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17.92% EL Mundo del Río / Chapter 50: EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (19)

章節 50: EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (19)

La comida fue desazonante. Aquella "ruleta" oculta en las profundidades de su cilindro le deparó una comida que sólo un indio goshute podría haber tragado, e incluso con algunos esfuerzos. Sam tiró toda la comida, pero pudo consolarse con dos puros, cigarrillos, y un trago de un licor desconocido pero delicioso. Sólo con olerlo todo su sentido del gusto se ponía a bailar.

La reunión con Juan y el consejo duró tres horas. Tras mucho discutir y tras muchas votaciones, se decidió plantear al pueblo la cuestión de enmendar la Carta para que pudiese elegirse un consejero pro tem. Juan obstaculizó las cosas durante una hora, argumentando que no era necesario ningún referéndum. ¿Por qué no podía simplemente decir el consejo que estaba aprobada la enmienda? Ninguna explicación parecía aclarar estas cuestiones en la cabeza de Juan. No se trataba de que no fuese inteligente. Sencillamente, no era emocionalmente capaz de comprender la democracia.

La votación fue unánimemente favorable en aceptar a Firebrass como delegado oficial de Hacking. Pero se le vigilaría estrechamente. Después de todo esto, Juan se levantó e hizo un discurso, pasando en ocasiones del esperanto al francés normando cuando la emoción le dominaba. Su opinión era que Parolando debía invadir Soul City antes de que Soul City invadiese Parolando. Se iniciaría la invasión tan pronto como estuviesen listas las armas de fuego manuales y el acorazado anfibio Dragón de Fuego I. Sin embargo, quizá fuese mejor probar el temple de su acero y de las tropas primero en Nueva Britania. Sus espías estaban seguros de que Arturo planeaba atacarles pronto.

Los dos paniaguados de Juan le respaldaron, pero los demás, Sam incluido, votaron en contra. La cara de Juan se puso roja de ira, y maldijo y aporreó la mesa de roble, pero nadie decidió cambiar de opinión.

Después de la cena, los tambores transmitieron un mensaje de Hacking. Firebrass llegaría al día siguiente, antes del mediodía.

Sam se retiró a su oficina. A la luz de las lámparas que quemaban aceite de pescado

(pronto dispondrían de electricidad), él, Van Boom, Tania Velitski y John Wesley O'Brien,

los ingenieros, examinaron sus ideas sobre el barco fluvial y trazaron croquis sobre el papel. El papel escaseaba aún, pero necesitarían grandes cantidades para sus planos y copias. Van Boom dijo que debían esperar hasta que pudiesen obtener un cierto tipo de plástico. Sobre él podrían dibujar con "plumas" magnéticas y podrían introducirse correcciones y modificaciones simplemente desmagnetizando. Sam contestó que estaba muy bien, pero que quería empezar a construir el barco en cuanto estuviese terminado el anfibio. Van Boom dijo que no podía estar de acuerdo con ello. Que había demasiadas cosas en el aire.

Antes de que la reunión terminase, Van Boom sacó una Mark I de una gran bolsa.

-Tenemos ya diez -dijo-. Esta es tuya; felicidades de parte de Cuerpo de Ingenieros de

Parolando. Y aquí tienes veinte cartuchos de pólvora y veinte balas de plástico.

Puedes dormir con ella debajo de la almohada.

Sam le dio las gracias. Los ingenieros salieron y cerró la puerta. Luego fue a la habitación del fondo a charlar un rato con Joe Miller. Joe estaba aún despierto, pero dijo que no tomaba sedante aquella noche. Por la mañana se levantaría. Sam dio las buenas noches al gigante y se fue a su dormitorio, contiguo a la timonera. Bebió dos tragos de whisky y se acostó. Después de un rato consiguió adormilarse, aunque tenía miedo de que la lluvia de las tres en punto le despertase como siempre, y tuviese problemas para volver a dormirse.

Despertó, pero la lluvia había pasado ya. Se oían gritos. De pronto sonó una explosión que hizo estremecerse la timonera. Sam saltó de la cama. Se ató una especie de faldilla escocesa a la cintura, agarró un hacha, y corrió a la timonera. Se acordó de pronto de su pistola, pero decidió que volvería por ella cuando descubriese lo que pasaba.

