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26.66% La Niña Que Bebió Luz de Luna / Chapter 4: En el que una bruja enmagiza por casualidad a un bebé

章節 4: En el que una bruja enmagiza por casualidad a un bebé

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En el que una bruja enmagiza por

casualidad a un bebé

En medio del bosque había un pequeño pantano burbujeante, sulfuroso y

nocivo, alimentado y caldeado por un volcán subterráneo de sueño inquieto y

cubierto con una resbaladiza capa de cieno cuyo color iba desde el verde

veneno hasta el azul relámpago, pasando por el rojo sangre, dependiendo de

la época del año. Aquel día —muy próximo al Día del Sacrificio en el

Protectorado, o el Día del Niño de la Estrella en cualquier otro sitio—, el

verde empezaba a tornarse azul. En la orilla del pantano, de pie al lado de los

juncos en flor que crecían en el fango, había una anciana apoyada en un

nudoso bastón. Era bajita y achaparrada, un poco barriguda. Llevaba el pelo

gris recogido en un moño trenzado, con hojas y flores entretejidas a modo de

adorno. Su rostro, a pesar de cierto aire de enojo, mantenía la luminosidad en

la mirada, y su boca generosa insinuaba una sonrisa. Desde un determinado

ángulo, su imagen recordaba la de un sapo grande y de carácter agradable.

Se llamaba Xan. Y era la bruja.

—¡¿Crees que puedes esconderte de mí, monstruo ridículo?! —le gritó al

pantano—. Sé perfectamente dónde estás. Sal de nuevo a la superficie ahora

mismo y pide perdón. —Tensó las facciones hasta casi fruncir el entrecejo—.

O te obligaré a hacerlo.

Pese a que no tenía poder sobre el monstruo en sí —era demasiado viejo

—, sí era capaz de hacer que el pantano tosiera y lo expulsara como si fuera

un simple escupitajo adherido al fondo de la garganta. Podía hacerlo con solo

un leve movimiento de la mano izquierda o un giro de la rodilla derecha.

Intentó fruncir otra vez el entrecejo.

—¡HABLO EN SERIO! —vociferó.

Las aguas burbujearon y se agitaron, y la cabeza gigantesca del monstruo

del pantano asomó por encima del verde azulado. Guiñó uno de sus ojos

enormes antes de levantar la vista hacia el cielo.

—No me vengas con esa cara, jovencito —dijo la anciana enojada.

—Bruja —murmuró el monstruo, con la boca sumergida aún en las aguas

turbias del pantano—. Soy muchos más siglos mayor que tú —añadió, y su

boca formó una burbuja en la superficie cubierta de algas.

«Milenios, en realidad —dijo para sí—. Pero ¿a quién le importan esos

detalles?»

—Este tono que empleas no me gusta nada. —Xan arrugó los labios hasta

transformarlos en una escarapela que remataba la parte central de su rostro.

El monstruo tosió para aclararse la garganta.

—Como dijo el Poeta, mi querida señora, «Me importa un comino».

—¡GLERK! —gritó la bruja horrorizada—. ¡Esa lengua!

—Mil perdones —dijo Glerk plácidamente, aun sin sentirlo.

Colocó sus dos pares de brazos en el lodo de la orilla, presionando el

bruñido fango con las manos de siete dedos. Con un gruñido, emergió hasta

quedar tendido en la hierba. «Antes era más fácil», pensó. Aunque, por

mucho que se esforzara, no alcanzaba a recordar cuándo.

—Fyrian está allí, junto a las fumarolas, llorando a moco tendido, el

pobrecillo —señaló Xan furiosa. Glerk suspiró. La bruja clavó el bastón en el

suelo y la lluvia de chispas que salió del extremo los sorprendió a ambos.

Miró furibunda al monstruo del pantano—. Eres malo. —Negó con la cabeza

—. Es solo un bebé.

—Mi querida Xan —dijo Glerk, percibiendo un rugido en el pecho que

esperaba que sonase imponente y dramático, no como alguien que estaba a

punto de pillar un resfriado—. También él es más viejo que tú. Y ya va

siendo hora...

—Sabes perfectamente a qué me refiero. Y, de todos modos, se lo

prometí a su madre.

—Ese dragoncillo lleva quinientos años, década arriba década abajo,

haciéndose ilusiones a partir de ideas alimentadas y perpetuadas por ti,

querida mía. ¿Crees que lo ayudas? No es un Dragón Simplemente Enorme.

