Año 422 a.C., Atenas.
La guerra del Peloponeso seguía desgarrando Grecia, y aunque las murallas de Atenas la mantenían a salvo de invasiones directas, el conflicto se filtraba en la ciudad de maneras más sutiles y venenosas. La escasez de alimentos se volvía cada vez más palpable, y las voces de descontento murmuraban en cada esquina de la polis. La democracia ateniense, una vez el orgullo de la ciudad, estaba siendo probada en el crisol de la guerra prolongada.
En la mansión de Adrian, Clio se había convertido en una presencia constante, un punto fijo en un mundo que parecía estar desmoronándose. Aunque su relación con Adrian era compleja y, en muchos aspectos, insondable, había una comprensión mutua que había crecido entre ellos, una aceptación de lo que eran y lo que nunca podrían ser.
Clio, con su piel pálida y sus ojos que habían visto demasiado, se movía por la mansión con una gracia tranquila, atendiendo sus deberes y, en ocasiones, proporcionando a Adrian una compañía silenciosa. Aunque no había amor en el sentido tradicional, había una especie de respeto y dependencia mutua que los unía.
Adrian, por su parte, continuaba sus actividades nocturnas, cazando y alimentándose mientras la ciudad dormía, ajeno a los problemas de los mortales, pero siempre atento a los susurros y rumores que se filtraban a través de las paredes de su hogar.
Una noche, mientras las sombras bailaban en las paredes de su habitación, Clio se acercó a él, sus ojos reflejando la luz de la luna. "La gente habla, amo", comenzó, su voz un susurro suave en la oscuridad. "Hablan de derrotas en el mar, de ciudades que caen y de alianzas que se rompen. Atenas está sufriendo, y temo que lo peor esté por venir".
Adrian, su figura inmóvil y eterna, la miró. "La guerra es una constante, Clio. Los imperios caen y los nuevos se levantan de sus cenizas. Atenas no es diferente".
Clio asintió lentamente, aunque una sombra de preocupación cruzó su rostro. "Pero tú eres diferente, amo. Eres eterno. Y me pregunto, en los días oscuros que se avecinan, ¿cómo te moverás a través de ellos?"
Adrian no respondió de inmediato, su mirada perdida en algún punto distante. "Como siempre lo he hecho", dijo finalmente. "Sobreviviendo".
Los días y las noches se mezclaron, y la guerra continuó, sus ecos resonando a través de las paredes de Atenas y de la mansión que Adrian había hecho su hogar. Y mientras la ciudad luchaba y sangraba, Adrian y Clio existían en su burbuja de eternidad, conectados y separados del mundo a su alrededor, dos seres perdidos navegando a través de los siglos.