Beau se sentía orgulloso de sus tres semanas y media como vampiro, nunca había pensado que la vida como inmortal fuera tan agradable. Todo el tiempo tenía cosas que hacer y claramente nunca se aburría. Todo fue mejor cuando Edward dijo que tal vez podrían tomarse unas vacaciones ellos dos sin la interrupción de nadie.
Su miedo estaba en sí podría controlarse y en el color de sus ojos.
Alice alzó la mano. Tenía una pequeña caja blanca en la palma.
—Esto te irritará los ojos… No te hará daño pero te nublará la visión. Es un fastidio, pero aunque no se parecerá a tu antiguo color de ojos, al menos será mejor que el rojo brillante, ¿no?
Lanzó la caja de lentes de contacto al aire y Beau la tomó.
—¿Cuándo…?
—Cuando me enteré de que tendrían una especie de luna de miel. Estaba preparada para varias posibles versiones de futuro.
Beau asintió y abrió el estuche. Nunca había llevado lentes de contacto antes, pero no podía ser tan difícil. Tomó las pequeñas lentes azules y se las puso, con la parte cóncava hacia el interior de los ojos.
Pestañeó y una película interceptó su vista. Podía ver a través de ellas, sin duda, pero también se percibía la textura de la delgada pantalla. Su ojo se concentró en las ralladuras microscópicas y las secciones combadas.
—Ya sé lo que quieres decir —murmuró Beau mientras se ponía la otra. Intentó no pestañear esta vez, pero sus ojos trataron de deshacerse del estorbo automáticamente—. ¿Qué aspecto tengo?
Edward sonrió.
—Algo estrafalario. Aunque claro…
—Sí, sí, Beau siempre tiene ese aspecto extravagante —terminó Alice su pensamiento con impaciencia—. Es mejor que el rojo y eso es todo lo que puedo decir en su favor. Es de un color azul malva, y tu azul era mucho más bonito. De todos modos, ten presente que no duran para siempre, porque la ponzoña de tus ojos las disolverá en unas cuantas horas. Así que en cuanto sientas que eso ocurre, tendrás que ir al sanitario a cambiártelas. Lo cual de todos modos suena a algo normal, porque los humanos necesitan ir al baño de vez en cuando —sacudió la cabeza—. Earnest, dale unas cuantas recomendaciones sobre cómo actúan los humanos mientras yo lleno su maleta de lentillas.
Earnest asintió una sola vez y le palmeó la espalda al chico.
—Lo más importante es no quedarse demasiado quieto o moverse demasiado deprisa —le dijo.
—Siéntate cuando ellos lo hagan —intervino Eleanor—. A los humanos no les gusta estar de pie.
—Deja que tus ojos vaguen de un lado para otro cada treinta segundos más o menos —añadió Jasper—. Los humanos no se quedan mirando fijamente las cosas durante mucho rato.
—Cruza las piernas durante cinco minutos y luego cambia a los tobillos durante otros cinco —comentó Eleanor.
Beau asintió a cada una de las sugerencias que le hicieron. Ya había notado cómo ellos hacían estas cosas. Pensó que sería capaz de imitar sus movimientos.
—Y pestañea por lo menos tres veces por minuto —aconsejó Royal. Frunció el ceño, y después salió disparado a donde estaba la televisión por satélite en el extremo de la mesa. La encendió, conectó el canal de un partido de fútbol universitario y asintió para sí mismo.
—Mueve las manos también. Apártate el pelo de la cara o haz como si te estuvieras rascando algo —aportó Jasper a su vez.
—Dije Earnest —se quejó Alice cuando regresó—. Lo van a agobiar entre todos.
—No, creo que me he quedado con todo —asintió—: Sentarme, mirar alrededor, pestañear, removerme de vez en cuando.
—Muy bien —aprobó Earnest, y le apretó los hombros.
Jasper puso mala cara.
—Debes contener el aliento tanto como sea posible, pero mover un poco los hombros para que parezca que estás respirando.
Beau inhaló una vez más, y después asintió de nuevo.
Edward lo abrazó por el costado que tenía libre.
—Puedes hacerlo —le repitió, murmurándole las palabras de ánimo al oído.
—Escuchen, el riesgo… —comenzó Jasper.
