La primera acción de Andrew fue conectarse a la red con su propio ordenador, a fin de poder estudiar con comodidad sus recién descubiertos activos. Valentine tuvo que ocupar sus primeros días con un enorme volumen de correspondencia suscitado por su último libro, además de la normal cantidad de correo que había recibido de historiadores de todos los mundos colonizados. La may oría lo marcó para responder más tarde, pero sólo los mensajes urgentes le tomaron tres largos días. Por supuesto, la gente que le escribía no tenía ni idea de que se comunicaban con una mujer joven de unos veinticinco años (edad subjetiva). Pensaban que se comunicaban con el conocido historiador Demóstenes. No era que nadie pensara ni por un momento que el nombre era algo más que un seudónimo; y algunos periodistas, respondiendo a su primera oleada de fama con su último libro, habían intentado identificar al « auténtico Demóstenes» rastreando sus largas andanadas de lentas respuestas o no respuestas al compás de sus viajes, y luego elaborando a partir de las listas de pasajeros un posible candidato. Eso requería una enorme cantidad de cálculo, pero ¿para qué estaban los ordenadores, si no? Así que varios hombres con varios grados de erudición fueron acusados de ser Demóstenes, y algunos no intentaron demasiado seriamente negarlo.
Todo esto divertía enormemente a Valentine. Mientras los cheques de los
royalties siguieran llegando al lugar correcto y nadie intentara colar un libro utilizando su seudónimo, no le importaba en absoluto quien quisiera atribuirse el mérito. Había trabajado con seudónimo —este seudónimo, en realidad— desde la infancia, y se sentía cómoda con esa extraña mezcla de fama y anonimato. Lo mejor de ambos mundos, le decía a Andrew.
Ella tenía fama, él tenía notoriedad. Así que no usaba seudónimo…, todo el mundo suponía simplemente que su nombre era un horrible faux pas por parte de sus padres. Nadie llamado Wiggin tendría el atrevimiento de bautizar a su hijo Andrew, no después de que lo hiciera el Xenocida, eso al menos era lo que parecían creer. A los veinte años, era impensable que este joven pudiera ser el mismo Andrew Wiggin. No habían tenido forma de saberlo durante los últimos tres siglos, él y Valentine habían ido de mundo en mundo sólo el tiempo suficiente para que ella hallara la siguiente historia que deseaba investigar, reunir los materiales y luego tomar la siguiente astronave para poder escribir el libro mientras viajaban hacia el siguiente planeta. Debido a los efectos relativistas,
apenas habían perdido dos años de vida en los últimos trescientos de tiempo real. Valentine se sumergía profunda y brillantemente —¿quién podía dudarlo, visto lo que escribía?— en cada cultura, pero Andrew se mantenía como un turista. O menos. Ay udaba a Valentine con su investigación y jugueteaba un poco con los lenguajes, pero casi no hacía amigos y permanecía distanciado de los lugares. Ella deseaba saberlo todo; él deseaba no amar a nadie.
O eso creía, cuando pensaba en ello. Era solitario, pero se decía a sí mismo que le alegraba ser solitario, que Valentine era toda la compañía que necesitaba, mientras que ella, que necesitaba más, tenía a toda la gente a la que conocía a través de sus investigaciones, toda la gente con la que mantenía correspondencia. Inmediatamente después de la guerra, cuando todavía era Ender, cuando todavía era un niño, algunos de los otros niños que habían servido con él le escribieron cartas. Puesto que era el primero de ellos en viajar a la velocidad de la luz, sin embargo, la correspondencia cesó pronto, porque cuando recibía una carta y la contestaba, él era cinco, diez años más joven que ellos. El que había sido su líder era ahora un niño pequeño. Exactamente el niño que habían conocido, al que habían buscado; pero por sus vidas habían pasado los años. La may oría de ellos se habían visto atrapados en las guerras que desgarraron la Tierra en la década siguiente a la victoria sobre los insectores, habían crecido hasta la madurez en el combate o la política. Cuando recibieron la carta de respuesta de Ender a la suy a, empezaron a pensar en aquellos viejos días como en historia antigua, otra vida. Y ahí estaba aquella voz del pasado, respondiendo al niño que le había escrito, sólo que ese niño y a no estaba ahí. Algunos de ellos lloraron encima de la carta, recordando a su amigo, lamentándose de que sólo a él no se le hubiera permitido volver a la Tierra tras la victoria. Pero ¿cómo
podían responderle? ¿Hasta qué punto podían tocarse sus vidas?
