un silencio cargado de intenciones mortales, el destino de todos los presentes colgaba en un precario equilibrio, el resultado de la inminente batalla aún incierto en la oscuridad de la villa.
La tensión en la sala era palpable, un hilo eléctrico de anticipación y furia contenida que zumbaba en el aire, cargando cada mirada, cada respiración con una intensidad feroz. Los alfa de los licántropos, criaturas grandes y poderosas, con ojos que ardían con una mezcla de curiosidad y desafío, entraron en la sala, sus narices palpitando al inhalar los ricos aromas de la sangre recién derramada y el poder antiguo.
"¿Quiénes son ustedes?", gruñó el más grande de los alfa, sus ojos amarillos fijos en Adrian, que permanecía inmóvil entre Clio y Lysandra, su expresión imperturbable.
Lysandra, su postura tan inmóvil y controlada como la de Adrian, respondió con una voz que, aunque suave, llevaba una nota de acero inconfundible. "Nadie de tu incumbencia. Simplemente vivimos aquí, observando, sin interferir. Fueron tus hombres los que irrumpieron aquí, los que derramaron sangre sin provocación."
Los ojos de Adrian, oscuros y abisales, se desplazaron hacia los cuerpos de sus sirvientes caídos, y algo en su interior se rompió. La furia, que había sido una llama constante en su pecho durante tanto tiempo, estalló en un incendio voraz, consumiendo su control y liberando una violencia que había sido cuidadosamente contenida.
Con un movimiento que fue demasiado rápido para seguir, Adrian se movió, y las cabezas de dos licántropos cayeron al suelo, sus cuerpos sin vida colapsando en un charco de sangre y furia. La sala se sumió en un caos instantáneo.
Clio y Lysandra, sin necesidad de palabras, se lanzaron al ataque, sus propios movimientos una mezcla de gracia y brutalidad que hablaba de siglos de experiencia y habilidad. Los colmillos y las garras se encontraron con la carne, y la sala se llenó con los sonidos de la batalla: gruñidos, chillidos de dolor, el choque de cuerpos.
Los licántropos, aunque ferozmente poderosos y con una brutalidad que era innata en su especie, se encontraron enfrentando a adversarios que eran su igual en ferocidad y superiores en habilidad y experiencia. Cada golpe que daban era contrarrestado, cada ataque prevenido y devuelto con interés.
Adrian, su rostro una máscara de furia y determinación, se movía a través de los licántropos como una tormenta, su cuerpo una mezcla de velocidad y poder que era casi imposible de detener. Cada golpe, cada movimiento, estaba imbuido de una ira que lo hacía implacable, y los licántropos caían uno tras otro ante él.
Clio y Lysandra, aunque igualmente letales, se movían con una gracia y precisión que contrastaba con la brutalidad de Adrian, sus ataques tan mortíferos como hermosos, una danza de muerte que dejaba a su paso cuerpos y sangre.
Y en medio de la carnicería, los tres permanecieron unidos, una fuerza imparable que se movía en perfecta sincronía, cada uno anticipando y complementando los movimientos de los otros, una unidad forjada a lo largo de incontables años y batallas.
La batalla, aunque feroz, fue finalmente decidida, los licántropos cayendo uno tras otro hasta que solo quedaron los tres, rodeados por los cuerpos de amigos y enemigos por igual, la sala un testimonio silencioso de la batalla que se había librado allí.
El alfa, un enorme licántropo con pelaje oscuro y ojos que aún ardían con una mezcla de furia y dolor, yacía en el suelo, su cuerpo surcado de heridas que sangraban profusamente sobre el mármol pulido. Su respiración era entrecortada y burbujeante, cada aliento un esfuerzo visible mientras luchaba por hablar, por entender.
"¿Quiénes... son ustedes?", logró gruñir, su voz un susurro áspero que apenas se elevaba por encima del silencio de la sala.
Clio, su figura esbelta y elegante incluso en medio de la carnicería, se acercó, sus ojos fríos y distantes mientras miraba al licántropo moribundo. "Somos observadores, nada más. Vemos el mundo nacer, crecer y morir, una y otra vez, sin interferir, sin participar."
Se agachó, su voz un susurro suave que, sin embargo, llevaba un eco de amenaza. "Podríamos haberlos eliminado a todos ustedes cuando entraron a Roma, pero no lo hicimos. Vuestra insensatez, sin embargo, os ha llevado a vuestra propia destrucción hoy."