—Es mínimo. —Afirmó Edward—. Escucha, Jasper, cuando estábamos en su primera caza, captó el olor de unos excursionistas que se encontraban en el lugar equivocado y la hora inoportuna…
Todos escucharon como Carine tragaba aire con una inspiración de asombro. El rostro de Earnest se llenó de pronto de un interés mezclado de compasión. A Jasper se le pusieron los ojos como platos, pero asintió ligeramente, como si las palabras de Edward hubieran respondido a alguna pregunta en su cabeza. Eleanor se encogió de hombros. Royal mostró menos interés que su compañera, pero torció la boca disgustada.
—¡Edward! —Le recriminó Carine—. ¿Cómo has podido ser tan irresponsable?
—Ya lo sé, Carine, ya lo sé. Simplemente me he comportado como un estúpido. Debería haberme tomado mi tiempo para comprobar que estábamos en una zona segura antes de dejarlo suelto.
—No soy un perro que sale a hacer sus necesidades —masculló Beau un poco molesto.
—¡Beau! ¡Es la hora! —dijo Alice.
Él sintió una ligera irritación hacia su nueva hermana por su interrupción.
Edward la ignoró y sus labios se endurecieron contra los suyos, con más urgencia que antes.
—¿Estás preparado? —le preguntó Edward.
—Lo estoy —repuso y supo que ahora sí era verdad.
***
—¿Houston? —preguntó Beau, alzando las cejas cuando llegaron a la entrada del aeropuerto de Seattle.
—Es sólo una parada en el camino —le aseguró Edward con una sonrisa de oreja a oreja.
Le llevó unos cuantos minutos captar lo que estaba sucediendo cuando se detuvieron en el mostrador de los vuelos internacionales para revisar los boletos de su próximo avión.
—¿Río de Janeiro? —preguntó con algo de miedo.
—Otra parada —comentó Edward.
El viaje a Sudamérica se le hizo largo a Beau, pero muy cómodo en los amplios asientos de primera clase, acunado entre los brazos de Edward.
Edward debió haber notado la impaciencia de Beau.
—Es más rápido que nadar —le dijo.
—No, me gusta esto —le dijo Beau—. Deberíamos hacer esto todo el tiempo.
—Está bien. No veo ningún problema con eso —contestó Edward.
Y luego Beau lo besó, y Edward no dudó en devolverle el beso.
—¿Quieres ver una película? —Preguntó Edward, señalando la pequeña pantalla en el respaldo del asiento frente a ellos—. Estaba pensando que tal vez algo romántico.
Beau lo pensó por un minuto, luego sacudió la cabeza.
—No, sinceramente odio las películas románticas.
—Oh, ¿en serio? ¿Desde cuándo?
—Desde siempre. Además ¿Por qué querría ver a otras personas besándose cuando podría besarte?
Con lo que supuso Beau que Edward no podía discutir, porque lo atrajo más cerca y su beso era aún más urgente ahora.
Una azafata caminó de puntillas por el pasillo pasando a todos los pasajeros dormidos.
—¿Puedo traerles dos almohadas? —preguntó como una pista obvia para calmar su conversación ruidosa.
—No, gracias —le dijo Beau mientras le sonreía. La expresión de la asistente estaba aturdida cuando ella se volvió por donde había venido.
—Confía en mí. Tendremos mucho tiempo para eso a donde vamos —dijo Edward con una sonrisa—. Pero por ahora tratemos de mantenerlo apropiado para los ojos de los mortales.
Beau asintió y dejó que Edward pusiera una película cualquiera, la verdad fue que ni le prestó mucha atención porque estaba observando a su novio. Después, solo tuvo que pararse en dos ocasiones para cambiarse los lentes y ni siquiera tuvo problemas de estar tan cerca de esos humanos.
No se quedaron en el aeropuerto para tomar otro nuevo vuelo como Beau esperaba. En vez de eso, tomaron un taxi para atravesar las atestadas calles de Río, un oscuro hervidero lleno de vida. Beau fue incapaz de comprender ni una palabra de las que Edward le dirigió en portugués al conductor y adivinó que se dirigían hacia un hotel antes de la siguiente etapa de su viaje. Cuando comprendió esto, sintió una aguda punzada justo en la garganta, algo que se acercaba mucho a los nervios o miedo de seguir comiendo cuando ya todos pararon. El taxi continuó atravesando las multitudes como enjambres, hasta que se fueron disipando de algún modo y pareció que se acercaban al borde exterior occidental de la ciudad, en dirección al océano. Se detuvieron en los muelles.
