6.1
La esfera protectora se desintegró en ese preciso instante. Por suerte, Hari alargó sus brazos para envolver al niño en un abrazo para que fuera su cuerpo quien absorbiera los golpes y arañazos de las ramas. También ayudaría a soportar el impacto de la caída contra el suelo y las rocas de la montaña. Los sensores instalados en las manos del conejo, se encargaron de captar los signos vitales del niño. Oliver seguía respirando y no presentaba ninguna lesión interna.
Antes de aterrizar entre las ramas, el conejo se transformó en el robot blanco de un metro de altura con extremidades similares al humano. Recuperó sus largas orejas picudas y su cuerpo de androide. Luego reunió las pocas fuerzas de su interior para formar otra cápsula de contención minutos antes de precipitarse contra el suelo.
En ese momento, el cielo estrellado dio la bienvenida a una tormenta eléctrica que iluminó los alrededores del bosque. Más adelante, la lluvia inundó el estanque y los riachuelos aledaños. El viento rugió enojado con los intrusos por la invasión a sus dominios. Todo sucedió en fracción de segundo.
Adam apareció en una sola pieza, en medio del follaje y en una caída limpia. Con el sensor de la vista, recorrió cada centímetro de Oliver en busca de cualquier herida o daño cerebral. Movió la cabeza del niño de izquierda a derecha para revisarlo. Incluso abrió los ojos del pequeño con el objetivo de comprobar que las pupilas no estuvieran dilatas. Cuando se cercioró de que todo estaba en orden, recargó al chico junto a la corteza del árbol. El conejo robot, visiblemente debilitado, no pudo mantenerse de pie y se dejó caer. Adam ni siquiera intentó ayudarlo, ya que planeaba continuar el recorrido sin el conejo.
Durante la caída, una de las patas de Hari se atoró entre las ramas. Quedó suspendido a unos cuantos metros sobre el nivel del suelo cubierto de arbustos. Con su energía vital a punto de desaparecer, el núcleo medular del autómata empezó a parpadear. Indicador de que la batería estaba agotada y era momento de recargarla o de lo contrario sufriría un revés en su sistema operativo. Además, su piel metálica antes lechosa, ahora se tornaba gris.
Poco después, Adam bajó hacia donde se columpiaba el conejo robot. Lo encontró con los brazos extendidos y con la mirada enfocada en el vacío.
—Creo que estoy agotado. Ya no puedo acompañarlos — reveló el robot con un aire teatral —Mi final ha llegado.
—No seas dramático, ¿Qué pasará con Emma? No tienes permitido abandonar a tu protegida — cuestionó Adam mientras descendía de una rama a otra en dirección a Hari.
—Seguramente estará muy triste. Mi final se aproxima, Adam. Emma debe llamarme para que pueda reactivar mi energía. Eso nunca sucederá, pues mi habilidad telepática también está dañada.
Adam le extendió un brazo, pero el conejo se quedó inmóvil.
—Eres un robot, no puedes rendirte a menos que explotes en mil pedazos, vamos…
De pronto, algo se movió entre el follaje del árbol en el que se balanceaba el robot víbora. Adam esquivó el golpe del robot que se abalanzó hacia ellos como una centella.
Hari esquivó el golpe del misterioso robot, por lo que, al intentar sostenerse de una rama, volvió a caer un par de metros hacia el vacío. Su cabeza quedó a solo unos centímetros de las rocas. Adam saltó a otro eucalipto, pero antes de llegar, se estrelló contra la corteza al ser empujado por la espalda. Enseguida, convirtió sus manos y pies en afiladas garras para aferrarse al árbol, ya que el robot intentaba arrojarlo al precipicio.
Mientras tanto, metros arriba, Oliver abrió los ojos cuando las gotas de lluvia comenzaron a resbalar en su cara y le impidieron respirar. Aunque los volvió a cerrar por el dolor de cabeza que lo aquejaba, tuvo que limpiarse con la tela de su pijama. Entonces sintió pequeñas chispas que tronaron muy cerca de su oído.
«¿Qué es eso?»
A continuación, abrió los ojos solo para descubrir que cada gota de lluvia encerraba luz dorada con motitas violetas. Al mismo tiempo, descargas de energía rodeaban a cada minúscula esfera de agua. En cada gota, Oliver descubrió pequeños rostros de personas desconocidas.
El niño alargó un brazo para encerrar una de las gotas en su mano. La esfera líquida no se rompió, sino que reveló la cara del pequeño; una sonriente y amistosa. Luego explotó regándose por toda la palma.