Más tarde, la may oría de ellos volaron a otros mundos, mientras Ender servía como gobernador-niño de una colonia en uno de los mundos colonia conquistados a los insectores. Llegó a la madurez en aquel ambiente bucólico y, cuando estuvo preparado, fue guiado al encuentro con la última Reina Colmena superviviente, que le contó su historia y le suplicó que la llevara a un lugar seguro, donde su pueblo pudiera ser restablecido. Él le prometió que lo haría, y como primer paso hacia crear un mundo seguro para ella escribió un corto libro sobre ella, titulado La reina Colmena. Lo publicó anónimamente…, a sugerencia de Valentine. Lo firmó « El portavoz de los muertos» .
No tenía ni idea de lo que ese libro iba a hacer, cómo iba a transformar la percepción de la humanidad sobre la Guerra de los Insectores. Fue ese libro el que lo transformó del niño-héroe al niño-monstruo, de la víctima en la Tercera Guerra de los Insectores al Xenocida que destruy ó otra especie de forma completamente innecesaria. No fue que lo demonizaran desde un principio. Fue un proceso gradual, paso a paso. Primero sintieron piedad, hacia el niño que
había sido manipulado para que usara su genio para destruir a la Reina Colmena. Luego su nombre empezó a ser usado para designar a cualquiera que hacía cosas monstruosas sin comprender lo que estaba haciendo. Y luego su nombre — popularizado como Ender el Xenocida— se convirtió para designar a alguien que hace lo desmedido a una escala monstruosa. Andrew comprendía cómo había ocurrido, y ni siquiera lo desaprobaba. Porque nadie podía culparle más de lo que él se culpaba a sí mismo. Sabía que no había conocido la verdad, pero sabía que hubiera debido conocerla, y que aunque no hubiera tenido intención de que las reinas de las colmenas fueran destruidas, toda la especie de un solo golpe, ese había sido pese a todo el efecto de sus acciones. Hizo lo que hizo, y tenía que aceptar su responsabilidad.
Lo cual incluía el capullo en el cual la Reina Colmena viajaba con él, seca y envuelta como una reliquia de la familia. Tenía privilegios y autorizaciones que todavía se adherían a él de su antiguo estatus con los militares, de modo que su equipaje nunca era inspeccionado. O al menos no había sido inspeccionado hasta ahora. Su encuentro con el hombre de los impuestos Benedetto era la primera señal de que las cosas podían ser diferentes para él como adulto.
Diferentes, pero no lo bastante diferentes. Ya arrastraba el peso de la destrucción de una especie. Ahora arrastraba el peso de su salvación, su restauración. ¿Cómo podía él, un muchacho de veinte años, apenas un hombre, hallar un lugar donde la Reina Colmena pudiera emerger y depositar sus huevos fertilizados, donde ningún ser humano pudiera descubrirla e interferir? ¿Cómo podía protegerla?
El dinero podía ser la respuesta. A juzgar por la forma en que se abrieron los ojos de Benedetto cuando vio la lista de los activos de Andrew, debía de tener un buen montón de dinero. Y Andrew sabía que el dinero podía convertirse en poder, entre otras cosas. Poder, quizá, para comprar seguridad para la Reina Colmena.
Es decir, si podía imaginar cuánto dinero era, y cuántos impuestos tenía que pagar.