El Río aún estaba cubierto de niebla, pero de ella brotaban centenares de figuras oscuras, y se veían sobre ella las puntas de unos altos mástiles. Por todas las llanuras y las colinas flameaban antorchas, retumbaban los tambores.

Hubo otra explosión. Un resplandor en la noche y cuerpos volando en todas direcciones.

Miró por la portilla de estribor. Las puertas de la pared de troncos que rodeaban el palacio del rey Juan estaban abiertas, y por ellas salían hombres. Entre ellos se destacaba la sólida figura de Juan.

Pero ya habían aparecido más hombres surgidos de entre las nieblas del Río. La luz de las estrellas los iluminaba mientras se alineaban y empezaban a avanzar, hilera tras hilera. Los primeros invasores estaban ya junto a las grandes fábricas, y avanzaban rápidamente a través de la llanura hacia las estribaciones de las colinas. Se produjeron algunas explosiones en las fábricas, bombas arrojadas para desalojar a los defensores. Y entonces Sam vio relampaguear una cola roja, desaparecer, y luego vio que un objeto negro volaba hacia él. Se tiró al suelo. Tras él retumbó una explosión, y estallaron los cristales de las portillas. Una bocanada de humo acre le envolvió y luego se dispersó.

Debería levantarse y correr, pero no podía. Se sentía ensordecido y paralizado. Podía estar a punto de caer otro cohete, y podía caer aún más cerca.

Una mano gigantesca lo agarró por el hombro y lo levantó. Otra mano se deslizó por sus piernas, y sintió que lo llevaban.

Los brazos y el pecho del gigante eran muy peludos y con músculos tan duros y cálidos como los de un gorila. Una voz tan profunda como si saliese del fondo de un túnel masculló:

-Cálmate, Zam.

-Déjame, Joe -dijo Sam-. Estoy bien. Solo un poco avergonzado. Y es lógico, además;

tengo motivos para sentirme avergonzado.

La conmoción se había desvanecido, y sintió que una sensación de relativa calma llenaba su vacío. La aparición del vigoroso titántropo le había dado seguridad. El buen Joe podía ser un subhumano y estar enfermo, pero aún así valía por un batallón.

Joe se había puesto su armadura de cuero. En una mano empuñaba una enorme hacha de acero de dos filos.

-¿Quiénez zon? -gruñó-. ¿Zon de Zoul Zity?

-No lo sé -dijo Sam-. ¿Te encuentras en condiciones de luchar? ¿Cómo va tu cabeza?

-Me duele. Pero puedo luchar muy bien. ¿Adonde vamoz?

Sam le llevó colina abajo a unirse con los hombres que estaban agrupados alrededor de Juan. Oyó que le llamaban. y al volverse vio al larguirucho de Bergerac, con Livy a su lado. Livy llevaba un pequeño escudo redondo de roble cubierto de cuero y una lanza con punta de acero. Cyrano llevaba una espada larga y resplandeciente. Sam enarcó las cejas. Era un florete.

-Morbleu! -exclamó Cyrano, y cambió luego a esperanto-: Tu armero me dio esto poco después de la cena... Dijo que no tenía sentido esperar.

Cyrano cortó el aire con su florete.

-Me siento vivo otra vez. ¡Acero... agudo acero!

Una explosión cercana les hizo tirarse al suelo. Sam esperó a estar seguro de que no venía otro cohete, y luego miró hacia su timonera. Había recibido un impacto directo; toda su parte central estaba destrozada. Las llamas se extendían por ella. Su diario desaparecería, pero podría recuperar luego su cilindro. Era indestructible.

En los minutos siguientes pasaron sobre ellos proyectiles de madera, con las colas flameando, lanzados por los bazucas de madera de los artilleros de Parolando. Los proyectiles cayeron cerca y algunos entre el enemigo, y explotaron con llamaradas de fuego y mucho humo negro que el viento disipaba rápidamente.

Llegaron tres correos a informar. El ataque se había producido en tres lugares a la vez, siempre desde el Río. El cuerpo principal estaba concentrado en aquella zona al parecer para lograr apoderarse de los dirigentes de Parolando, de las fábricas mayores y del anfibio. Los otros dos ejércitos estaban a kilómetro y medio de distancia a ambos lados. Los invasores eran hombres de Nueva Britania, de Kleomenujo y ulmaks de la otra orilla del Río. Los ulmaks eran salvajes que habían vivido en Siberia hacia el año treinta mil antes de Cristo, y cuyos descendientes habían emigrado cruzando los estrechos de Bering y se habían convertido en indios americanos.

