下載應用程式
14.63% El legado de la Villa de las Telas / Chapter 6: 6

章節 6: 6

Leo nunca había visto tanto esplendor. Todo refulgía de tal manera que lo hacía parpadear: las copas, las letras doradas, los frasquitos, incluso los broches y los anillos de muchas damas.

—¡Apartad, pilluelos! ¡Quitaos de en medio!

Julius y Hanna llevaban bandejas de plata y ofrecían copas de champán y vino a los señores. El atelier de mamá estaba a rebosar de gente. Los hombres vestían trajes grises y negros, las damas, ropas coloridas, zapatos de tacón y medias de seda que hacían aguas.

—Eso lo ha pintado mi mamá —dijo Henny señalando un paisaje invernal en el que, aparte de un par de casitas y una torre con cúpula bulbosa, solo se veía nieve. Enfrente había pintado América: varios rascacielos, un jefe indio con penacho de plumas y la famosa estatua de la Libertad de Nueva York.

Ahora se oía el piano de fondo. Leo se deslizó junto a un grupo de mujeres que bebían champán; quería ver cómo tocaba la señora Ginsberg. Mamá había contratado a la madre de su amigo para esa noche, pero por desgracia no habían dejado que Walter la acompañara. Papá había dicho que a la inauguración del atelier de mamá solo podían asistir las personas invitadas.

La señora Ginsberg se sentaba de espaldas porque el piano estaba colocado contra la pared. Interpretaba un estudio de Chopin, una pieza muy difícil para la que los dedos de Leo todavía eran demasiado pequeños y torpes. Cuando se tocaba bien, como lo hacía la señora Ginsberg, sonaba hermoso y ligero como un verano cálido.

—¿Puedo pasar las páginas de la partitura?

—Si quieres, ¡adelante!

Se colocó a su izquierda, tal como le había enseñado. Antes de pasar la hoja con cuidado, se ponía de puntillas, cogía la esquina superior del folio derecho y esperaba hasta que la señora Ginsberg asentía. Sobre todo debía mantener el brazo en alto para no tapar la partitura. De todos modos, la señora Ginsberg tocaba la mayor parte de memoria, casi no necesitaba mirar.

—¿Por qué hablan tan alto? —preguntó molesto, y se volvió hacia los invitados.

—Chisss, Leo. Solo somos la música de fondo. La gente quiere hablar sobre el precioso atelier de tu mamá.

Leo hizo una mueca y se concentró de nuevo en el piano. Si solo querían charlar, no necesitaban la música. Le daba pena por lo bien que tocaba la señora Ginsberg. Se dio cuenta justo a tiempo de que tenía que pasar la página. Era fácil seguir la partitura porque, a medida que su mirada se deslizaba sobre las notas, las oía. La partitura y el sonido eran uno. Y sabía cómo sonaba cada nota. La señora Ginsberg le había dicho que tenía oído absoluto. Eso le sorprendió mucho, porque él pensaba que todo el mundo era capaz de reconocer cada tono.

—Pásame el libro de las sonatas de Schubert, por favor.

Sacó el tomo de gruesas tapas de cartón de la pila que había encima de un taburete junto al piano. Schubert le gustaba. Ya tocaba muy bien dos de los impromptus. Ojalá pudiera practicar más, pero mamá solo se lo permitía media hora al día. Y cuando papá llegaba a casa, debía parar de inmediato. Escuchó entusiasmado cómo la señora Ginsberg comenzaba a tocar una de las sonatas; él no conocía esa pieza. El primer movimiento sonaba como un alegre paseo por prados y campos. No era demasiado difícil, quizá algún día lograra tocarlo. El problema era que sus dedos eran demasiado cortos, había una octava a la que aún no llegaba. A veces se los estiraba para que crecieran más rápido, pero por el momento eso no había servido de nada.

—¡Leo, pequeño mío! ¿Qué haces junto al piano? Estás molestando a la señora Ginsberg.