Sabía que había expertos en este tipo de cosas. Abogados y contables para quienes eso era una especialidad. Pero pensó de nuevo en los ojos de Benedetto. Andrew conocía la avaricia cuando la veía. Cualquiera que supiese de él y de su aparente riqueza podía empezar a intentar hallar formas de apoderarse de parte de ella. Andrew sabía que el dinero no era suy o. Era dinero ensangrentado, su recompensa por destruir a los insectores. Necesitaba utilizarlo para restablecerlos antes de que cualquiera de los demás pudiera reclamarlo como suy o. ¿Cómo podía hallar a alguien que le ay udase sin abrir la puerta que dejara entrar a los chacales?
Discutió esto con Valentine, y ella le prometió preguntar entre sus conocidos allí (porque tenía conocidos por todas partes, a través de su correspondencia) en
quién se podía confiar. La respuesta llegó rápidamente: nadie. Si tienes una gran fortuna y deseas a alguien que te ay ude a protegerla, Sorelledolce no era el lugar más adecuado.
Así, Andrew estudió día tras día ley es fiscales durante una hora o dos y luego, durante otras cuantas horas, intentó evaluar sus activos y analizarlos desde un punto de vista fiscal. Era un trabajo aturdidor, y cada vez que creía comprender algo empezaba a sospechar que había algún detalle que se le escapaba, algún truco que necesitaba conocer para conseguir que las cosas funcionaran para él. El lenguaje en un párrafo que parecía carecer de importancia gravitaba de pronto enormemente, y tenía que volver atrás y estudiarlo y ver cómo creaba una excepción a una regla que creía que se aplicaba a él. Al mismo tiempo, había exenciones especiales que se aplicaban sólo a casos especiales y a veces sólo a una compañía, pero casi invariablemente tenía algunas acciones en esa compañía, o era propietario de acciones de un fondo que tenía intereses en ella. No era asunto de un mes de estudio, era toda una carrera, simplemente rastrear lo que poseía. Podía acumularse una gran riqueza en cuatrocientos años, en especial si no gastas prácticamente nada de ella. Cualquier porción de su asignación que hubiera usado cada año quedaba superada por las nuevas inversiones. Sin siquiera saberlo, le parecía que tenía el dedo metido en todos los pasteles.
No quería esto. No le interesaba. Cuanto más comprendía menos le
importaba. Estaba llegando al punto en el que no comprendía por qué los especialistas fiscales simplemente no se suicidaban.
Fue entonces cuando apareció el anuncio en su e-mail. No se suponía que recibiera publicidad: los viajeros interestelares estaban automáticamente más allá de todos los publicistas, puesto que el dinero de la publicidad se malgastaba durante su viaje, y el montón de viejos anuncios los abrumaría cuando alcanzaran terreno sólido. Andrew estaba en terreno sólido ahora, pero no había gastado nada, excepto para subarrendar una habitación y comprar comida, y se suponía que ninguna de esas dos actividades lo ponía en la lista de nadie.
Sin embargo, ahí estaba: ¡El software financiero de élite! ¡La respuesta que está usted buscando!
Era como los horóscopos: los suficientes tiros al azar, y alguno de ellos alcanzará un blanco. Así que en vez de borrar el anuncio, lo abrió y dejó que creara su pequeña presentación tridi en su ordenador.
Había observado algunos de los anuncios que brotaban del ordenador de Valentine: su correspondencia era tan voluminosa que no había ninguna posibilidad de evitarlos, al menos no bajo su identidad pública de Demóstenes. Estaban llenos de fuegos artificiales y piezas teatrales, sorprendentes efectos especiales o dramas emocionantes pensados para vender cualquier cosa que pudiera venderse.
Este, sin embargo, era sencillo. Una cabeza de mujer apareció en la pantalla, pero mirando hacia otro lado. Giró la vista, como buscando, hasta que finalmente
« vio» a Andrew.
—Oh, está usted aquí —dijo.
Andrew no dijo nada, esperando que continuara.
—Bueno, ¿no va a responderme? —preguntó ella.