Y, hasta la fecha, no existe ningún indicio de que vaya a llegar a serlo algún

día. Ser un Dragón Perfectamente Minúsculo no es ninguna vergüenza. El

tamaño no lo es todo, ¿sabes? Pertenece a una especie antigua y honorable

que cuenta con algunos de los pensadores más brillantes de las Siete Edades.

Tiene mucho de lo que sentirse orgulloso.

—Su madre me lo dejó muy claro... —empezó a decir Xan, pero el

monstruo la interrumpió.

—En cualquier caso, hace ya mucho tiempo que conoce su herencia y su

lugar en el mundo. Mantuvo esta fantasía mucho más tiempo del que debería.

Y ahora... —Glerk presionó el suelo con sus cuatro brazos y acomodó su

impresionante trasero bajo la curvatura del lomo, dejando que la pesada cola

se enroscase a su alrededor como el reluciente caparazón de un caracol. Dejó

caer los pliegues de la barriga sobre las patas cruzadas—. No sé, querida.

Algo ha cambiado —dijo. Un velo de gravedad cubría su cara mojada, pero

Xan negó con la cabeza.

—Ya estamos otra vez —dijo la bruja en tono burlón.

—Como dice el Poeta: «Ah, la Tierra siempre cambia...».

—Deja ya al Poeta. Ve a pedir perdón. Ahora mismo. Él te admira

mucho. —Xan miro el cielo—. Tengo que irme volando, querido. Ya llego

tarde. Por favor, cuento contigo.

Glerk se movió con pesadez hacia la bruja, que acercó la mano a la

enorme mejilla del monstruo. A pesar de que podía caminar erguido, prefería

desplazarse sirviéndose de sus seis extremidades, o siete, cuando utilizaba la

cola como una pata más, o cinco, cuando se valía de una de sus manos para

arrancar una flor especialmente aromática y llevársela a la nariz, o para coger

piedras, o para tocar alguna melodía con una flauta tallada a mano. Acercó la

gigantesca frente a la minúscula cabeza de Xan.

—Ve con cuidado, por favor —dijo con voz engolada—. Últimamente

vivo asediado por sueños problemáticos. Me preocupo por ti cuando no estás.

—Xan enarcó las cejas, y Glerk apartó la cara con un gruñido—. De acuerdo

—sentenció—, alimentaré la fantasía de nuestro amigo Fyrian. «El camino

hacia la verdad está en el corazón soñador», dice el Poeta.

—¡Ese es el espíritu! —lo animó Xan.

Chasqueó la lengua y le dio un beso al monstruo. Luego se irguió,

apoyándose en la base del bastón, para echar a correr por la hierba.

A pesar de las extrañas creencias de la gente del Protectorado, el bosque

no estaba maldito, ni siquiera era mágico. Pero era peligroso. El volcán que

había debajo —de escasa altura e increíblemente ancho— era complicado.

Rugía aun dormido, calentaba géiseres hasta que estallaban y resultaba

perturbador en las fisuras, que llegaban a ser tan profundas que nadie conocía

su fondo. Hacía hervir arroyos, cocinaba el lodo, y las cascadas desaparecían

a menudo en pozos para emerger de nuevo a kilómetros de distancia. Había

fumarolas que escupían olores repugnantes, otras que vomitaban cenizas y

otras que no expulsaban nada... hasta que se te quedaban los labios y las uñas

azules y el mundo empezaba a dar vueltas por culpa del aire tóxico.

Para una persona normal, el único pasaje seguro a través del bosque era la

Carretera, que estaba situada en una veta de roca que el tiempo había ido

erosionando. La Carretera ni se alteraba ni cambiaba; nunca rugía. Por

desgracia, era propiedad y estaba gestionada por una banda de matones y

pendencieros del Protectorado. Xan nunca utilizaba la Carretera. No

soportaba a los matones. Ni a los pendencieros. Y además, cobraban

demasiado. O eso le pareció la última vez que la utilizó. Hacía años que no se

acercaba a ella, casi dos siglos. Y se buscaba la vida mediante una

combinación de magia, conocimientos y sentido común.

Sus caminatas por el bosque no eran en absoluto fáciles. Pero eran

necesarias. Había una criatura esperándola, justo a las afueras del

Protectorado. Un bebé cuya vida dependía de su llegada, y era imprescindible

hacerlo a tiempo.

