El primer paso siempre es el más difícil
Lucas fue la elección obvia. No porque lo considerara menos culpable- nadie podía ser inocente después de lo que le hicieron a Amada-, sino porque su fragilidad lo hacía más accesible. Era el más joven, el más temeroso, y su rutina nocturna lo convertía en un blanco fácil.
Esa noche, lo esperé afuera del club clandestino donde pasaba las madrugadas perdiendo más de lo que ganaba. Sabía que saldría solo, tambaleándose por el alcohol, con la arrogancia de quien nunca ha tenido que enfrentarse a las consecuencias de sus actos. Me aseguré de estacionar mi auto lejos de las luces, en una calle que parecía un abismo.
Cuando finalmente apareció, lo seguí en silencio. Se detuvo frente a su auto, buscando las llaves en sus bolsillos con movimientos torpes. Parecía un niño perdido, ajeno al peligro que se cernía sobre él. Era casi decepcionante verlo así, tan vulnerable, tan pequeño en comparación con el monstruo que imaginé.
Di un paso adelante, la grava bajo mis pies lo alertó. Se giró rápidamente, sus ojos tratando de enfocarse en la oscuridad.
-¿Quién está ahí? -su voz tembló, y en ese momento supe que tenía el control.
No respondí. Solo avancé, dejando que el cuchillo en mi mano reflejara la poca luz que había. Cuando lo vio, dio un paso atrás, tropezando con el borde de la acera.
-Espera... No sé quién eres, pero... pero podemos hablar, ¿sí? -balbuceó, levantando las manos como si pudiera detener lo inevitable.
No pude evitar sonreír, una mueca amarga que no tenía nada de alegría. ¿Hablar?¿Acaso Amada tuvo la oportunidad de hablar cuando ellos la acorralaron, cuando la destrozaron y la dejaron morir sola?
-Hablar -repetí, saboreando la palabra
Como si fuera algo ajeno–. Tu no escuchas, ¿verdad? Nunca lo hiciste.
Su respiración se aceleró, pude ver el pánico en su rostro. Era una mirada que conocía bien, porque había vivido con ella toda mi vida. La misma mirada que le daba a mi madre cuando su rabia caía sobre mí.
Pero esta vez, yo era quien tenía el poder.
-No sé de qué estás hablando -intentó. Su voz era un hilo, tan débil que apenas podía sostenerse.
Me acerqué más, sintiendo cómo mi cuerpo vibraba con una mezcla de rabia y adrenalina. Cada paso que daba hacia él era una victoria, un recordatorio de que esta vez no sería yo quien se encogiera ante el miedo.
-Amada -dije, y su rostro palideció al instante.
Ese nombre era una llave, una daga que cortaba cualquier pretensión de inocencia.
Su boca se abrió, pero no salió nada.
Quizás intentó recordar una mentira que pudiera salvarlo, pero no había nada que pudiera hacer.
Antes de que pudiera reaccionar, lo empujé contra la puerta de su auto. El golpe hizo que soltara las llaves, que cayeron al suelo con un tintineo. Sujeté su garganta con una mano, sintiendo su pulso acelerado bajo mis dedos.
-¿Sabes lo que se siente perderlo todo? -le susurré al oído, mi voz tan fría como el acero en mi otra mano-. Porque voy a enseñártelo.
El primer corte fue rápido, directo a su costado. Quería que sintiera el dolor, que supiera que no había escapatoria. Se retorció, intentando gritar, pero mi mano en su garganta lo silenciaba. Su cuerpo temblaba contra el mío, y por un momento, pensé que podría desmayarse.
Lo dejé caer al suelo, observando cómo se aferraba a su herida, su sangre extendiéndose en un charco oscuro bajo la tenue luz de la farola. Se arrastró unos centímetros, como si todavía creyera que podía escapar.
-Por favor... -susurró, su voz apenas audible.
Me agaché a su lado, limpiando el cuchillo en su camisa con calma.
-¿Sabes? -le dije, inclinándome para que pudiera oirme-. Me pregunto si Amada también te suplicó.
Esa fue la última vez que lo vi respirar.
Dejé su cuerpo allí, un recordatorio para los demás. Sabía que lo encontrarían antes del amanecer, que sus amigos entenderían el mensaje. Pero no me importaba. Ya no era cuestión de ocultarme, de buscar una salida. Solo quería que supieran que venía por ellos, y que no había nada que pudieran hacer para detenerme.