Un buen software, pensó Andrew. Pero muy arriesgado, suponer que todos los receptores no van a responder al primer momento.
—Oh, y a veo —dijo la mujer—. Cree que sólo soy un programa ejecutándose en su ordenador. Pero no es así. Soy la amiga y consejera financiera que ha estado deseando, pero no trabajo por dinero, trabajo para usted. Tiene que hablar conmigo a fin de que y o pueda comprender lo que desea hacer usted con su dinero, qué quiere lograr. Tengo que oír su voz.
Pero a Andrew no le gustaba jugar con programas de ordenador. Tampoco le gustaba el teatro de participación. Valentine lo había arrastrado a un par de espectáculos donde los actores intentaban enganchar a la audiencia. En una ocasión un mago había intentado utilizar a Andrew en su acto, hallando objetos ocultos en sus orejas y pelo y chaqueta. Pero Andrew mantuvo su rostro inexpresivo y no hizo ningún movimiento, no dio la menor señal de comprender siquiera lo que estaba ocurriendo, hasta que el mago captó finalmente la idea y buscó a otro. Lo que Andrew no haría por un ser vivo no lo haría ciertamente para un programa de ordenador. Pulsó la tecla Página para pasar la introducción de aquella cabeza parlante.
—¡Ay ! —dijo la mujer—. ¿Qué intenta hacer, librarse de mí?
—Sí —dijo Andrew. Y se maldijo por haber sucumbido al truco. Aquella simulación era tan astutamente real que finalmente había provocado su respuesta por reflejo.
—Suerte que usted no tiene una tecla de Página. ¿Tiene idea de lo doloroso que es eso? Sin mencionar lo humillante.
Tras haber hablado una vez, no había ninguna razón para no seguir adelante y
usar la interfaz preferido de aquel programa.
—Oh, vamos, ¿cómo puedo sacarla de mi monitor para poder volver a las minas de sal? —preguntó Andrew. Habló deliberadamente de una forma fluida y un tanto confusa, sabiendo que incluso el más elaborado software de reconocimiento de voz se hacía pedazos cuando se enfrentaba con un habla acentuada, confusa y muy idiomática.
—Tiene usted acciones en dos minas de sal —dijo la mujer—. Pero ambas son inversiones a pérdidas. Necesita librarse de ellas.
Aquello irritó a Andrew.
—No le he asignado ningún archivo para que lo lea —dijo—. Ni siquiera he comprado todavía este software. No quiero que lea mis archivos. ¿Qué debo
hacer para apagarla?
—Pero si liquida las minas de sal, puede usar el producto de la venta para pagar sus impuestos. Cubre casi exactamente el importe de un año.
—¿Me está diciendo que ha calculado y a mis impuestos?
—Acaba de aterrizar usted en el planeta Sorelledolce, donde la tasa de impuestos es desmedidamente alta. Pero usando todas las exenciones que aún le quedan, incluidas las ley es de beneficios a los veteranos que sólo se aplican a un puñado de participantes de la Guerra del Xenocida, he conseguido mantener el importe total por debajo de los cinco millones.
Andrew se echó a reír.
—Oh, brillante, ni siquiera mi cifra más pesimista superaba el millón y medio.
Ahora fue el turno de la mujer de echarse a reír.
—Su cifra era de un millón y medio de estelares. Mi cifra está por debajo de los cinco millones de firenzette.
Andrew calculó la diferencia en moneda local y su sonrisa se desvaneció.
—Eso hace siete mil estelares.
—Siete mil cuatrocientos diez —dijo la mujer—. ¿Me contrata?
—No hay ninguna forma legal de que pueda usted conseguir que pague esto de impuestos.
—Al contrario, señor Wiggin. Las ley es fiscales están diseñadas para engañar a la gente y hacer que pague más de lo que debe. De esa forma los ricos que conocen el asunto se aprovechan de las drásticas deducciones, mientras que aquellos que no poseen buenas conexiones y no han encontrado un asesor que sepa seguir todos esos vericuetos se ven obligados a pagar cantidades ridículamente altas. Yo conozco todos esos vericuetos.
