Samantha caminaba nerviosa de un lado a otro en la habitación, sus pies desnudos se hundían en la blanca y mullida alfombra con cada paso. Sus manos se agitaban incontrolablemente, y se encontró mordiendo su uña del pulgar, un hábito que se negaba a abandonar.
El atrevido comentario de la mujer en la fiesta del té resonaba una vez más en su mente y sintió cómo su mandíbula se tensaba.
—No se puede hacer un bolso de seda de la oreja de una cerda.
El veneno en esa simple frase había sido suficiente para hacer tambalear a Samantha, y ahora, por más que lo intentaba, no podía apartar el recuerdo.
La ira hervía justo debajo de la superficie, burbujeando cada vez que recordaba la mirada complaciente en el rostro de la mujer, medio escondido detrás de la taza de té.