La luna, un orbe plateado y luminoso, se alzaba sobre la ciudad de Roma, bañando las calles en un suave resplandor. La vida nocturna de la ciudad era un espectáculo por sí misma, con mercados bulliciosos, tabernas llenas de risas y música, y ciudadanos disfrutando de la frescura que la noche traía consigo.
Adrian, Clio y Lysandra, envueltos en túnicas oscuras, se movían como sombras entre la multitud, sus ojos inmortales observando cada detalle de la vida que se desarrollaba ante ellos. Aunque se mezclaban con los mortales, siempre había una distancia, una separación invisible que los mantenía apartados del flujo de la humanidad.
En una taberna, Adrian observó a un grupo de senadores discutir acaloradamente sobre la política y las campañas militares. Sus palabras, cargadas de pasión y orgullo, hablaban de conquistas y de la grandeza de Roma. Adrian, con su conocimiento acumulado a lo largo de los siglos, podía ver los hilos del destino tejiéndose y desenredándose en sus conversaciones, aunque se mantenía como un mero observador.
Clio y Lysandra, por otro lado, exploraban los mercados nocturnos, sus ojos capturando los colores vibrantes de las telas y las especias exóticas que se vendían bajo la luz de las antorchas. Aunque la vida que una vez conocieron en Grecia era ahora un recuerdo lejano, encontraban una extraña comodidad en los sonidos y olores familiares de los mercados.
En un rincón oscuro, Adrian compartió su sangre con Clio y Lysandra, un acto que se había convertido en parte de su existencia. A cambio, ellas le ofrecieron la suya, un intercambio simbólico y literal de vida y poder. Aunque las tres criaturas compartían una conexión más allá de la comprensión mortal, cada uno de ellos llevaba sus propias sombras y secretos en su eternidad.
En los días y noches que siguieron, los tres inmortales continuaron su existencia en la ciudad eterna, moviéndose entre los mortales con una gracia y discreción que desmentía su verdadera naturaleza. La vida en Roma seguía su curso, con sus alegrías y tragedias, sus triunfos y derrotas, mientras ellos observaban desde las sombras, eternos y inalterables.
Y en la quietud de la noche, cuando la ciudad dormía, Adrian, Clio y Lysandra se retiraban a su villa, donde las sombras hablaban de tiempos pasados y futuros, y donde la eternidad se desplegaba ante ellos como un camino sin fin.