Edward encabezó la marcha hacia la larga línea de blancos yates amarrados sobre el agua, negra como la noche. Se detuvo ante la embarcación más pequeña de todas, y también la más esbelta, obviamente la habían construido pensando en la velocidad y no en el espacio. Aun así, tenía un aspecto lujoso y gracioso. Él saltó dentro con ligereza pese a las pesadas maletas que acarreaba. Las dejó caer sobre la cubierta y se volvió para ayudarle a Beau a pasar por encima de la borda, más que todo para que el chico no las destruyese.
—¿Por qué no irnos nadando? —preguntó.
—Sería divertido, pero llevamos maletas.
—Ah, cierto.
Beau observó en silencio cómo aparejaba el navío para partir, sorprendido de lo habilidoso y acostumbrado que parecía a esta tarea, ya que nunca le había oído antes mencionar que sintiera interés alguno por la navegación; pero claro, era bueno en casi todo lo que emprendía, como siempre.
Cuando se dirigieron hacia oriente por el océano abierto, Beau revisó en su mente sus conocimientos básicos de geografía. Por lo que podía recordar, no es que hubiera mucho al este de Brasil… a menos que pensaras en ir a África.
Pero Edward aceleró mientras las luces de Río se atenuaban y luego desaparecían a sus espaldas. En el rostro tenía grabada su familiar sonrisa llena de júbilo, la misma que le producía cualquier forma de velocidad. El barco se sumergió en las olas y roció a Beau con las salpicaduras procedentes del mar.
Al final, no fue capaz de resistir la curiosidad reprimida con tanta eficacia hasta ese momento.
—¿Vamos mucho m��s lejos? —preguntó.
Beau se preguntaba si Edward estaba planeando que vivieran en aquel pequeño yate durante algún tiempo.
—Pues como una media hora más.
Clavó los ojos en sus manos, aferradas al asiento y sonrió.
«Oh, vaya», pensó. Total, eran vampiros al fin y al cabo. Daba lo mismo si se estaban dirigiendo a la Atlántida.
A Beau le llamó la atención las figuras humanoides bajo el agua. Cuerpos humanos con colas de pescado. Su boca formó una gran «O» e inmediatamente soltó una risa del asombro. Jamás imaginó que las sirenas existieran, se mantenían ocultas o posiblemente la visión humana no lograba verlas. El pequeño grupo de sirenas le sonrió a la pareja feliz que seguía su camino a través de las olas del mar.
—Oh, Dios mío —soltó Beau.
—Van a sus refugios —respondió Edward observándolas.
—¿Cómo lo sabes?
Edward tocó su sien y el muchacho entendió cómo lo había hecho.
—Sus pueblos dicen que el asesino de las hadas sale de noche.
—¿Quién rayos es ese asesino? ¿Y por qué hasta apenas tres semanas me vengo enterando?
Edward rió.
—Nada por lo que tengamos que preocuparnos.
El neófito se dio a la tarea de hallar a más criaturas tanto en el agua, tierra y aire. Su mundo era más maravilloso ahora que podía verlo todo como realmente era, apreciaba los nuevos colores en el mar, luces destellando en el interior de la misma y las especies pasando por alto aquellas luces porque seguramente siempre habían estado ahí y por lo tanto no era nuevo para ellos.
A lo lejos, en la ciudad que estaba a sus espaldas, entre los árboles estaban las miradas verdosas iluminadas de las criaturas que se escondían detrás de las hojas; los arbustos igualmente estaban llenos de miradas.
Beau no sintió miedo, estaba tan feliz por las cosas que sus ojos podían ver. Edward le sonrió despegando por unos instantes la mirada del frente.
Veinte minutos más tarde Edward dijo su nombre que se escuchó por encima del rugido del motor, Beau supuso que producto del reforzamiento de sus sentidos.
—Beau, mira hacia allá.
Y señaló justo delante de ellos.
