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60.21% EL Mundo del Río / Chapter 168: EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 10 - Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (35)

章節 168: EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 10 - Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (35)

Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (35)

Sam Clemens y Joe Miller treparon por la escalerilla de la cubierta de hangares. El fuego hacía estragos a su alrededor. Llegaron a la cubierta superior. Joe llevaba su colosal hacha en una mano.

¿Te encuentraz bien, Zam?

Sam no respondió. Agarró uno de los dedos del titántropo y tiró de él hacia el otro lado de una esquina. Una bala golpeó contra la mampara, sus fragmentos de plástico silbando a su alrededor. Ninguno mordió carne, sin embargo.

¡El Rex está exactamente a nuestro costado! dijo Clemens.

Zí, lo he vizto dijo Joe. Creo que intentan abordarnoz.

¡No puedo controlar mi barco! gritó Sam. Parecía como si estuviera a punto de echarse a llorar.

Joe parecía tan calmado y tan sordo a la destrucción como una montaña. Le dio a Sam una palmada en el hombro.

No te preocupez. El barco zeguirá de todoz modoz zu rumbo previzto. Y chocaremoz contra Juan y le golpearemoz allá donde máz le duele.

En aquel momento ambos fueron arrojados contra la cubierta. Sam se quedó tendido allá por unos momentos, gruñendo, sin saber que el No Se Alquila había destruido una de las ruedas de paletas del Rex. Durante los disparos que se iniciaron tan pronto como los dos barcos se hubieron detenido, siguió tendido en el suelo, con su rostro apretado contra la fría y dura cubierta. Una mano se inclinó sobre él y sujetó su hombro y tiró de él, haciéndole ponerse en pie. Lanzó un grito de dolor.

Lo ziento Zam rugió Joe. Olvidé la fuerza que tengo. Sam se sujetó el hombro.

Maldito estúpido. ¡Nunca podré volver a utilizar ese brazo de nuevo!

Exageraz como ziempre dijo Joe. Eztáz vivo y bien cuando lo lógico ez que eztuvieraz muerto. Y yo también. Azi que preocupémonoz de lo que intereza. Tenemoz cozaz que hacer.

Clemens alzó la vista hacia la cubierta de vuelos. Ahora las llamas no sólo cubrían sino que habían penetrado en la cubierta de hangares. No había demasiado que pudiera arder allí, de todos modos. Los barriles de metanol que normalmente estaban almacenados allí habían sido trasladados a la cubierta más inferior antes de que se iniciara la batalla. Aunque el hidrógeno ardiendo producía un intenso calor, se quemaba muy rápidamente.

Mientras pensaba esto, vio la cubierta de vuelos desplomarse sobre sí misma. Desde aquel ángulo, sólo podía ver sus bordes elevándose hacia el cielo. Pero el ruido que acompañó a las partes hundiéndose le dijo que como mínimo la mitad de la estructura se había derrumbado. Y las llamas brotaron inmediatamente, como el aliento de un dragón respirando hacia él.

Joe saltó hacia adelante, gritando:

¡Jezucrizto!

Agarró a Sam y siguió adelante hasta alcanzar el borde de la cubierta superior. Allí soltó a Sam.

¡Zam, creo que me he quemado!

Date la vuelta dijo Clemens. Inspeccionó su espalda y dijo: ¡Payaso! La armadura te ha salvado. Puede que sientas un poco de calor por la parte del cuello, pero no has resultado herido.

Joe volvió hacia atrás para recuperar el hacha que había dejado caer. Sam miró la enorme masa del Rex. Su lado de babor estaba apoyado contra la parte de estribor de la proa de su barco. Cables de abordaje estaban siendo disparados o arrojados desde ambos lados en todas las tres cubiertas inferiores, y los puentes de abordaje estaban siendo extendidos. Los pasillos de las cubiertas y las portillas y contrapuertas, hasta tan lejos como podía ver, estaban llenos de hombres y mujeres. Todos ellos estaban disparando a quemarropa contra todo lo que se pusiera a su alcance y preparándose para atacar tan pronto como los cables fueran asegurados. Los puentes de abordaje estarían dispuestos dentro de muy poco.