Hizo una mueca, pero Serafina von Dobern no pudo verla porque estaba a su espalda. Odiaba a esa mujer como a la peste. Era empalagosa y traicionera. Daba igual si los visitaba en la villa de las telas o se la encontraban en la ciudad; siempre actuaba como si la educación de Dodo y él fuera cosa suya. Y eso que no tenía derecho a decirles nada, no era más que una amiga de la tía Lisa.

—No estoy molestando, estoy pasando las páginas de la partitura —la corrigió con énfasis.

Serafina no hizo caso. Se limitó a agarrarlo por los hombros y lo llevó hasta una silla para que se sentara.

—A tu papá no le gusta que los niños se mezclen con los adultos —dijo con una sonrisa falsa—. En ocasiones como esta, los niños deben saber ser discretos y no llamar la atención.

Serafina era bastante delgada y tenía la piel muy blanca. Se había puesto polvos rojos en las mejillas, debía de pensar que así estaba más guapa, pero las gafas y la barbilla puntiaguda hacían que pareciera un búho nival. Le ordenó que se quedara allí, y fue en busca de Dodo y Henny. Con esta última no tuvo suerte, estaba junto a su mamá, y Serafina sabía muy bien que con la tía Kitty llevaba las de perder. En cambio, la pobre Dodo se había pegado al tío Klippi, y a este no le molestó en absoluto que se llevara a la niña.

—Y ahora portaos bien, guapos. Leo, hazle sitio a tu hermana, cabéis los dos en la silla, todavía tenéis el trasero estrecho —dijo con una risita tonta.

Dodo estaba furiosa, se sentó en el borde de la silla y resopló por la nariz. Mientras Serafina llamaba a Hanna para que trajera canapés, Dodo le susurró a su hermano:

—¿Y a ella qué le importa nuestro trasero? Debería preocuparse por el suyo, la muy criticona…

—Eso si tuviera —comentó Leo con malicia.

Ambos sonrieron y se cogieron de la mano. Leo sentía que Dodo era parte de sí mismo. Se le daban bien los chistes, siempre estaba de su lado, era lista y valiente. Sin Dodo, le faltaba algo. Su otra mitad.

—Coged un canapé, niños. Seguro que tenéis hambre.

Y encima se hacía la generosa, ni que los canapés fueran suyos. Leo captó la mirada compasiva de Hanna, que le sonrió y bajó la bandeja para que pudiera ver lo que había. Hanna era simpática. Lo admiraba porque sabía tocar el piano. Qué rabia que se hiciera costurera. ¿Por qué Serafina no sabía coser?

—No quiero canapés, gracias —refunfuñó Dodo—. Tengo sed.

Serafina ignoró el deseo de Dodo, despachó a Hanna y les explicó que debían quedarse allí sentados porque iba a empezar el desfile de moda. Todo el mundo tomaría asiento para contemplar los bonitos vestidos que había diseñado y cosido su mamá.

Se fue a buscar canapés para ella y a parlotear con la abuela Alicia y la esposa del director Wiesler. Al otro lado, junto al paisaje invernal ruso, estaba la tía Kitty rodeada de gente. Eran sus amigos del club de arte; Leo conocía a algunos, dos pintores y un hombre gordo que tocaba el violín. Bebían champán y se reían tan alto que los demás invitados se volvían hacia ellos.

—Todos esos son compañeros de Paul —comentaba la tía Kitty—. Directores de banco, abogados, industriales, altos cargos y quién sabe qué más. Tenemos aquí a todos los notables de Augsburgo junto con sus esposas e hijas.

—Vaya con Henny —dijo Dodo señalándola con la barbilla—. Se ha comido diez canapés como mínimo. Todos con huevo y caviar.

Leo parpadeó, veía mejor si entrecerraba los ojos. Henny estaba junto a la puerta de la sala de costura y bebía de una copa de champán que alguien había dejado a medias. Como la viera su mamá, tendría que marcharse a casa en el acto. El alcohol estaba prohibido para los niños.

—¡Menuda tontería de inauguración! —se quejó Dodo—. Qué aburrimiento. Y cuánto ruido. Me duelen los oídos.