En un primer momento, únicamente vio la negrura de la noche acicalada por la estela blanca de la luna rielando sobre las aguas; pero un examen más atento de la posición indicada le reveló una forma baja y oscura que se interponía en el reluciente trazo de la luna sobre el oleaje. Su visión vampírica era de mucha ayuda a la hora de enfocar y el contorno se perfiló con más claridad. La forma terminó transformándose en un triángulo chato e irregular, con uno de sus lados más alargado que el otro, antes de hundirse en las olas. Se acercaron más y pudo comprobar que el contorno era tenue, oscilante ante la brisa ligera.
Beau siguió escudriñando hasta que todas las piezas cobraron sentido: delante de su posición se erguía, por encima del mar, una islita donde se balanceaban las hojas de las palmeras y refulgía la media luna de una playa bajo la p��lida luz de la noche.
—¿Dónde estamos? —murmuró Beau, maravillado, mientras Edward cambiaba la dirección, dirigiéndose hacia el extremo norte de la isla.
Edward escuchó a pesar del ruido del motor, y mostró una amplia sonrisa que relumbró bajo la luna.
—Es la isla Earnest.
El barco se deslizó hasta colocarse con exactitud en la posición adecuada: pegado a un corto muelle de planchas de madera deslustradas que adquirían un tono blanquecino a la luz de la luna. Reinó un silencio absoluto cuando se detuvo el motor, pues no había más sonido que el chapaleteo de las olas contra el casco de la nave y el susurrar de la brisa entre las palmeras. El aire era cálido, húmedo y fragante, como el vapor que permanece después de una ducha de agua caliente.
—¿Isla Earnest? —repitió Beau con un hilo de voz, y aun así sonó demasiado alta y quebró la paz de la noche.
—Es un regalo de Carine, y Earnest se ofreció a prestárnosla.
Un regalo.
—¿Quién regala una isla? —dijo Beau, a lo que Edward rió en voz baja.
—Y eso que no has visto lo que le regaló Earnest a Carine.
«¿Acaso había algo más genial que una isla? ¿Le regaló una nación?», pensó Beau. Frunció el ceño. No se había dado cuenta de que la extrema generosidad de Edward era un comportamiento aprendido.
Dejó las maletas en el muelle y luego se volvió y esbozó aquella sonrisa perfecta suya mientras se le acercaba, pero en vez de darle la mano a Beau, lo tomó directamente en brazos.
—¿No se supone que debemos esperar hasta llegar al umbral de la casa? —preguntó Beau, sin aliento, cuando él saltó con agilidad fuera del barco.
Edward sonrió con ganas.
—No soy nada si no lo hago todo a fondo.
Sujetando los asideros de las dos enormes maletas del barco con una mano y acunándolo en el otro brazo, lo subió hacia el muelle y se encaminó hacia el sendero de pálida arena que se perdía en la umbría vegetación.
Durante una parte corta del trayecto, a través de un follaje similar al de la jungla, estaba tan negro como la tinta, y más adelante pudo ver una luz cálida. Estaban a punto de llegar cuando Beau se dio cuenta de que aquella luz era una casa, y que dos brillantes cuadrados perfectos eran en realidad dos grandes ventanas que enmarcaban la puerta delantera. El miedo escénico lo abrumó y con más fuerza aún que antes, cuando pensaba que se dirigían hacia un hotel.
El aliento se le quedó atascado en la garganta. Sintió los ojos de Edward fijos en su rostro, pero rehuyó encontrarse con su mirada. Clavó la vista justo hacia delante, sin ver nada en realidad.
Edward no le preguntó qué era lo que Beau estaba pensando, lo cual no era muy propio de su carácter. La razón era que Edward se encontraba tan nervioso como Beau.
Dejó las maletas en el ancho porche para abrir las puertas, que no estaban cerradas.
Edward miró hacia abajo y buscó a Beau con los ojos hasta que sus miradas se encontraron, sólo después avanzó hasta cruzar el umbral.
Ambos permanecieron en silencio mientras Edward conducía a Beau a través del edificio, encendiendo las luces a su paso. La vaga impresión de Beau de la casa era que parecía demasiado grande para una isla tan pequeña y extrañamente familiar. Se había acostumbrado al esquema de colores preferido por los Cullen, claros y luminosos, y ello le hacía sentir como en casa. Sin embargo, no se pudo concentrar en nada en particular.
Entonces Edward se detuvo y encendió la última luz.