No tenía ninguna pistola. Afortunadamente, había montones de ellas en las cubiertas, dejadas caer por manos nerviosas. Tomó una, comprobó su cargadores, le quitó su bandolera a un cadáver, se la puso, y sacó unas cuantas balas del cinturón para introducirlas en la pistola. La imponente figura de Joe se asomó por una esquina, sobresaltándole. No le reprochaba a Joe el actuar tan silenciosamente, puesto que se suponía que Joe no debía hacer ningún ruido. Pensó que su corazón iba a pararse.

¿Qué hacemoz ahora, Zam?

Unirnos a nuestros hombres y hacerles saber que estamos aún vivos y dispuestos para la lucha dijo Clemens. Eso recargará su moral.

Llegaron justo a tiempo para ver a los últimos de un enorme grupo penetrar en tromba en la cubierta superior procedentes del Rex. Bajo ellos, sin embargo, los hombres de Juan estaban obligando a retroceder a los que pretendían abordar su barco desde el No Se Alquila. De hecho, los hombres de Juan estaban abordando el barco de Sam por algunos de sus propios puentes.

Sam se inclinó hacia adelante y vació su pistola sobre la retaguardia de los invasores de abajo. Dos hombres cayeron, uno de ellos desapareciendo por la estrecha abertura entre las dos embarcaciones. Pero uno de los componentes del grupo de abordaje, aún en el Rex, miró hacia arriba y luego disparó su propia pistola. Sam se agachó mientras la primera bala pasaba chillando junto a su oído. Los otros proyectiles se estrellaron contra la barandilla o el casco justo debajo de la barandilla.

Joe iba a mirar por encima de la barandilla en aquel momento, pero Sam le chilló que no lo hiciera si no quería que la volaran la cabeza.

Tras aguardar hasta que estuvo seguro de que los puentes de abordaje de abajo estaban vacíos, miró hacia abajo por encima de la barandilla. La cubierta inferior estaba llena de gente luchando y gritando, y se oían ruidos de metal entrechocando. Sam le dijo a Joe lo que quería hacer. Joe asintió, agitando su gran probóscide arriba y abajo como un madero flotando en un encrespado mar.

Echaron a correr cruzando el puente de abordaje, con Joe aullando a sus hombres que él y el capitán estaban llegando. A ambos lados de su grupo había unos cuantos hombres del Rex, retrocediendo rápidamente ante la superioridad de la fuerza oponente. Su frente se rompió apenas vieron la enorme cabeza y hombros del titántropo apareciendo por encima de los hombros de Clemens, Echaron a correr tan rápido como les fue posible, algunos metiéndose por las escotillas, otros saltando por encima de la barandilla o a través de las enormes aberturas causadas por la batalla hacia el Río.

Parece que no hemoz necezitado mucho tiempo para echarloz, ¿eh, Zam?

No dijo Sam. Espero que siempre resulte tan fácil. Muy bien, Joe, dales las órdenes.

El titántropo aulló a sus hombres con toda la potencia de su voz. No tuvieron ninguna dificultad en oírle. De hecho, al menos la mitad de la gente en ambos barcos que estuviera por aquel lado debió oír el retumbar. En realidad, en la cubierta de abajo, tanto en uno como en otro lado, los que estaban luchando detuvieron su pelea por unos segundos.

Los hombres delante de Joe se apartaron hacia un lado. Joe avanzó hacia la más próxima escalerilla, con Sam inmediatamente detrás de él, y los demás siguiéndoles. Descendieron por la escalerilla a la cubierta superior y a lo largo de esta hasta que llegaron a los puentes de abordaje. Allí los hombres se diseminaron, formando hileras de a dos en cada uno de los ocho puentes.

Sam comprobó que todo el mundo estuviera preparado. Atacar a los hombres de Juan desde detrás, desde su propio barco, le hacía sentir un hormigueo. Sería desmoralizador cuando el titántropo hiciera girar su brobdingnagiana hacha por encima de sus cabezas desde atrás.

¡De acuerdo, Joe! gritó Sam. ¡Adelante!

Joe, aullando un grito de guerra en su idioma nativo, corrió a lo largo de la banda de metal. Sam siguió tras él. No había espacio en el puente para otra persona al lado de Joe. Además, resultaba más discreto permanecer tras él.

Las cosas ocurrieron tan rápidamente que tan sólo en retrospectiva fue capaz Sam de reconstruir lo ocurrido.

Un gran ruido lo ensordeció, y un estremecimiento recorrió todo el puente, arrojándolo al suelo. Casi inmediatamente después, el otro extremo del puente se alzó, combándose como si sus asideros hubieran perdido su presa contra la barandilla, luego soltándose realmente con un crujir de metal rasgándose.