Leo estaba de acuerdo. Podría estar tocando el piano en casa sin que nadie lo molestara. Suspiró hondo.

—¿Qué os pasa a vosotros dos? ¿Os aburrís? Enseguida habrá algo que ver, Leo. Y luego te enseñaré las nuevas máquinas de coser. Con pedal. ¡Fantásticas!

Papá les acarició la cabeza, les dirigió una mirada de ánimo y después volvió a ocuparse de los invitados. Leo lo oyó hablar con el señor Manzinger sobre el marco seguro. Decía que valía un billón de marcos de papel. Quizá así empezara la recuperación y los precios se mantuvieran estables. Pero el señor Manzinger no lo creía posible. Mientras las reparaciones siguieran asfixiando a Alemania, la economía no saldría a flote. La República había demostrado ser incompetente, lo único que se hacía era parlotear, y cada dos meses había un nuevo gobierno. Lo que se necesitaba era un hombre como Bismarck. Un canciller de hierro.

—¿Qué es un canciller de hierro? —preguntó Dodo.

—Será algo parecido a un soldadito de plomo.

Qué cosa más rara. Leo intentó desabrocharse el primer botón de la camisa. Estaba a punto de ahogarse con ese traje que le había puesto mamá. Hacía mucho que se le había quedado pequeño, pero ella le había dicho: «Solo por hoy. Hazlo por mí». Si en algún momento se oía un ruido fuerte, sería que había reventado.

—Papá ha dicho que te va a enseñar las nuevas máquinas de coser —dijo Dodo en tono de reproche—. Solo a ti. Yo también quiero verlas.

Leo resopló con desdén. Las máquinas le daban igual. Más aún las de coser; eran cosa de mujeres. El interior de un piano era mucho más interesante; lo había visto una vez, cuando el afinador desmontó la parte delantera. Allí estaban las cuerdas, firmes y tensas sobre una estructura metálica. Cuando se pulsaba una tecla, un martillito de madera envuelto en fieltro golpeaba las cuerdas. Un piano era una máquina compleja y al mismo tiempo era como una persona: podía estar contento o triste; si alguien lo tocaba bien, se alegraba, y a veces, cuando todo salía bien, podías echar a volar con él. Walter decía que con el violín sucedía lo mismo. Con todos los instrumentos, en realidad. Incluso con el timbal. Pero Leo no se lo creía.

—¿Qué hacéis aquí? —De pronto Henny estaba a su lado, tenía la cara muy roja y los ojos brillantes.

—¡Nos ha obligado Serafina!

—Pero si ni siquiera os está mirando…

Serafina estaba al fondo, junto a los rascacielos, con una copa de champán en la mano y hablando con el doctor Grünling. De vez en cuando soltaba una risita tonta.

—Voy a enseñaros algo. —Henny tironeó del vestido de Dodo y se deslizó entre los invitados.

A Leo no le apetecía ir detrás de Henny. Solo quería hacerse la importante, como siempre. Aunque, por otro lado, se estaban muriendo de aburrimiento. Al final, Dodo la siguió y Leo fue detrás de mala gana.

Henny se había colado en la sala de costura. Las máquinas de coser que había mencionado papá estaban alineadas junto a la pared, tapadas con cajones de madera. Junto a la puerta, mamá había colocado dos grandes espejos, y debajo había mesitas con todo tipo de cachivaches: cepillos de pelo, pasadores, maquillaje y esas cosas. Al otro lado había unas barras con perchas de las que colgaban los diseños de mamá. No se veían, estaban tapados con una tela gris.

—Ahí debajo hay un pájaro de plata —susurró Henny.

—Son los vestidos de mamá, boba —dijo Dodo—. ¡Deja eso, no podemos tocar nada!

Henny ya se había metido bajo la tela y buscaba su pajarillo plateado. El perchero empezó a tambalearse y parecía un monstruo gris que bailaba.

—Lo tengo —se oyó piar desde el interior del monstruo—. Es un… un… pajarito brillante.

Leo y Dodo se metieron debajo. En parte porque querían ver el pájaro, pero también para proteger los diseños de mamá de las pezuñas pegajosas de Henny.

