El carro se volcó completamente, todos los cofres que llevaba se estrellaron duramente contra el suelo, sus tapas se abrieron de golpe y docenas de bienes preciosos se esparcieron por todas partes.
Creó todo un espectáculo, no que a Neveah le importara.
—¡Mis bienes! ¡Mis bienes! —lamentó tristemente el mercader, sus gritos llamando aún más la atención.
Murmuraciones surgieron de la multitud de espectadores, era una mezcla de opiniones sobre lo que estaban presenciando, pero Neveah lo ignoró.
—¡Estos bienes valen miles de oro! ¿Quién puede compensarme? —gimió el mercader, creyendo que podía agitar a la multitud como lo había hecho antes.
Pero el mercader no entendía que esto era Ciudad Duna... solo había una manera en que esto podía terminar.
Siempre era difícil tratar con nuevos viajeros que nunca habían visitado las Dunas antes y no entendían cómo se hacían las cosas, esa era la única razón por la que Neveah tenía que ser cuidadosa.