Sam, aferrándose asombrado a los bordes del puente, ambos brazos extendidos al máximo, los dedos engarfiados en el borde, alzó la vista.

Joe había dejado caer su enorme hacha. Esta se deslizó por el arqueado y ladeado puente y cayó por el abismo que se abría entre ambos barcos.

Joe no cayó, pero ahora estaba aullando colérico. ¿O era miedo? No importaba. Estaba aullando porque sus brazos habían sido atrapados contra su cuerpo por un lazo.

El otro lado de la cuerda que formaba estaba siendo atado a la barandilla de la cubierta de arriba. El hombre que había laceado a Joe desde la cubierta de hangares llevaba un sombrero del Oeste, lo suficientemente blanco como para resplandecer a la pálida luz. Sus dientes brillaron brevemente bajo la ancha ala.

Joe cayó del punte. Pero, en vez de bajar como plomo por el abismo abierto entre ambas embarcaciones, colgó a media altura y luego golpeó contra el casco del No Se Alquila. Entonces Joe dejó de aullar. Su cabeza colgó hacia un lado,, y quedó allí

suspendido como una mosca gigantesca atrapada en la tela de una araña aún más gigantesca.

¡Joe! ¡Joe! gritó Sam.

Parecía imposible que a Joe Miller pudiera ocurrirle algo serio. Era tan enorme, tan musculoso, tan... invencible. Un hombre del tamaño de un león de las cavernas o de un oso kodiak no podía ser... mortal... vulnerable.

No tenía mucho tiempo para tales pensamientos.

El punte continuaba oscilando hacia arriba mientras el Rex empezaba a volcar. Sam engarfió sus manos en los lados del puente, apartando su mirada de Joe. Vio a hombres y mujeres en los otros puentes soltar sus presas y, gritando, caer en el angosto abismo de oscuridad entre las dos embarcaciones.

Qué irónico que el fabuloso barco fluvial Rex, que él había construido, fuera responsable de matar a su creador. Qué burla que el primer barco lo atrapara a medio camino entre él y el segundo barco, suspendido allí como Mahoma entre el cielo y la tierra.

Entonces perdió presa, se deslizó hacia atrás por el puente, cayó en el ángulo formado por la ahora vertical cubierta y la horizontal mampara, intentó trepar, y resbaló boca abajo por el casco. De algún modo consiguió ponerse en pie y correr hacia abajo, hacia el Río. Luego estaba deslizándose de nuevo e intentando mantener el equilibrio en la curva que lo sumergió inexorablemente en el Río.

Abajo, cada vez más abajo, debatiéndose por liberarse de su armadura. Había perdido su casco en algún momento durante toda aquella lucha. Ahora se sentía aterrado ante la idea de no conseguir liberar a tiempo su cuerpo de la armadura para impedir ser absorbido por el naufragante Rex. Aquella colosal masa que se estaba hundiendo por momentos crearía un gran remolino que, cuando desapareciera bajo las aguas, arrastraría consigo todos los restos flotantes, todos los cuerpos animados o inanimados, hasta las profundidades tras ella. Y si él estaba fuertemente lastrado por su armadura y armas, iría abajo también. Aunque consiguiera librarse de todo ese peso, podía hundirse igualmente.

Finalmente, su cinturón y la bandolera y su cota de malla y el faldellín unidos a ella estuvieron fuera. Entonces se alzó, el pecho a punto de estallar, el antiguo horror a ahogarse amenazando con desgarrar su martilleante corazón, sus oídos resonando con un tañir de campanas procedente de las profundidades. Tenía que respirar pero no se atrevía. Allí abajo estaba el lodo, tan negro y maligno y tan profundo como la boca del Mississippi, y en torno a él estaba el agua, apretando como una Virgen de Hierro hecha de masilla, y arriba ¿cuan lejos? estaba el aire.

Era demasiado oscuro como para ver nada. Por todo lo que sabía, estaba hundiéndose cada vez más, hundiéndose de cabeza en aquella oscuridad en la dirección equivocada. No, sus oídos le dolerían si estuviera hundiéndose en vez de ascendiendo.

No podría resistirlo mucho tiempo más. No más de unos cuantos segundos. Luego... la muerte que aquel Mississippi de su juventud le había hecho temer más que cualquier otra muerte. Excepto una. Si tenía que morir, prefería hacerlo en el agua antes que en las llamas.