—Un gran discurso —dijo Andrew—. Muy convincente. Excepto cuando la policía venga y me arreste.
—¿Eso cree usted, señor Wiggin?
—Si me está obligando a usar una interfaz verbal —dijo Andrew—, al menos llámeme otra cosa distinta a señor.
—¿Qué tal Andrew? —preguntó ella.
—Espléndido.
—Y usted puede llamarme Jane.
—¿Debo?
—O y o puedo llamarle Ender —dijo ella.
Andrew se inmovilizó. No había nada en sus archivos que indicara su apodo de infancia.
—Termine este programa y salga inmediatamente de mi ordenador —dijo.
—Como usted quiera —respondió ella. Su cabeza desapareció de la pantalla. Buen consejo, pensó Andrew. Si presentaba una declaración de impuestos con
aquella cantidad a Benedetto, no había ninguna posibilidad de evitar una auditoría completa, y por la forma en que Andrew había evaluado al hombre, Benedetto terminaría con un buen mordisco de los activos de Andrew en su poder. No era que a Andrew le importara un poco de iniciativa en un hombre, pero tenía la sensación de que Benedetto no sabía cuándo decir alto. No necesitaba exhibir una bandera roja delante de su rostro.
Pero a medida que trabajaba, empezó a desear no haberse apresurado tanto. Ese software Jane podía haber extraído el nombre « Ender» de su base de datos como un apodo de Andrew. Aunque era extraño que eligiera ese nombre antes que otras elecciones más obvias como Drew o Andy, era paranoico por su parte imaginar que una pieza de software que había entrado por el e-mail en su ordenador —sin duda una versión de prueba de un programa mucho más amplio
— pudiera haber sabido tan rápidamente que él era en realidad el Andrew Wiggin.
Simplemente había dicho y hecho lo que estaba programada para decir y hacer. Quizás elegir el apodo menos probable fuera una estrategia para conseguir que el cliente potencial diera el apodo correcto, lo cual significaría la aprobación tácita para usarlo…, otro paso más hacia la decisión de comprar.
¿Y si aquella cifra baja, baja de impuestos fuera correcta? ¿Y qué ocurriría si él podía forzarla a una cifra más razonable? Si el software estaba completamente escrito, podía ser exactamente el consejero financiero y de inversiones que necesitaba. Ciertamente, había hallado con toda facilidad las dos minas de sal, a partir de una forma de hablar de su infancia en la Tierra. Y su valor de venta, cuando siguió adelante y las liquidó, fue exactamente el que ella había predicho.
El que el software había predicho. El rostro de aspecto humano en el monitor era ciertamente un buen truco, para personalizar el software y conseguir que empezara a pensar en él como en una persona. Podías enviar a la mierda a una pieza de software, pero sería rudo hacerlo con una persona.
Bueno, con él no había funcionado. Él la había enviado a la mierda. Y lo haría de nuevo, si sentía la necesidad. Pero en estos momentos, con sólo dos semanas por delante de la fecha límite, pensó que valdría la pena aceptar la irritación de una intrusa mujer virtual. Quizá pudiera reconfigurar el software para comunicarse con él sólo en modo texto, como prefería.
Fue a su e-mail y llamó al anuncio. Esta vez, sin embargo, todo lo que apareció fue el mensaje estándar: « Archivo y a no disponible» .
Se maldijo a sí mismo. No tenía la menor idea del planeta de origen.
Mantener un enlace a través del ansible era caro. Una vez cerrado el programa demo, se dejaba morir el enlace…, no servía de nada gastar un precioso enlace interestelar en un cliente que no compraba al instante. Oh, demonios. Ya no podía hacer nada al respecto.
