Pisadas sobre la tierra…
Reflejos en el agua…
Canto de los grillos…
Brillo de las estrellas…
Bosque
Silencio
Gritos
Gritos
Gritos
Silencio
Un ciervo pequeño trotaba a través del bosque, siguiendo su instinto primitivo de supervivencia. Sin embargo, dentro de este el instinto de un lobo cazador rugía de entre sus entrañas y dominaba la mente y el cuerpo del ciervo. El pelaje del ciervo relucía ante la luz de la luna, sus matices café y marrones ante la luz del sol se convertían en tonos platinados y metálicos con el brillo nocturno y el reflejo de las estrellas. Tenía las orejas levantadas, como si hubiera escuchado algo...los gritos.
Desde el primer momento en el que la conciencia del ciervo (y el lobo) fue introducida dentro un ser vivo, los gritos siempre estuvieron presentes. El ciervo fue creado para rastrearlos, detectarlos, seguirlos… y los siguió desde el minuto cero en el que apareció dentro un pantano en lo que podría haber sido en plena selva amazónica, o fácilmente la cuenca del Congo. El ciervo recuerda casi perfectamente su primer cuerpo, escamoso, largo y blanco...muy blanco. Era una serpiente, probablemente una pitón o anaconda, nunca pudo encontrarse en los libros de zoología que leyó en su larga travesía.
En ese entonces los gritos eran lejanos y repetitivos, no sabía qué tan lejos o cerca se encontraban, pero su primitiva conciencia sabía que se estaba produciendo un eco.
El eco que hizo temblar al mundo, hizo que vibrara, se estremeciera. Es ciertamente seguro que las personas de cada rincón del planeta no lo lograran sentir ni percibir. Muy dentro suyo sentía que algunas personas oían lo mismo, sin embargo, estas eran muy extrañas desde su punto de vista.
En su paso por las montañas, cuando su piel ya era la piel de más de 16 especies distintas, llegó a preguntarse sobre su propia identidad. De las otras criaturas de la selva pudo apreciar la idea del género, sin embargo, no pudo concebir una noción propia de su género. ¿Macho? ¿Hembra? no importaba, a diferencia de otros animales su misión en esta Tierra no era reproducirse, sino la de perseguir las voces, los gritos.
Su primer contacto con los humanos fue cerca de la costa, cuando tenía la forma y cuerpo de un oso. Uno negro con los ojos rojos e irritados por las altas temperaturas, su paso era lento y agotado. Era un oso anciano y cansado, manso y dócil a primera impresión. El grito le había guiado hasta esa playa y necesitaba deshacerse del oso lo más pronto posible.
Pocos metros hacia donde el sol se esconde vio a una niña cerca de una hoguera, su piel era oscura como el pelaje del oso y brillaba tanto como las estrellas que guiaban a los marineros hasta el gran tesoro de perlas escondido.
Los sentimientos, así como el género no venía programado dentro la humanidad de esta criatura. Se acercó hacia la pequeña, sus pasos eran firmes y silenciosos. La arena se le quedaba pegada en el pelaje. La niña que no debía haber pasado de los tres años, se levantó tambaleante y miró al oso.
-Osir! Osir! - balbuceó la niña - Bianco sssssss - pronunció.
El oso se detuvo en seco. Como si hubiera sido un golpe a su cabeza vino la vivida imagen de su primer cuerpo, la serpiente blanca siseando por la frondosidad de la selva. Hubiera sido mejor si ese recuerdo hubiera flotado en su cabeza por sí mismo, sin embargo fue la niña la que empujó ese recuerdo hacia la luz.
-Aaaaaaaaa grita la muyer rojia, no puedo domir - dijo la niña en tono simpatizante con el oso, ahí es cuando el animal se dio cuenta… la niña escuchaba los gritos, y estos no la dejaban dormir.
-Teño sueño - dijo la pequeña con lágrimas en sus ojos, buscando cierta simpatía en el oso, ella sabía que ambos estaban unidos por el grito, ellos sentían como la tierra vibraba.
El oso se quedó congelado, cada fibra, cada músculo de su cuerpo parecía haber perdido movilidad, pero no era necesario, la niña se acercó a él.