—¿Dónde?

—¡Ahí! Es todo de plata.

Sobre un tejido azul tornasolado había un pájaro con las alas extendidas que habían cosido con diminutas chapitas plateadas.

Leo estaba a punto de agarrar a Henny del brazo para sacarla de debajo del perchero cuando entró gente en la sala de costura.

—Rápido. Seguid el orden en el que están colgados los vestidos. Primero los de tarde… Hanna, tú alcanzarás las prendas, Gertie ayudará a las chicas a vestirse y Kitty hará el control final. Que nadie salga antes de que yo lo diga.

Esa era mamá. Ay, Dios mío, parecía muy nerviosa. ¿Qué iban a hacer? ¿Sería eso el desfile del que les había hablado Serafina?

Dodo se aferró al paño gris. Henny se había hecho un ovillo en el suelo, seguro que la muy tonta creía que así nadie la vería. No había nada que hacer, mamá iba a descubrirlos y se llevarían una buena regañina.

No fue así. Alguien levantó la tela gris y la lanzó detrás de los percheros con un movimiento rápido. Dodo, Henny y Leo se metieron debajo. Nadie se dio cuenta, fue como si estuvieran envueltos en una capa de invisibilidad.

Se quedaron un rato agachados y sin moverse. De pronto, Dodo estornudó y Leo pensó que había llegado el fin. Pero las mujeres de la sala estaban demasiado alteradas y no se percataron de nada.

—La falda al revés. Así perfecto. Ponte el sostén, si no la blusa no te quedará bien. Espera, tienes un mechón en la cara. La costura está torcida. Los zapatos marrones no, los mostaza. Un momento, llevas los corchetes sueltos.

Desde la sala principal del atelier se oía la voz de mamá. Informaba al público de los modelos que veían, con qué tejidos estaban confeccionados y en qué ocasiones debían llevarse. Los invitados exclamaban «Oooh» y «¡Qué bonito!», o «Qué preciosidad». La señora Ginsberg empezó con Schumann y siguió con Mozart, alguien tosía con insistencia, una copa se hizo añicos en alguna parte.

Leo sentía que estaba a punto de asfixiarse bajo aquella tela. Necesitaba aire, daba igual si los descubrían. Si se moría allí, mamá tampoco se alegraría demasiado. Levantó la tela con cuidado y respiró hondo. Olía raro. Distinto a la sala de costura de mamá en la villa. Más bien a perfume. El aire estaba enrarecido. Y a colada. Y en cierto modo a… a… a mujeres.

Tuvo que apartar un poco los vestidos del perchero para ver lo que sucedía en la sala. Era emocionante. Había dos jóvenes frente a los espejos, las veía reflejadas y también de espaldas. Una tenía el pelo rojizo, se quitó la blusa y después la falda. La otra llevaba un traje de baño azul oscuro con ribetes blancos, en ese momento la tía Kitty le estaba poniendo un sombrero azul de paja. La joven movió las caderas y se colocó los finos tirantes del bañador. La otra mujer llevaba un sostén y Gertie se lo estaba desabrochando. Leo sintió un mareo. Nunca había visto a una mujer sin ropa. Sabía cómo eran las niñas. Hasta hacía dos años se bañaba con Dodo en la misma bañera, pero luego ya no quiso hacerlo más. Sin embargo, Dodo no tenía pechos, ni siquiera ahora. Y esa mujer sí.

—Vuélvete hacia mí —oyó decir a la tía Kitty—. Bien. Coge la capa pero déjala abierta. Al final de la pasarela, quítatela para que todos vean el bañador. ¡Venga, sal!

Una tercera joven entró acalorada. Una vez dentro, dejó de sonreír y se quitó un vestido verde. Llevaba unas ligas de seda del mismo color.

—¿El azul?

—No, primero el lila.

Alguien cogió un vestido del perchero y de repente Leo se encontró con los ojos espantados de Hanna. No se había fijado en que habían ido retirando los vestidos uno tras otro y había quedado al descubierto.