Benedetto descubrió que el proy ecto le llevaba casi más tiempo de lo que valía, rastrear hacia atrás a aquel tipo para descubrir con quién trabajaba. No resultó fácil seguirle de viaje en viaje. Todos sus vuelos eran especiales, clasificados —de nuevo prueba de que trabajaba con alguna rama de algún gobierno—, y encontró el viaje anterior a este sólo por accidente. Pronto, sin embargo, se dio cuenta de que si rastreaba a su amante o hermana o secretaria o lo que fuera aquella mujer Valentine, las cosas serían mucho más fáciles.
Lo que más le sorprendió fue el breve tiempo que permanecían en cualquier lugar. Con sólo unos pocos viajes, Benedetto los había rastreado hacia atrás trescientos años, hasta el alba misma de la era de la colonización, y por primera vez se le ocurrió que no era inconcebible que aquel Andrew Wiggin pudiera ser el auténtico…
No, no. Todavía no podía permitirse creer en ello. Pero si fuera cierto, si fuera realmente el criminal de guerra que…
Las posibilidades de chantaje eran abrumadoras.
¿Cómo era posible que nadie hubiera efectuado aquella obvia investigación sobre Andrew y Valentine Wiggin? ¿O estaban pagando y a a chantajistas en varios mundos?
¿O estaban todos los chantajistas muertos? Tendría que ir con cuidado. La gente con tanto dinero tenía invariablemente amigos poderosos. Benedetto tendría que encontrar amigos propios para protegerse cuando pusiera en marcha su nuevo plan.
Valentine se lo mostró a Andrew como una curiosidad.
—He oído hablar de ello antes, pero esta es la primera vez que he estado lo bastante cerca como para asistir a uno. —Era un anuncio local en la red de noticias de una « charla» para un hombre muerto.
Andrew nunca se había sentido cómodo con la forma en que su seudónimo,
« Portavoz de los Muertos» , había sido tomado por otros y convertido en el título de un casi clérigo de una nueva religión que proclamaba la verdad. No había doctrina, así que la gente de casi cualquier fe podía invitar a un portavoz de los muertos para que tomara parte en unos servicios funerarios regulares, o para dar una charla separada después —a veces mucho después— de que el cuerpo hubiera sido enterrado o incinerado.
Ese actuar como portavoz de los muertos no surgió sin embargo de su libro La reina Colmena. Fue el segundo libro de Andrew, El Hegemón, lo que trajo a la existencia esa nueva costumbre funeraria. El hermano de Andrew y de Valentine, Peter, se habían convertido en Hegemón tras las guerras civiles y a través de una mezcla de hábil diplomacia y fuerza bruta que había unido a toda la
Tierra bajo un único y poderoso gobierno. Demostró ser un déspota ilustrado, y estableció instituciones que compartirían la autoridad en el futuro; y fue bajo el gobierno de Peter que se emprendió el importante asunto de la colonización de otros planetas. Sin embargo, desde su infancia, Peter había sido cruel y poco compasivo, y Andrew y Valentine le temían. De hecho, fue Peter quien arregló las cosas de modo que Andrew no pudiera regresar a la Tierra tras su victoria en la Tercera Guerra de los Insectores. Así que resultaba difícil para Andrew no odiarle.
Por eso había investigado y escrito El Hegemón: para intentar hallar la verdad del hombre detrás de las manipulaciones y las masacres de los horribles recuerdos infantiles. El resultado fue una implacablemente justa biografía que medía al hombre y no ocultaba nada. Puesto que el libro estaba firmado con el mismo nombre que La reina Colmena, que y a había cambiado actitudes hacia los insectores, obtuvo una gran atención y finalmente dio nacimiento a esos portavoces de los muertos, que intentaban traer el mismo nivel de sinceridad a los funerales de otros fallecidos, algunos prominentes, algunos oscuros. Hablaban de las muertes de héroes y gente poderosa, mostrando con toda claridad el precio que ellos y otros pagaban por su éxito; de alcohólicos y abusadores que habían arruinado las vidas de sus familias, intentando mostrar al ser humano detrás de la adicción, pero sin ahorrar nunca la verdad del daño que causaba la debilidad. Andrew se había acostumbrado a la idea de que esas cosas se hacían en nombre del portavoz de los muertos, pero nunca había asistido a ninguna, y como Valentine esperaba, saltó a la posibilidad de hacerlo ahora, pese a que no tenía tiempo.