Cada paso desbalanceado de la niña en dirección al oso se sentía como un choque eléctrico en la cabeza del oso. Nunca había percibido tanto poder de una humana. Era doloroso, pudo sentir como la sangre escurría a través su hocico, no podía estar seguro si la sangre provenía de sus fosas nasales o garganta pero ardía como fuego vivo.
A centímetros del rostro del oso la niña se detuvo, así como las ondas eléctricas en su cerebro, y la sangre en su hocico. La niña levantó la mirada, sus ojos reflejaron el amarillo de los rayos del sol.
El oso con todo su peso se abalanzó sobre la niña, tenía que actuar rápido e introdujo sus dientes en el delgado y delicado cuello de la niña. Su mordida la decapitó y la sangre manchaba la arena. Con sus garras, rasgó su rostro deformándolo completamente, introdujo sus garras en sus ojos, para que estos dejaran de brillar y reventaron como si fueran burbujas pero dentro del cerebro del oso sonó como el estruendo de un rayo eléctrico. Pasó a mordisquear su abultado vientre y sus extremidades. Tragar los pequeños huesos fue tan fácil como almorzar un pescado. Cuando lo único que sobraba de aquella personita fue la cabeza, el oso mordisqueó y machucó y mordió con tanta voracidad hasta no sobrar muestra alguna, excepto tal vez por la sangre que teñía la arena y por los pequeños cabellos que flotaban encima de esta.
Satisfecho con su trabajo, el oso se encaminó en dirección contraria a la que encontró a la niña, hacia el horizonte donde el sol decide salir de su escondite.
Su pelaje comenzó a caerse en grandes mechones, su piel ardía como si estuviera siendo cocinada. Sus huesos se fracturaban, doblaban y modificaban. De esta metamorfosis emergió un fuego blanco que terminó por calcinar todo tejido del oso. El fuego sonaba a gritos y lamentos de animales de todo tipo… todos los cuerpos pasados, excepto el de la niña.
El fuego se consumió y de él salió la pequeña, de piel como las perlas oscuras. Sus pasos seguían tambaleantes pero eran más rápidos en comparación a minutos atrás. Detrás de ella había un rastro de pelaje que llevaba a un charco de sangre que pronto las olas se llevarán para limpiar la escena del crimen, como dicen algunos, sin sangre, sin huesos, sin cuerpo no hay crimen.
(Osir osir osir osir) repetía la niña dentro su cabeza, estableciéndose de esa forma su nombre: Osir, una muy mala pronunciación de Oso, el último animal que una niña en un cuerpo anterior y en una vida pasada llamada Zriya vio antes de ser devorada.
La travesía de Osir, ahora como un ciervo fue larga y frustrante. El eco no le permitía determinar de qué dirección provenían los gritos. Fueron dos años de ir de norte a sur, de sur a norte, de este a oeste y de oeste a este buscando la fuente del grito sin éxito alguno.
Caminó en el bosque con paso lento, cuando escuchó el estruendo de gritos, más fuerte que nunca, estaba cerca ... muy cerca.
Su éxtasis hizo que se echara a correr sin importar qué o quiénes lo vieran. Era un suburbio, las personas con sus vidas mundanas estaban cerca, tan cerca que podía ver las luces de las pocas ventanas y casas en las que muy probablemente ancianos con insomnia aún estaban despiertos.
Galopó hasta encontrarse cerca de un gran árbol, con un cadáver a sus pies. El ciervo transmutó y ahora era una mujer adulta con los ojos de distinto color y con una piel similar al cielo nocturno, estaba desnuda y se acercó lentamente hasta el cadáver. El cuerpo inerte era de una hembra, como lo era Osir en ese momento. Levantó la mirada y notó los reflejos de la carrocería de un auto que olía a historia. Todo estaba oscuro, pero Osir sabía que la fuente del grito se encontraba ahí dentro.
Su respiración empezó a agitarse, saliva le chorreaba por el mentón y su piel estaba vibrando. Se quedó congelada, como lo hizo un oso al ver a una niña. Dentro del auto había algo que le impedía moverse, una fuente de poder tan grande que la pequeña Zriya nunca podría haber enfrentado.
Se quedó ahí observando… en silencio… hasta que un hilo de sangre empezó a caer de su nariz.