Con un movimiento rápido y preciso, Clio cortó los dedos de la mano del alfa, su expresión inmutable ante los gritos de dolor que le siguieron.
Adrian se acercó, su presencia una sombra oscura y amenazante que se cernía sobre el licántropo. Sus ojos, oscuros y sin fondo, se encontraron con los del alfa, y en su voz había una promesa de violencia contenida. "Vete, pero recuerda mi ser, mi olor, mi existencia. Si alguna vez sientes algo como lo que sentiste hoy, recuerda que de ello no saldrá nada bueno, solo sangre y entrañas."
El alfa, su cuerpo temblando con el esfuerzo de moverse, logró arrastrarse hacia la salida, dejando un rastro de sangre a su paso. Cada movimiento era un estudio de agonía, pero había una determinación en él, una negativa a morir en este lugar oscuro y sangriento.
Clio, Lysandra y Adrian observaron en silencio mientras se alejaba, su figura finalmente desapareciendo en la oscuridad más allá de la villa.
La sala, una vez un lugar de elegancia y belleza, ahora estaba manchada con la brutalidad de la batalla, un recordatorio silencioso de la violencia que había tenido lugar allí. Pero también era un testimonio de su supervivencia, de su capacidad para enfrentar y superar incluso las amenazas más feroces.
Y mientras los tres se quedaban allí, en medio del silencio que seguía a la tormenta, había una comprensión no dicha entre ellos, una promesa silenciosa de que, pase lo que pase, enfrentarían juntos los días venideros, unidos en su eternidad compartida.
Adrian, con sus ojos oscuros reflejando siglos de cansancio y desilusión, se paró en el balcón de la villa, observando las luces de Roma a lo lejos. La ciudad, una vez un lugar de fascinación y descubrimiento, ahora estaba teñida con la sangre de la guerra y la violencia. Los sonidos de la batalla, aunque distantes, resonaban en sus oídos, un recordatorio constante de la brutalidad que se había desatado.
Clio y Lysandra se unieron a él, sus propios rostros mostrando ecos de la misma fatiga que sentía en sus huesos. Habían visto imperios nacer y morir, habían sido testigos de la grandeza y la caída de civilizaciones, y ahora, una vez más, estaban en medio de la destrucción.
Adrian habló, su voz apenas un murmullo en la noche. "Estoy cansado, cansado de la guerra, de la muerte, de la constante lucha por la supervivencia."
Clio, su mano encontrando la de él, asintió. "Lo sé, Adrian. Nosotros también lo estamos."
Lysandra, su mirada fija en las sombras que se movían en la oscuridad más allá de la ciudad, añadió, "Pero no podemos permitirnos ser consumidos por la desesperación. Hemos sobrevivido a través de las edades, y sobreviviremos a esto también."
Adrian suspiró, su mirada volviendo a la ciudad. "No es una cuestión de supervivencia, Lysandra. Es una cuestión de desear hacerlo."
Y con esas palabras, tomó una decisión, una que había estado formándose en los rincones de su mente durante siglos. "Vamos a dejar Roma, dejar esta península entera. Vamos a buscar un lugar donde podamos encontrar paz, aunque sea por un tiempo."
Clio y Lysandra lo miraron, sorpresa y comprensión en sus ojos. No hubo objeciones, no hubo preguntas. Simplemente asintieron, aceptando su decisión con la calma y la aceptación que venía con la eternidad.
Y así, los tres vampiros, cansados de la eterna lucha, recogieron sus pertenencias, incluyendo el oro y las riquezas que habían acumulado a lo largo de los siglos, y se embarcaron en un viaje hacia el norte, cruzando el río Tíber y adentrándose en las tierras salvajes de Germania.
Encontraron un lugar, un rincón oculto en medio de los densos bosques y las montañas escarpadas, lejos de los ojos de los humanos y las criaturas sobrenaturales por igual. Allí, Adrian construyó su fortaleza, un lugar que sería su hogar, su santuario, por el tiempo que eligiera permanecer en este mundo.
En la tranquilidad de los bosques de Germania, los tres encontraron una medida de paz, un respiro de la constante lucha y el caos que había definido sus existencias durante tanto tiempo. Y mientras el mundo seguía girando, con imperios elevándose y cayendo en la lejanía, ellos permanecieron, observadores silenciosos, ocultos en las sombras de la historia.