—¿Qué pasa, Hanna?

—Nada. No pasa nada. Me he mareado un poco, me sucede a veces cuando me agacho.

A Hanna no se le daba bien mentir, todo el mundo se lo notaba en la cara. Y más que nadie la tía Kitty, que en esas cuestiones era aún más hábil que mamá.

—¡No! ¡No puede ser verdad! —exclamó la tía Kitty cuando apartó los vestidos con ambos brazos y contempló el rostro lívido de Leo—. ¿Dodo? ¿Henny? —dijo en un tono que auguraba lo peor.

Dodo emergió de la montaña de tela gris. Henny permaneció acurrucada en el suelo, sin moverse.

—¿Quién os ha dejado entrar?

Dodo tomó la iniciativa, porque Leo estaba demasiado confundido y Henny actuaba como si no estuviera allí.

—Solo queríamos ver los preciosos vestidos.

La tía Kitty no tenía tiempo ni paciencia para escuchar sus explicaciones, detrás de ella una joven en bañador esperaba su sombrero. Gertie cogió del perchero una amalgama de encaje negro y tul.

—Dame el vestido de noche, Gertie —dijo la tía Kitty—. Y luego ve con los niños a la parte de atrás. Que Julius los lleve a casa de inmediato. ¡Henny! Sal de una vez. ¡Sé que estás ahí!

Todo sucedió muy rápido. Gertie los sacó de detrás del perchero, se quitaron de encima la tela gris, de pronto ya estaban en el despacho y acto seguido en el invernadero, donde Julius disfrutaba de una copa de vino y un puro.

—Tienes que llevarlos a casa.

Julius miró con gesto de fastidio a los tres niños, en cuyos rostros podía leerse la mala conciencia. El encargo no le hacía ninguna gracia porque acababa de ponerse cómodo.

—Para ti sigo siendo señor Kronberger —le gruñó a Gertie. A esta le importó bien poco—. No vayas a creerte que eres de la realeza.

—Contigo no será, tranquilo.

Gertie dejó allí a los niños y regresó a la sala de costura. El desfile se acercaba a su punto álgido y la necesitaban con urgencia.

Julius vació la copa de un trago y se llevó el puro.

—Pues vamos, señoritos. Saldremos por detrás, no por la tienda. Pero primero hay que ponerse los abrigos.

Fue a buscarlos y le puso a Henny el gorro de lana. Esta no protestó, cuando en circunstancias normales habría puesto el grito en el cielo. Su arrepentimiento parecía sincero.

Atravesaron el invernadero y después recorrieron una callejuela estrecha y oscura que desembocaba en Karolinenstrasse. Allí tuvieron que esperar pasando frío a que Julius trajera el coche.

—De todas formas, renacuajos, ya es muy tarde para vosotros, ¿no? —dijo cuando los tres estuvieron sentados en el asiento trasero.

—Tiene usted razón —respondió Dodo.

Leo permaneció en silencio. Seguía afectado por lo que había visto y se sentía fatal. Henny hizo unos ruidos extraños con la garganta.

—¡No! —bramó Julius—. En la tapicería no. Maldita sea. ¡En la tapicería no!

Salió del coche a toda prisa y abrió de golpe la puerta para poner un periódico sobre el cuero. Pero llegó tarde.

—Ajjj —dijo Dodo con cara de asco al tiempo que se hacía a un lado.

—Ya me encuentro mejor —suspiró Henny.


Load failed, please RETRY

每周推薦票狀態

Rank -- 推薦票 榜單
Stone -- 推薦票

批量訂閱

目錄

顯示選項

背景

EoMt的

大小

章評

寫檢討 閱讀狀態: C6
無法發佈。請再試一次
  • 寫作品質
  • 更新的穩定性
  • 故事發展
  • 人物形象設計
  • 世界背景

總分 0.0

評論發佈成功! 閱讀更多評論
用推薦票投票
Rank NO.-- 推薦票榜
Stone -- 推薦票
舉報不當內容
錯誤提示

舉報暴力內容

段落註釋

登錄