La estancia era grande y blanca, y la pared más lejana era casi toda de cristal, el tipo de decoración estándar de sus vampiros. Fuera, la luna brillaba con fuerza sobre la arena blanca y, justo unos cuantos metros más allá de la casa, refulgían las olas. Pero Beau apenas se dio cuenta de eso. Estaba más concentrado en la inmensa cama blanca que había en el centro de la habitación, sobre la que colgaban las nubes vaporosas de una mosquitera.
«No es para dormir», recordó Beau.
Edward le dejó sobre sus pies.
—Iré… por el equipaje.
La habitación resultaba demasiado cálida y el ambiente estaba más cargado que la noche tropical del exterior. Si fuera humano aún, el sudor ya estaría escurriendo sobre su piel. Caminó lentamente hacia delante hasta que pudo llegar y tocar la red espumosa. Por alguna razón sentía la necesidad de asegurarse de que todo era real.
No escuchó el momento en que regresó Edward. De repente, El dedo de Edward acarició la parte posterior de cuello de Beau, apreciando con alegría que ambos tenían la misma temperatura para siempre.
—Aquí hace un poco de calor —le dijo, como si ambos lograran sentir la diferencia—. Pensé… que sería lo mejor.
—Perfecto —murmuró Beau casi sin aliento, y Edward se echó a reír. Era un sonido nervioso, extraño en Edward.
—Intenté pensar en todo aquello que podría hacernos…sentir bien —admitió Edward.
Beau sentía esa ola de placer que recorría su cuerpo cada vez que estaba en una situación como esta, todavía dándole la espalda a Edward. ¿Había habido alguna vez unas vacaciones como las suyas?
Beau sabía la respuesta a esa curiosidad. No, no la había habido.
—Me estaba preguntando —intervino Edward en voz muy baja—, si… primero… ¿te apetecería darte un baño nocturno conmigo? —inhaló un gran trago de aire y su voz surgió con más naturalidad cuando volvió a hablar—. Es probable que el agua esté muy caliente. Pensé que éste era el tipo de playa que nos encantaría.
—Suena estupendo —se le quebró la voz a Beau.
—Estoy seguro de que necesitarás un par de minutos para revisar tu maleta, quizá haya algo que quieras ver.
Beau asintió, orgulloso, aunque lo cierto era que los lentes no importaban en estos momentos; quizás lo que Edward quiso decir era que unos cuantos minutos a solas le ayudarían.
Edward le rozó la garganta, justo debajo de la oreja, con los labios. Soltó una sola risita y su aliento hizo hormiguear su piel sobrecalentada. Aquellas experiencias que como humano no hubiera sentido nunca.
—No tarde usted demasiado, señor Cullen.
Dio un pequeño respingo al oír la mención de su nuevo apellido. No estaban casados. No todavía, pero ahora sus papeles aparecían bajo ese nombre y le daba cierto toque mágico.
Los labios de Edward se deslizaron por el cuello de Beau hacia abajo, hasta el extremo de su hombro.
—Te espero en el agua.
Pasó a su lado en dirección a la ventana francesa que se abría justo sobre la arena de la playa. Por el camino, se quitó la camiseta con un encogimiento de hombros, dejándola caer al suelo y después atravesó silenciosamente el umbral hacia la noche iluminada por la luna. El sofocante aire salino se removió en la habitación detrás de sus pasos.
«¿Es que acaso me había estallado la piel en llamas?», se preguntó Beau creyendo que después de todo él no era como los demás vampiros. Tuvo que mirar hacia abajo para comprobarlo. Ah, no, no se estaba quemando nada. Al menos no a la vista.
Se recordó a sí mismo la necesidad de respirar y después avanzó a trompicones hacia la maleta gigante que Edward había abierto sobre un bajo tocador blanco. Debía de ser la suya, pero no reconoció ni una sola prenda de ropa. Mientras rebuscaba a través de las pilas de tejidos cuidadosamente doblados en busca de una prenda cómoda y que le resultara familiar, quizás un pantalón de chándal, le llamó la atención que tenía entre las manos una cantidad espantosa de lencería para hombre muy fina y transparente y diminutos artículos de satén. Tangas. Y suspensorios muy atrevidos.
Alice iba a pagar por esto, Beau no sabía cuándo ni cómo, pero algún día.