Por espacio de medio segundo, o el tiempo que necesitaran sus pensamientos para desenrollarse, visualizó a Erik Hachasangrienta.

Al menos esa némesis no le alcanzaría. El vikingo, como profeta y némesis, una máquina vengadora humana, era un fracaso. Todas aquellas pesadillas y todos aquellos años habían sido una tortura desperdiciada. Lo que el hombre había podido ver en el lejano futuro era una superstición.

Toda aquella gente en Hannibal que había profetizado que él moriría ahorcado se había equivocado por partida doble.

Resultaba extraño como tales pensamientos irónicos podían cruzar la mente de un hombre cuyo único pensamiento debería estar centrado en el bendito aire. ¿O estaba

realmente ahogándose, casi muerto, de tal modo que había olvidado el horror de tener que abrir sus pulmones para dejar entrar el agua, y estaba pensando pensamientos agonizantes, su cuerpo fláccido y hundiéndose, sus ojos velados, su boca abierta como cualquier habitante de las profundidades, con una débil chispa de electricidad en algunas células de su cerebro como única vida que aún permanecía en él?

Luego su cabeza estaba en el aire, y estaba bebiendo ávidamente el oxígeno, y alegre, alegre, alegre porque no estaba muerto.

Su agitante mano tocó una cuerda, retrocedió, la palpó, la agarró. Estaba colgando de una cuerda cuyo otro lado estaba atado a un montante de la cubierta principal de su barco. Estaba cerca de la popa. Unos cuantos segundos más, y el barco hubiera estado fuera de su alcance.

Era una suerte que hubiera encontrado tan pronto la cuerda. El Río tiraba de él, obligándole a aferrarse a la cuerda con tanta fuerza como se había aferrado antes al puente. El Rex había desaparecido, pero cerca de él había un enorme y profundo agujero, donde las aguas giraban y espumeaban. Algo tiró aún más fuerte de él cuando las paredes del vórtice se colapsaron.

¿Qué era lo que había hundido al Rex? ¿Un torpedo de la Prohibido Fijar Carteles?

Alzó la vista. No podía ver el cuerpo de Joe colgando de la cuerda. Podía ser que aún estuviera ahí, pero las cubiertas estaban demasiado lejos de él como para ver a Joe desde la superficie del Río. ¿Estaba aún colgando? ¿O el hombre que lo había laceado había cortado la cuerda? De ser así, Joe podía haber caído sobre la cubierta de abajo, una larga caída mejor pese a todo que hundirse en el agua. Pero podía estar muerto o agonizante. Ese largo arco que había trazado, terminando contra la mampara metálica, podía haberle roto las costillas, hundido el cráneo.

Pero ahora no importaba Joe. Tenía que salvarse a sí mismo.

Durante un cierto tiempo, mientras los gritos y los estallidos proseguían arriba, y ocasionalmente un hombre o una mujer saltaba por encima de la barandilla y caían con un chapoteo cerca de él, siguió colgando de la cuerda. Cuando el sonido de la inmediata batalla murió sorprendentemente de golpe, empezó a trepar. No era fácil, puesto que buena parte de su fuerza le había abandonado. Finalmente apoyó sus pies contra el casco e, inclinándose hacia afuera sobre el agua, se empujó hacia arriba con manos y pies, resoplando y jadeando, los músculos doliéndole, hasta que estuvo cerca de la barandilla. Soltó lentamente los pies del casco hasta que su rostro se apoyó contra el metal del barco, y empezó a izarse utilizando tan sólo sus brazos. Ahora deseó no haber olvidado tanto sus ejercicios diarios. Durante unos minutos, mientras descansaba, incapaz de proseguir su camino hacia arriba hasta recuperar el aliento, pensó que sus crispadas manos iban a soltar su presa. Que iba a caer de nuevo al Río, y todo habría terminado.

Finalmente, alzó una mano para aferrar la parte superior de la barandilla. Pasó su otra mano alrededor de ella. Inició el largo y doloroso tirar hacia arriba. Lo consiguió, consiguió pasar una pierna por encima del borde de la cubierta. Jadeando, se retorció hasta tener medio cuerpo sobre la cubierta. Entonces fue capaz de rodar sobre sí mismo en ella, quedándose tendido boca arriba mientras intentaba aspirar todo el aire del mundo dentro de sus pulmones.