El tiempo transcurrió, la incomodidad de las gotas que se filtraban entre el follaje, lo obligaron a sacudir la cabeza. Entonces, una fragancia mentolada le dio la bienvenida a la serenidad y la tranquilidad que solo un sedante puede proporcionar en situaciones de crisis. De esta manera, el dolor (que lo aquejaba) desapareció y ni siquiera los eventos recientes le echaron a perder el agradable momento. No obstante, poco le duró el gusto cuando descubrió que sus amigos robots no se encontraban por ningún lado.
Oliver observó que estaba encima de una gruesa rama, rodeado por hojas de eucalipto. Entonces se incorporó para alejarse de la corteza del árbol, pero la mano con la cual se sujetaba, resbaló. El niño se precipitó al vacío en medio de gritos de auxilio. Ni siquiera le dio tiempo de llorar cuando una masa de fierro apareció de entre las ramas y lo salvó de morir.
Oliver quedó suspendido con la cabeza en caída libre. Por la posición en la que se hallaba, pudo observar la cara de un koala que se escondía en medio de las hojas de eucalipto. El autómata era plateado con manchas blancas, pequeña nariz negra arrugada y ojos grandes y brillosos. Su cuerpo regordete se componía de un exoesqueleto robusto dentro del torso oscuro, pero transparente. Así como de pequeños brazos y gruesas piernas, de la misma longitud, unidos a la tibia.
—¡Hola! — saludó el koala de manera amistosa, levantando el bracito derecho —ho…hola — insistió al ver que no obtuvo respuesta.
—¡OLIVER! — gritó Adam desde otro árbol. El autómata estaba amarrado con las varitas de las ramas mientras que el niño tenía las piernas atadas por descarnadas ramitas.
—¿Conoces a ese robot? — preguntó el koala con un timbre de voz dulce, pero acompañada de varias voces.
Todo lo que Oliver pudo hacer fue responder con un ademán. En ese punto ya sentía como la sangre abandonaba sus piernas para concentrarse en su cerebro.
—Eso es imposible. ¿Un humano acompañado por un robot? Solo conozco un caso así, pero se trata de una niña — argumentó el koala.
—¿Puedes liberarme? Oliver no se ve muy bien, lo estas dañando — aseguró Adam mientras trataba de romper el nudo de las ramas que lo mantenían atado.
El koala ignoró al robot víbora, en cambio, se balanceó entre las ramas hasta llegar a la cuerda que sujetaba las piernas del niño. Luego descendió y con una de sus manitas liberó los pies del humano.
Acto seguido, lo ayudó a subir a uno de los brazos del árbol más cercano para que pudiera recargarse sobre la corteza. En ese preciso instante, el robot víbora, una vez libre de las ataduras, corrió hacia el niño, al cual encontró mareado y demasiado pálido.
Al final, el koala dijo llamarse Kobat, uno de los protectores del bosque de los eucaliptos en la montaña. Al ver que el torrencial chubasco no parecía tener fin, les sugirió que se refugiaran en su escondite. La invitación sonó más una orden, por lo que Adam no tuvo más remedio que atrasar el viaje a las grutas.
—¿Dónde está el escondite? — preguntó Adam, minutos después.
—Hacia allá, al norte — apuntó Kobat en dirección a una colina, kilómetros adelante.
—¿Dónde está Hari? — preguntó Oliver con un nudo en la garganta y los ojos cerrados. El niño no dejaba de tocarse el brazo izquierdo, debido al intenso dolor que calaba hasta los huesos.
—Aquí estoy — gritó Hari debajo del árbol.
—¿Qué le pasó a Hari? — cuestionó Oliver al robot víbora, una vez que la curiosidad le obligara a echar un vistazo, pese a sufrir de vértigo.
—Tuvimos algunos contratiempos — respondió Adam mientras observaba al koala.
«¿El koala?»
Kobat asintió con la cabeza como si respondiera al pensamiento del niño.
—Son robots invasores del Bosque de los Eucaliptos, así que no tuve más remedio que atacarlos. Entraron sin permiso — respondió el koala. Luego se dirigió al niño: —será mejor que subas a mi espalda, pequeño humano, a menos que puedas subir y bajar árboles.
Oliver miró al robot víbora buscando otra solución, pero Adam no dijo nada, solo se encogió de hombros. Muy a su pesar, el niño subió al lomo Kobat y con su ayuda ascendió al cielo. Adam comenzó a saltar de un árbol a otro gracias a sus patas aerodinámicas (otra habilidad que logró desbloquear).
—¿A dónde van sin mí? ¡No me dejen! — vociferó el conejo.
Al atardecer, los histriónicos y Oliver llegaron a la guarida oculta entre las ramas de un nogal bien arraigado y de tronco grueso. Ese era el único árbol de su especie existente en la zona; con hojas dimorfas y más alargadas. Rodeado por sendos árboles de eucalipto cuya altura rebasa los cien metros.
«Creo que aquí todo es posible», pensó Oliver.
Más tarde Kobat regresó por el conejo robot.