Se rindió y fue al baño, donde escudriñó a través de las largas ventanas que se abrían a la misma playa a la que daban las del dormitorio. No podía ver a Edward, así que supuso que ya estaría en el agua, sin tener que molestarse en emerger para buscar aire. En el cielo que los cubría la cabeza, la luna tenía un contorno asimétrico, casi llena, y la arena brillaba con un color muy claro bajo su luz. Había pequeñas luces volando por el aire, pensando en primera instancia que se trataba de luciérnagas, pero cuanto más las observó, se dio cuenta de que eran hadas, pequeñas, pero hadas de todas formas. Un movimiento ligero captó su atención, el de sus ropas que colgaban de una protuberancia de una de las palmeras que rodeaban la playa, balanceándose perezosamente con la ligera brisa.
Otro relámpago de fuego cruzó de nuevo su piel.
Se desprendió con velocidad de su ropa. Tomó una enorme toalla blanca del armario del baño y se envolvió con ella, anudándola bajo su cintura.
Entonces tuvo que enfrentarse a un dilema que no había considerado hasta este momento. ¿Qué se suponía que tenía que ponerse ahora? Evidentemente, nada de bañadores. Pero también le parecía estúpido ponerse la ropa otra vez. Y no quería ni pensar en qué cosas habría metido Alice en la maleta para él.
Se sentó en el frío suelo de baldosas envuelto en la gran toalla y puso la cabeza entre las rodillas. Rezó para que no se le ocurriera venir a buscarle antes de que recuperara el autocontrol. Beau se imaginaba lo que pensaría si le veía caerse a pedazos de ese modo. No le resultaría nada difícil convencerse de que quizá debían hacer otra cosa.
Y a Beau no se le estaba yendo la olla, ya habían tenido sexo antes y eso no era lo que le preocupaba. De hecho, no se arrepentía de haberlo hecho con él. Para nada. El problema estaba en que cada vez que se sentía tan extasiado o abrumado con sus emociones sus ojos le comenzaban a arder y eso era signo de que la pequeña línea blanca aparecía de nuevo. Edward ya se había dado cuenta de ello, lo cual era más preocupante teniendo en cuanta lo eufórico que se llegaba a poner él.
Quería tener respuestas sin necesidad de preocupar a los demás. Sin embargo eso era imposible, porque todos estaban al pendiente de la evolución del chico.
¿Cómo podía la gente hacer esto, tragarse todos sus miedos y confiar en la otra persona sin reservas, que sea lo que sea que le estuviera ocurriendo la otra persona seguiría allí, aunque eso significara la perpetuación del caos? Si no fuese Edward quien estuviera ahí fuera, si no fuese consciente hasta la última célula de su cuerpo de que le amaba tanto como Beau a él, de forma incondicional e irrevocable y, siendo sincero, incluso de modo irracional, no sería capaz de levantarse del suelo.
Pero era Edward quien estaba allí fuera, así que susurró las palabras «no seas cobarde» entre dientes y se arrastró hasta ponerse en pie. Se apretó la toalla con fuerza bajo la cintura y se dirigió lleno de decisión hacia el baño. Pasó al lado de la maleta repleta de lencería y de la enorme cama sin echarles ni una ojeada siquiera y salió por la puerta de cristales abierta hacia la arena fina como el polvo.
Todo estaba bañado en negro y blanco, desprovisto de color por la luz de la luna y las pequeñas hadas que observaban con curiosidad. Caminó lentamente por la cálida arena, haciendo una pausa al lado del árbol torcido donde Edward había dejado sus ropas. Apoyó la mano contra la rugosa corteza y comprobó su respiración para asegurarse de que era regular. O al menos no del todo irregular.
Exploró las bajas ondas de la arena, negras en la oscuridad, buscándole.
No fue difícil de encontrar. Estaba de pie, dándole la espalda, sumergido hasta la cintura en el agua del color de la medianoche, con la mirada clavada en la luna de forma oval. La luz pálida del satélite les confería a su piel una blancura perfecta, como la de la arena, y la de la misma luna, haciendo que incluso el cabello mojado de Edward tomara el tono oscuro del océano. Estaba inmóvil, con las palmas de las manos descansando boca abajo sobre el agua. Las débiles olitas rompían contra su cuerpo como si fuera de piedra. Beau se quedó mirando las suaves líneas de su espalda, sus hombros, sus brazos, su cuello, su forma intachable…
El fuego dejó de ser un rayo que le cruzaba la piel para convertirse ahora en algo sordo y profundo, consumiendo en su ardor todo su temor por la peculiaridad en sus ojos. Se quitó la toalla sin dudar, dejándola en el árbol con su ropa y caminó hacia la luz blanca, que también lo transformó en algo pálido como la misma arena.
