Con la coronación de Helena como emperatriz, el Palacio de Cristal resplandecía con celebraciones y banquetes en honor al nuevo reinado. Nobles de todos los rincones de Auroria se congregaban en los salones decorados con tapices de seda y candelabros centelleantes, mientras la música y la risa llenaban el aire nocturno.
Helena, vestida con un vestido de terciopelo azul bordado con hilo de plata, se movía entre los invitados con gracia y cortesía. A su lado, Lord Alistair la acompañaba como su sombra fiel, vigilante ante cualquier indicio de intriga o desafío.
Entre los nobles presentes destacaba Lord Cedric, un joven con cabello oscuro y ojos penetrantes, cuya mirada no podía apartarse de la nueva emperatriz. Helena lo notó y le sonrió con amabilidad, agradecida por su presencia y sus cumplidos sobre su discurso de coronación.
Sin embargo, había otro invitado cuya presencia no pasaba desapercibida para Helena: el príncipe Leopoldo de un reino vecino, conocido por su encanto y habilidad diplomática. Leopoldo era alto y apuesto, con cabello rubio y ojos azules que parecían esconder secretos profundos. Desde el momento en que sus miradas se encontraron en la Gran Sala del Trono, Helena sintió una chispa de conexión que la tomó por sorpresa.
Durante el banquete, Leopoldo se acercó a Helena con una sonrisa encantadora y la invitó a bailar. A medida que giraban por el salón, sus conversaciones se volvían más íntimas, compartiendo historias de sus respectivos reinos y sueños para el futuro. Helena encontró en Leopoldo un confidente inesperado, alguien con quien podía hablar libremente sin las expectativas y formalidades de la corte.
Pero mientras la noche avanzaba y la música se desvanecía en sus oídos, Helena se recordó a sí misma que su deber como emperatriz venía antes que cualquier romance o deseo personal. A pesar de la atracción que sentía hacia Leopoldo, sabía que su corazón y su lealtad pertenecían a su reino y a sus súbditos.
Al final de la noche, cuando los últimos invitados se retiraron y las velas se apagaron una a una, Helena se quedó en el balcón del palacio, mirando hacia el horizonte estrellado. En el silencio de la noche, se prometió a sí misma que tomaría decisiones con sabiduría y coraje, incluso cuando el amor y los desafíos personales se interpusieran en su camino como emperatriz de Auroria.