No sabían nada acerca del muerto, aunque el hecho de que el acto recibiera muy poca atención pública sugería que no era muy conocido. Por supuesto, el acto se celebró en una pequeña sala pública de un hotel, y sólo asistieron un par de docenas de personas. No había ningún cadáver presente, al parecer el fallecido y a había sido enterrado. Andrew intentó adivinar las identidades de las demás personas en la estancia. ¿Era esta la viuda? ¿Esa otra la hija? ¿O era la más anciana la madre, la más joven la viuda? ¿Eran esos sus hijos? ¿Amigos?
¿Compañeros de trabajo?
El portavoz vestía simplemente y no se daba aires. Fue hacia la parte delantera de la habitación y empezó a hablar, contando de forma sencilla la vida del hombre. No era una biografía, no había tiempo para tal nivel de detalle. Más bien era como una saga, que relataba los hechos importantes de la vida del hombre, pero juzgando los que eran importantes no por el grado de notoriedad, sino por la profundidad y el aliento de sus efectos en las vidas de los demás. Así, su decisión de construir una casa que no podía permitirse en un barrio lleno de gente muy por encima de su nivel de ingresos nunca hubiera merecido la atención pública. Sin embargo, había influido en la vida de sus hijos mientras
crecían, obligándoles a enfrentarse a gente que los miraba por encima del hombro. También llenó su propia vida de ansiedad sobre sus finanzas. Trabajó hasta la muerte, pagando la casa. Lo hizo « por los hijos» , pero todos ellos hubieran deseado poder criarse con gente que no les juzgara por su falta de dinero, que no les considerara unos trepadores. Su esposa se vio aislada en un vecindario donde no tenía amigas, y él llevaba menos de un día muerto cuando puso en venta la casa; y a se había trasladado a otro lugar.
Pero el portavoz no se detuvo allí. Siguió hablando acerca de cómo la obsesión del muerto hacia su casa, hacia situar a su familia en aquel vecindario, había surgido de las constantes quejas de su madre por el fracaso de su padre en proporcionarle a ella una espléndida casa. Hablaba constantemente de cómo había cometido el error de « casarse con alguien inferior» , y así el hombre muerto había crecido obsesionado por la necesidad para un hombre de proporcionar sólo lo mejor para su familia, no importaba lo que costase. Odiaba a su madre —huy ó de su mundo natal y fue a Sorelledolce principalmente para alejarse de ella—, pero sus retorcidos valores fueron con él y distorsionaron su vida y las vidas de sus hijos. Al final, fueron sus peleas con su marido los que mataron a su hijo, porque lo condujeron al agotamiento y al ataque cardíaco que terminó con él antes de los cincuenta años.
Andrew pudo ver que la viuda y los hijos no habían conocido a su abuela, allá en el planeta natal de su padre, no habían sospechado nunca la fuente de su obsesión por vivir en el ambiente adecuado, en la casa adecuada. Ahora que podían ver el origen de todo en su infancia, brotaron las lágrimas. Evidentemente, se les había dado permiso para expresar sus resentimientos y, al mismo tiempo, perdonar a su padre por el dolor que les había causado. Las cosas tenían sentido para ellos ahora.
El acto terminó. Los miembros de la familia abrazaron al portavoz y se abrazaron entre sí; luego el portavoz se fue.
Andrew le siguió. Lo sujetó por el brazo cuando alcanzaba la calle.
—Señor —dijo—, ¿cómo puedo convertirme en portavoz? El hombre le miró de una forma extraña.
—Simplemente hablo.
—Pero ¿cómo se prepara?