Desde que Xan alcanzaba a recordar, cada año por esas mismas fechas,

una madre del Protectorado abandonaba a su bebé en el bosque,

supuestamente para que muriera. Xan no sabía por qué. Ni juzgaba la

costumbre. Pero no por ello estaba dispuesta a permitir que la pobre criatura

muriera. Y por eso, cada año se desplazaba hasta aquel círculo de sicomoros,

cogía el niño abandonado en brazos y se lo llevaba al extremo opuesto del

bosque, al de las Ciudades Libres del otro lado de la Carretera. Eran lugares

felices. Allí amaban a los niños. Dobló entonces una curva del sendero y

vislumbró las murallas del Protectorado. El paso acelerado de Xan se

ralentizó. El Protectorado era un lugar deprimente con una atmósfera tóxica,

un agua tóxica y el dolor adherido a sus tejados como una nube. Empezó a

percibir aquella nube de tristeza como el peso de un yugo sobre la espalda.

—Solo tienes que coger al bebé e irte —se recordó Xan, como cada año.

Con el tiempo, Xan había empezado a hacer algunos preparativos: una

manta tejida con la lana de cordero más suave para envolver a la criatura y

mantenerla caliente, unos cuantos paños por si tenía el culito mojado, un par

de biberones de leche de cabra para llenar una barriguita vacía. Cuando se

acababa la leche de cabra (como siempre sucedía, puesto que el camino era

largo y el líquido pesaba), Xan hacía lo que habría hecho cualquier bruja

sensata: en cuanto oscurecía lo bastante como para que se viesen las estrellas,

alargaba la mano, cogía su luz entre los dedos, como si fueran los hilos

sedosos de una telaraña, y se la daba a la criatura. La luz de estrellas, como

toda bruja sabe muy bien, es un alimento maravilloso para los recién nacidos.

Recoger luz de estrellas exige maña y talento (y magia, para empezar), pero a

los bebés les encanta. Engordan, quedan saciados y resplandecen.

En muy poco tiempo, las Ciudades Libres empezaron a considerar la

llegada anual de la bruja como una celebración. Las criaturas que llevaba con

ella, con piel y ojos brillantes gracias a la luz de estrellas, eran consideradas

una bendición. Xan se tomaba su tiempo para seleccionar a la familia

adecuada para las criaturas y se aseguraba siempre de que su carácter, gustos

y sentido del humor encajaran bien con la pequeña vida que había cuidado

con esmero durante su largo viaje.

Y los Niños de la Estrella, como los llamaban, pasaban de ser niños

felices a bondadosos adolescentes, y de ahí, a adultos gentiles. Eran personas

sensatas, de espíritu generoso y de éxito. Cuando morían de viejas, morían

ricas.

Xan llegó a la arboleda y no encontró ningún bebé, aunque todavía era

temprano. Estaba cansada. Se acercó a uno de los árboles y se apoyó en él,

dejando que el aroma fértil de su corteza se filtrara en sus orificios nasales.

—Una cabezadita me irá bien —dijo en voz alta.

Y era cierto. El viaje había sido largo y agotador, y el que tenía por

delante era todavía más largo. Y más agotador. Mejor instalarse y descansar

un rato. Y así fue como, tal como solía hacer siempre que quería disfrutar de

un poco de paz y tranquilidad lejos de casa, la bruja Xan se transformó en

árbol, un ejemplar arrugado con hojas, liquen y corteza marcada, de forma y

textura similar a los antiguos sicomoros que montaban guardia en el pequeño

claro. Y como árbol se quedó dormida.

No oyó la llegada de la procesión.

No oyó las protestas de Antain, ni el turbador silencio del Consejo, ni el

sermón gruñón del Gran Anciano Gherland.

Ni siquiera oyó al bebé cuando empezó a hacer gorgoritos. Ni cuando

sollozó. Ni cuando lloró.

Pero en el momento en el que el bebé abrió la garganta al máximo para

lanzar un grito, Xan se despertó sorprendida.

—¡Por mis preciosas estrellas! —dijo con su voz arrugada, de corteza,

hojosa, puesto que seguía transformada—. ¡Si ni siquiera he visto que te

dejaran!

El bebé no se quedó en absoluto impresionado. Siguió pataleando,

agitándose, gritando y llorando. Estaba colorado y rabioso, y tenía las

manitas cerradas en puños. La marca de nacimiento que llevaba en la frente

empezaba a oscurecerse peligrosamente.

—Dame solo un segundo, cariño. Tía Xan va lo más rápido que puede.

