Capítulo 7: El Sueño del Mundo y el Nacimiento de Nuevas Creaciones
Año 10
El mundo seguía en silencio. El caos, que había precedido el despertar de Ápeiron, ahora parecía una memoria distante, aunque las cicatrices de esa lucha aún eran visibles en la vasta extensión de su cuerpo planetario. Ápeiron se encontraba en la quietud de su ser, un titán que respiraba profundamente, casi inconsciente de las pequeñas fluctuaciones que ocurrían a su alrededor. El resplandor primordial que había brotado de su núcleo seguía pulsando débilmente, iluminando de manera sutil las tierras y mares que había creado. El poder estaba latente, aguardando el momento propicio para manifestarse.
Durante los últimos cinco años, el mundo había sido testigo de una transformación profunda. Las criaturas que él mismo había generado, incluidas las majestuosas bestias y las poderosas entidades, habían caído en un sueño profundo, igual que él. Ápeiron había decidido que el descanso era esencial para que el equilibrio del mundo fuera restaurado antes de que su poder pudiera manifestarse plenamente.
Aunque él ya no era el dios invencible que había sido, el vasto cuerpo de Ápeiron aún contenía una fuerza considerable, lo que le permitía ser consciente de ciertos cambios, pero no más que eso. Como un dios distante, su presencia ya no dominaba la acción en el mundo, ni siquiera a través de su energía primordial. Observaba, pero no intervenía.
El sueño que había puesto en marcha no solo afectó a las criaturas que había creado, sino que también había estabilizado las fuerzas del mundo, creando un estado de calma necesaria para el siguiente paso. Las fuerzas primordiales aún permanecían inactivas en los recovecos de su ser, esperando.
Con el planeta estable y las criaturas en letargo, Ápeiron comenzó a reflexionar sobre la siguiente fase de su creación. Sabía que, sin la intervención de las bestias y las entidades, el equilibrio estaba cerca de alcanzarse. El mundo de Ápeiron aún no había alcanzado su potencial completo, y en el silencio que se mantenía, él tenía una visión.
—Es el momento de sembrar la vida —pensó, mientras su energía primordial emanaba en forma de ondas invisibles.
En el centro de su vasto ser, una energía pura y brillante comenzó a concentrarse, formando lentamente una pequeña semilla en su núcleo. La semilla, tan pequeña como una mota de polvo en comparación con su tamaño, comenzó a expandirse con cada pulso de energía. Como un acto reflejo, la semilla fue enviada al suelo de su mundo.
La semilla, nacida de la energía pura de Ápeiron, se hundió rápidamente en el suelo fértil de su mundo, extendiéndose a través de las capas de la tierra y tocando todos los rincones del planeta. Sin una palabra, sin una mirada directa a lo que ocurría, la semilla creció, tomando forma y vida propia. Un enorme árbol comenzó a emerger en el centro del mundo de Ápeiron, una columna de vida y energía que se alzaba hacia el cielo, sus raíces profundas y sus ramas interminables.
El Árbol de la Vida, como lo llamaría más tarde, había nacido.
Este árbol no era un ser cualquiera. Su existencia era más que simbólica: representaba el ciclo continuo de la vida, el crecimiento, la regeneración. En su interior se almacenaba la esencia misma de la creación de Ápeiron, como un corazón palpitante que mantenía en movimiento las energías vitales del planeta.
Sin embargo, Ápeiron, aún en su distanciamiento, permitió que el árbol siguiera su curso sin intervención directa. Las raíces del árbol se extendieron por todo el planeta, conectando todo lo que había creado. De estas raíces surgieron seres que, al principio, no eran conscientes de sí mismos, pero que crecían rápidamente en presencia y poder.
De las primeras raíces emergieron formas humanoides, elegantes y serenas, seres creados directamente por la esencia del Árbol. Estos nuevos habitantes del mundo eran los elfos, cuya apariencia reflejaba la armonía con la naturaleza. A pesar de no tener voluntad propia, la energía de los elfos comenzó a reflejar la pureza del Árbol. Ápeiron no los observaba de cerca, pero su energía fue la que dio vida a estas nuevas criaturas. Su existencia estaba ligada al árbol, y sin él, no podrían sobrevivir.
De las profundidades de la creación, seres extraños comenzaron a manifestarse sin un patrón evidente. No eran ni elfos ni criaturas definidas. En los recovecos más oscuros del mundo, donde el Árbol no alcanzaba con su influencia, emergieron formas extrañas, seres cuyo propósito y origen aún quedaban en el misterio.
De estas manifestaciones nació un ser particularmente curioso, de apariencia etérea, envuelto en sombras y luz. No tenía forma fija y su presencia parecía oscilar entre la luz y la oscuridad. Este ser comenzó a atraer la atención de las criaturas nacidas del Árbol de la Vida. Aunque su propósito no estaba claro, los seres nacidos de la energía del Árbol sentían una atracción inexplicable por él, como si alguna parte de su esencia estuviera conectada al ser sombrío.
Ápeiron, con su conciencia distante, se dio cuenta de que algo más estaba ocurriendo. Sin intervenir directamente, reconoció que el Árbol, por su propia naturaleza, había comenzado a crear no solo vida, sino también potenciales fuentes de poder. El ser sombrío que había nacido en las sombras del mundo no era el único: otros seres extraños emergían en el mundo, cada uno diferente, pero todos compartían una característica común: su capacidad de influir en las criaturas y otorgarles poder a cambio de una devoción. Estos seres, que no eran ni completamente buenos ni completamente malos, buscaban seguidores, pero también otorgaban habilidades extraordinarias a aquellos que aceptaban su influencia.
En la calma que reinaba, Ápeiron permitió que estos seres tomaran forma, pues no interferirían en el curso natural de su mundo. El destino de los elfos, y de todas las criaturas, estaba ya sellado, pero su evolución y el crecimiento del planeta dependían ahora de un orden que ya no podría ser alterado fácilmente.
Durante estos años de quietud, nuevas formas de vida continuaban emergiendo, algunas siguiendo el curso del Árbol, otras buscando poder a través de alianzas con seres extraños. Los elfos, sin entender completamente las fuerzas que se movían a su alrededor, comenzaron a organizarse de manera instintiva, protegiendo el Árbol y buscando lugares donde el ciclo de vida pudiera ser perpetuado. No obstante, el poder del Árbol estaba más allá de su comprensión, y la influencia de los seres extraños comenzaba a alterar sutilmente el tejido de su existencia.
Mientras todo esto ocurría, Ápeiron, ajeno a todo, seguía observando en silencio. Sus energías no fluctuaban, no se alzaban en un grito de acción. Él estaba distante, sin alterar el curso de lo que ocurría. La calma seguía siendo su reinado, y el futuro de su mundo, aunque incierto, comenzaba a perfilarse.
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