Beau pudo oír el sonido de sus pasos mientras caminaba hacia la orilla del agua, y supuso que Edward también, aunque no se volvió. Dejó que las suaves olitas rompieran contra los dedos de sus pies y encontró que tenía razón respecto a la temperatura del agua, que era cálida. Dio varios pasos, avanzando con cautela por el suelo invisible del océano, aunque su precaución era innecesaria, porque la arena seguía siendo igual de suave, descendiendo levemente en dirección a Edward. Vadeó por la corriente ingrávida hasta que llegó a su lado, y después colocó su mano con ligereza sobre la mano de Edward que yacía sobre el agua.
—Qué hermoso —dijo Beau, mirando también hacia la luna.
—No está mal —contestó Edward, como si no fuera nada del otro mundo.
Edward se volvió con lentitud para enfrentarse a Beau y su movimiento produjo leves olas que rompieron contra la piel de Beau. Los ojos de Edward tenían un brillo plateado sobre su rostro del color del hielo. Retorció la mano hasta que entrelazó sus dedos con los suyos bajo la superficie del agua. Edward estaba tan caliente que logró traspasarlo a su pareja. Ambos se regocijaron.
—Pero yo no usaría la palabra «hermoso» —continuó Edward—. No cuando tú estás aquí al lado para poderte comparar.
Beau sonrió a medias, y después alzó la mano libre, y la colocó sobre su corazón. Blanco sobre blanco, por una vez, encajaban bien. Edward se estremeció ligeramente a su cálido contacto y su respiración se volvió áspera.
—Ya sabes que deseo cada parte de ti, Beau —le susurró, de repente lleno de placer—, me has hecho experimentar cosas que jamás pensé que lograría sentir por alguien.
Beau asintió con solemnidad, manteniendo sus ojos fijos en los suyos. Dio un paso más hacia delante a través de las olas e inclinó la cabeza contra su pecho.
—Yo también te deseo —le susurró Beau—. Somos como una sola persona.
De pronto le abrumó la realidad de sus palabras. Ese momento era tan perfecto, tan auténtico. No dejaba lugar a dudas.
Edward rodeó con los brazos a Beau, lo estrechó contra él y hasta la última de sus terminaciones nerviosas cobró vida propia.
Beau lo besó de verdad, como si fuera la primera vez de nuevo, y los dedos de Edward se enredaron en su cabello. Se movieron como uno, eclipsando el resplandor de la luz de la luna en la superficie del agua. El calor aumentó violentamente a través de su núcleo mientras las manos de Beau se movían hacia abajo para acurrucarse alrededor de la espalda de Edward.
Edward lo levantó sobre sí y sus piernas se envolvieron alrededor de su torso. Beau miró directamente al dorado líquido de sus ojos mientras acunaba su rostro. Acercó su rostro al suyo para besarlo de nuevo. Era la enésima vez que tenían sexo, pero de alguna manera encontraron una manera de hacer que la experiencia fuera nueva. No había restricción… no quedaba el menor indicio de precaución entre ellos.
Nada antes estaba incluso en la misma estratosfera. Muchas veces Beau había fantaseado con hacerlo en una piscina, y ni siquiera se comparaba con el lugar en el que estaban ahora. La quema electrizante irradiaba a través de cada centímetro en este punto. Fue entonces cuando el cerebro de Beau comenzó a ponerse borroso.
Y la mejor parte fue que sabía que Edward estaba sintiendo las mismas cosas que él.
—Beau…
La palabra salió en un aliento laborioso. Y sus dedos comenzaron a deslizarse por el estómago de Beau y su pecho. La tensión era casi insoportable, como una fuerza imparable de la naturaleza que los unía. Beau tiró de su cuerpo con fuerza contra el suyo, dándole a la gravedad lo que quería.
—Siempre mío —concluyó Edward y después se sumergieron suavemente en el agua profunda.