Y era cierto. Las transformaciones son complicadas, incluso para alguien

tan habilidoso como Xan. Las ramas empezaron a recogerse en su espalda,

una a una, mientras los pliegues de corteza eran devorados, trocito a trocito,

por sus arrugas.

Xan se apoyó en el bastón y rotó los hombros unas cuantas veces para

relajar la tortícolis, primero uno y luego el otro. Bajó la vista hacia el bebé,

que se había tranquilizado un poco y se había quedado mirando a la bruja

igual que al Gran Anciano, con una mirada serena, inquisitiva, inquietante.

Era el tipo de mirada que llegaba hasta la última fibra del alma y la activaba,

como quien toca las cuerdas de un arpa. Una mirada que casi le corta la

respiración a la bruja.

—Un biberón —dijo Xan, intentando ignorar el tañido armónico de sus

huesos—. Lo que necesitas es un biberón.

Y buscó entre sus muchos bolsillos hasta encontrar la leche de cabra, lista

y a la espera de un estómago hambriento. Con un giro de tobillo, Xan hizo

crecer una seta para que adquiriese el tamaño de un cómodo taburete donde

poder sentarse. Dejó entonces que el cálido peso del bebé se acomodase a su

cintura y esperó. La luna creciente de la frente de la criatura cambió de color

hasta adquirir una agradable tonalidad rosada, y sus rizos oscuros enmarcaron

unos ojos más negros si cabía. Su carita brillaba como una piedra preciosa. Se

quedó tranquila y satisfecha con la leche, pero no dejó en ningún momento de

clavar la mirada en Xan, como las raíces de los árboles cuando se enganchan

al suelo. La bruja refunfuñó.

—A ver —dijo—. No es necesario que me mires así. No puedo

devolverte a tu casa. Eso ha quedado atrás, y será mejor que te olvides para

siempre de ello. Calla —insistió, pues el bebé empezaba a lloriquear—. No

llores. Voy a llevarte a un lugar que te encantará. Primero tengo que decidir

en qué ciudad te dejo. Todas son preciosas. Y tu nueva familia también te

gustará. Ya me encargaré yo de que sea así.

Xan sintió una punzada de dolor en su viejo corazón al decir todo aquello.

Y de repente, se sintió increíblemente triste. La criatura apartó la boca del

biberón y miró a Xan con una expresión de curiosidad. La bruja se encogió

de hombros.

—A mí no me preguntes —dijo—. No tengo ni idea de por qué te han

abandonado en medio del bosque. No sé por qué la gente hace la mitad de las

cosas que hace, y me asombra la otra mitad. Pero ten claro que no voy a

dejarte aquí en el suelo para que un vulgar armiño se dé un festín contigo.

Tienes una vida mucho mejor por delante, preciosidad.

La palabra «preciosidad» se quedó atrancada en la garganta de Xan. Era

incomprensible. Tosió para aclararse las flemas estancadas en sus ancianos

pulmones y sonrió a la criatura. Se inclinó hacia la carita del bebé y acercó

los labios a su frente. Siempre les daba un beso. Se aseguraba de hacerlo. La

piel de la criatura olía a masa de pan y a leche agria. Xan cerró los ojos, solo

por un instante, y negó con la cabeza.

—Y ahora, vámonos —dijo—. Tenemos que ver el mundo, ¿no te

parece?

Instaló al bebé en un hatillo y se puso en marcha, silbando para marcar el

ritmo de su paso.

Habría ido directamente a las Ciudades Libres. Era su intención.

Pero había una cascada que estaba segura de que le encantaría a la

criatura. Y aquel saliente rocoso con una vista magnífica. Y se descubrió

deseosa de contarle cuentos al bebé. Y de cantarle canciones. Y mientras

cantaba y contaba, el paso de Xan fue volviéndose más y más lento. Xan lo

achacó a la edad, al dolor de espalda y a que el bebé no paraba quieto, pero

nada de eso era cierto.

Xan se detenía cada vez con más frecuencia solo para aprovechar otra

oportunidad de poder desatar al bebé y contemplar aquellos ojos negros tan

profundos.

A cada día que pasaba, el camino de Xan iba desviándose más. Caminaba

en círculos, retrocedía, trazaba curvas. La travesía por el bosque, que solía ser

casi tan recta como la Carretera, se había transformado en un laberinto

serpenteante. Por las noches, agotada la leche de cabra, Xan capturaba entre

sus dedos las telarañas de luz de estrellas y la pequeña comía agradecida. Y

cada bocado intensificaba la oscuridad de su mirada. Universos enteros

ardían en aquellos ojos, galaxias y más galaxias.

