Año 405 a.C., Atenas.
La mansión, una vez un lugar de oscuro esplendor y temor, se mantenía como un bastión en medio de la desolación que la guerra había traído a Atenas. Adrian, con su eternidad y su indiferencia, observaba los eventos del mundo mortal con una desapasionada curiosidad, mientras que Clio, su presencia etérea, se movía silenciosamente a su lado, su humanidad desvaneciéndose con cada año que pasaba.
Las sirvientas, que habían sido testigos de la brutalidad de Adrian hacia los soldados espartanos, se movían con cautela a su alrededor, sus ojos siempre bajos, sus voces apenas susurros. La mansión se había convertido en un lugar de silencio, donde los sonidos de la vida diaria eran amortiguados por los gruesos muros de piedra y las pesadas cortinas.
En las calles de Atenas, la gente luchaba por sobrevivir. La guerra había traído consigo no solo la muerte y la destrucción, sino también la hambruna y la enfermedad. Los ciudadanos, una vez orgullosos y fuertes, ahora estaban desesperados y debilitados, sus ojos hundidos y sus cuerpos demacrados.
Adrian, aunque raramente salía de la mansión, era consciente de los susurros y las miradas temerosas que se dirigían hacia su morada. La gente hablaba de la mansión como un lugar de muerte, un lugar donde las almas eran devoradas por el señor oscuro que residía dentro. Y aunque temían lo que Adrian podría hacerles, también había quienes, en su desesperación, contemplaban buscar su ayuda, preguntándose si la inmortalidad podría ser la respuesta a su sufrimiento.
Clio, su figura ahora más etérea y distante, se encontraba a menudo vagando por los pasillos de la mansión, sus ojos vacíos mirando, pero no viendo realmente, las riquezas que la rodeaban. Aunque una vez había sentido una conexión con los mortales, ahora los veía como sombras, sus vidas y sus sufrimientos apenas registrándose en su conciencia.
Una noche, mientras la luna se alzaba alta en el cielo, un grupo de ciudadanos desesperados, sus cuerpos marcados por la hambruna y sus ojos llenos de una mezcla de miedo y determinación, se acercó a la mansión. Sus pasos eran temblorosos, pero la desesperación los había llevado hasta allí, hasta las puertas del lugar del que muchos temían hablar.
Adrian, al ser informado de su presencia, permitió que fueran llevados ante él. Sus ojos rojos se posaron sobre ellos, evaluándolos con una indiferencia que helaba la sangre.
"Señor de la Oscuridad," comenzó uno de ellos, su voz temblorosa, "nuestra ciudad cae, nuestros hijos mueren. Buscamos tu ayuda, tu... tu bendición para sobrevivir a esta tormenta."
Adrian, su voz tan fría y vacía como la noche, respondió, "La muerte es el destino de todos los mortales. No hay bendiciones aquí para vosotros."
Y con eso, los despidió, sus figuras desesperadas desapareciendo en la noche, dejándolos con nada más que la desesperación y la oscuridad que habían conocido antes.
La mansión, y sus oscuros habitantes, continuaron existiendo, inmutables, mientras Atenas se movía hacia su destino, los hilos de la vida y la muerte tejiéndose inexorablemente alrededor de ellos.