Al cabo de un rato, su estrecho pecho dejó de subir y bajar tan anhelosamente, como un deteriorado fuelle de herrero. Giró la cabeza a un lado y a otro para mirar a lo largo de la cubierta. Seguía sin poder ver a Joe.

Quizá estaba demasiado lejos y el ángulo de visión era demasiado oblicuo. Necesitaba ir más allá, lo cual no podía hacer, o subir hasta la misma cubierta.

Por el momento, tenía que conseguir algún arma. Y tenía que conseguir también al menos un faldellín. Durante su debatir, sus ropas sujetas magnéticamente se habían desprendido. Desnudo vine a este mundo, y desnudo... tonterías. No estaba yéndose de él. Todavía no.

Se puso vacilantemente en pie. Cuerpos y partes de cuerpos estaban tendidos por todas partes en ambas direcciones sobre la cubierta. Partes de cuerpos o piernas surgían de las compuertas. Había armas por todas partes. También ropas.

Temblando de fatiga o de miedo o de ambas cosas, desnudó un cadáver. Unió las ropas formando un largo faldellín y una corta capa. Se colocó un cinturón en torno a su cintura, una bandolera al hombro; una pistola cargada en su funda; un machete en su mano. Estaba armado, pero eso no significaba que estuviera preparado para el combate. Había tenido suficiente lucha hoy como para que le durara todo el resto de su vida, incluso aunque viviera un millar de años.

Lo que deseaba era encontrar de nuevo a Joe. Ambos podrían reunirse con un grupo más grande de hombres. Y entonces estaría seguro de nuevo, o tan seguro como fuera posible dadas las circunstancias.

Por un momento pensó en refugiarse en una cabina. Podía aguardar allí y luego salir cuando la gente del Rex hubiera sido rechazada.

Era un pensamiento agradable, un pensamiento que cualquiera con una mente lógica y un poco de sentido común tendría.

Allá abajo en la cubierta, algo golpeó con un sonido metálico. Un hombre maldijo en voz baja; alguien respondió en voz baja también, pero más secamente, una reprimenda. Sam se detuvo, el hombro apretado contra la fría mampara. Cerca de proa, unas oscuras siluetas de hombres estaban bajando los peldaños desde la cubierta superior. Parecían ser una veintena.

Se deslizó hacia atrás, el hombro apretado contra el metal. Su mano izquierda tanteó tras él. Cuando tocó el borde de la abierta compuerta, se giró rápidamente y penetró en ella. Estaba en otro oscuro corredor que conducía directamente hacia la compuerta del otro lado. Esta estaba abierta, mostrando una pálida luz oblonga procedente únicamente de las estrellas y el vacilante relumbrar de la incendiada cubierta de vuelos.

Sam decidió dirigirse hacia aquel lado, y avanzó rápidamente hacia allá. Luego se detuvo.

Era su misión asegurarse de quiénes eran aquellos hombres y qué era lo que estaban haciendo. Quedaría como un estúpido si eran de su propia gente. Y si no lo eran, debería determinar lo que pretendían.

Por supuesto, estarían mirando en todas las entradas abiertas antes de pasar junto a ella. Abrió la puerta de una cabina y entró en ella, dejando la puerta parcialmente abierta. Desde aquel ángulo, podía verles pero ellos no podían verle a él en la oscuridad. Había abierto otra puerta de la cabina que daba al otro corredor a fin de poder refugiarse en ella si era necesario. No deseaba ser atrapado.

Sin embargo, no había nada que pudiera hacer en aquel momento acerca de su situación. El primero del grupo había saltado cruzando la abertura, deteniéndose contra el lado de la compuerta, donde era apenas visible, y había apuntado con una pistola. El segundo hombre saltó también y se apresuró al otro lado de la compuerta, su arma preparada.

Sam no disparó. Era posible que se contentaran tan sólo con escrutar el corredor. Se contentaron. Tras algunos segundos, uno de ellos dijo: ¡Todo bien!

Los dos volvieron al exterior, y las siluetas empezaron a cruzar frente a la oblonga abertura. El cuarto de ellos pasó, y Sam lanzó un jadeo. El perfil contra la luz indirecta de las estrellas era el de un hombre bajo de anchos hombros. La silueta caminaba con la andadura de Juan. Hacía treinta y tres años desde que había visto por última vez al monarca, pero había olvidado muy pocas cosas de él.


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