A la décima noche, ni siquiera había alcanzado la cuarta parte de un viaje

que normalmente le llevaba tres días y medio. La luna creciente aparecía más

temprano cada vez, aunque Xan no le prestaba mucha atención. Seguía

capturando luz de estrellas y no le hacía caso a la luna.

La luz de estrellas es mágica, por supuesto. Lo sabe todo el mundo. Pero

al viajar una distancia tan grande, posee una magia frágil y difusa que se

extiende por los hilos más delicados. Contiene magia suficiente para

satisfacer a un bebé y llenarle el estómago, y en cantidades lo bastante

grandes, es capaz de despertar lo mejor del corazón, del alma y de la mente

de ese bebé. Es suficiente para sacar lo mejor de una criatura, pero no para

enmagizarla.

Pero la luz de luna... Esa es otra historia.

La luz de luna sí que es mágica. Pregúntaselo a quien quieras.

Xan no podía apartar los ojos de los del bebé. Soles, estrellas y meteoros.

El polvo de nebulosas. Big Bangs, agujeros negros y espacio infinito. La luna

se alzó en el cielo, grande, gorda y resplandeciente.

Xan extendió el brazo. Sin mirar. Sin hacer caso a la luna.

(¿Acaso no se dio cuenta del peso excepcional que tenía la luz entre sus

dedos? ¿No se dio cuenta de lo pegajosa que era? ¿De lo dulce que era?)

La entretejió con los dedos por encima de su cabeza y bajó la mano

cuando ya no pudo seguir sosteniéndola en alto.

(¿No se percató del peso de la magia que se deslizaba desde su muñeca?

Se dijo que no. Se lo repitió a sí misma una y otra vez hasta que le pareció

cierto.)

Y el bebé comió. Y comió. Y comió. Y de pronto se estremeció y se

agarró a los brazos de Xan. Y gritó, una sola vez. Muy fuerte. Y entonces

exhaló un suspiro de satisfacción y se quedó dormida al instante,

acomodándose en el mullido vientre de la bruja.

Xan levantó la vista hacia el cielo y notó la luz de la luna en la cara.

—Ay, pobre de mí —musitó.

La luna estaba llena sin que ella se hubiera dado cuenta. Y era

tremendamente mágica. Con un sorbo habría bastado, y el bebé... había

bebido más de un sorbo.

La muy tragona.

En cualquier caso, los hechos estaban tan claros como la luna que brillaba

por encima de las copas de los árboles. La niña estaba enmagizada. No cabía

la menor duda. Y, como consecuencia, las cosas se habían puesto más

complicadas que nunca.

Xan se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y acomodó a la niña

dormida en el hueco de la rodilla. No se despertaría. En muchas horas. La

bruja acarició los rizos negros de la pequeña. La magia se percibía ya bajo la

piel, sus filamentos empezaban a insinuarse entre las células, a través de los

tejidos, rellenando los huesos. Con el tiempo, estaría inquieta... No para

siempre, claro está, pero Xan recordaba bien que los magos que la criaron

tanto tiempo atrás comentaban que sacar adelante a una criatura mágica no

era tarea fácil. Sus maestros también se lo habían dicho. Y su tutor, Zósimos,

lo mencionaba sin cesar: «Infundir magia a un bebé es similar a darle una

espada a un niño que empieza a andar: mucho poder y poco sentido común.

¿No ves como me estoy haciendo viejo por tu culpa, niña?», decía una y otra

vez.

Y era cierto. Los niños mágicos eran peligrosos. No podía dejar al bebé

en manos de gente normal y corriente.

—Bueno, amor mío —dijo—. ¿Piensas darme muchos dolores de cabeza?

La niña respiró hondo por la nariz y su boquita de piñón esbozó una

sonrisilla. A Xan le dio un vuelco el corazón y acunó a la pequeña.

—Luna —dijo—. Te llamarás Luna. Y yo seré tu abuela. Formaremos

una familia.

Y mientras hablaba, Xan supo que sería así. Las palabras se quedaron

flotando en el aire entre ellas, más potentes que cualquier magia.

Se incorporó, instaló de nuevo al bebé en el hatillo e inició el largo viaje

de vuelta a casa, preguntándose cómo diablos se lo explicaría a Glerk.


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