Pues vaya con el servicio de espionaje del rey Juan, pensó Sam... A menos que esté aliado con los invasores. Pero si lo estuviese no andaría por aquí donde pueden matarle en cualquier momento...

Además, Arturo de Nueva Britania jamás pactaría con el tío que le había asesinado. Continuaban partiendo cohetes de ambos lados; sus cabezas explotaban lanzando su

metralla de piedra. Los de Parolando llevaban ventaja; podían echarse al suelo mientras sus cohetes explotaban entre objetivos que estaban de pie. Los invasores tenían que moverse; si no, igual podrían haberse quedado en casa. Sin embargo, era aterrador echarse al suelo y esperar el siguiente estallido, rezando para que no cayese más cerca que el anterior. Se oían los gritos de los heridos, que no eran, sin embargo, tan descorazonadores como podrían haber sido de no estar Sam tan ensordecido que apenas si podía oírlos, y si no estuviese además demasiado preocupado por sí mismo para pensar en los otros.

Luego, de pronto, los cohetes parecieron derrumbar el mundo. Una mano inmensa movió el hombro de Sam. Alzó los ojos y vio que a su alrededor había muchos que se ponían en pie. Los sargentos chillaban a los embotados oídos de sus hombres que formasen en orden de batalla. El enemigo estaba ahora tan cerca que ninguna de las dos partes utilizaba los cohetes o ya los habían lanzado todos.

Ante él había un cuerpo oscuro, un mar de enemigos vociferantes. Subían corriendo la ladera, y la primera, segunda y tercera fila cayeron atravesados por las flechas. Pero los de más atrás no se detuvieron. Saltaron sobre los caídos y continuaron avanzando. Y los arqueros pronto fueron aporreados, ensartados o acuchillados.

Sam procuraba mantenerse detrás de Joe Miller, que avanzaba lentamente, alzando y bajando su hacha. Y luego el gigante cayó, y el enemigo luchaba sobre él como un bando de chacales con un león. Sam intentó llegar hasta él; su hacha partió un escudo y una cabeza y un brazo alzado, y luego sintió un dolor abrasador en las costillas. Se vio empujado hacia atrás, mientras esgrimía el hacha hasta que la perdió hundida en un cráneo. Cayó sobre un montón de madera. Sobre él estaba el suelo ardiendo de su casa destrozada, que aún seguía en pie apoyada en tres ardientes pilares.

Se arrojó a un lado y allí estaba la pistola, la Mark I, que había dejado junto a la cama. Junto a ella tres cartuchos de pólvora y unas balas de plástico. La explosión los había lanzado fuera.

Dos hombres giraban junto a él en una loca danza, cogidos de las manos, jadeando por el esfuerzo y mirándose a las caras ensangrentadas. Se detuvieron un instante, y Sam reconoció al rey Juan. Su adversario era más alto pero no tan fuerte. Había perdido el yelmo, y tenía también el pelo castaño y ojos que parecían azules a la luz de las llamas.

Sam abrió la pistola, la cargó tal como había hecho aquella mañana en las colinas, y se puso en pie. Los dos hombres aún luchaban. Retrocedían alternativamente sin que la lucha se decidiese. Juan enarbolaba un cuchillo de acero en la mano derecha. El otro, un hacha también de acero. Ambos cogían con su mano libre la mano armada del otro.

Sam miró a su alrededor. Nadie venía hacia él. Dio unos pasos hacia adelante y apuntó con la pistola, sujetándola firmemente con ambas manos. Apretó el gatillo, sonó el clic, el arma se ladeó por el retroceso, luego hubo un centelleo, pudo colocar de nuevo el arma recta, se oyó un estruendo, brotó una nube de humo, y el adversario de Juan se derrumbó con la parte izquierda del cráneo destrozada.

Juan cayó al suelo, jadeando. Luego se levantó, miró a Sam que cargaba de nuevo el arma, y dijo:

-¡Muchas gracias, socio! ¡Ese hombre era mi sobrino Arturo!

Sam no contestó. Si lo hubiese pensado con más frialdad, hubiese esperado a que Arturo matase a Juan y luego le hubiese volado la cabeza. Resultaba irónico que él, Sam, que tanto podía ganar con la muerte de Juan, fuese responsable de su salvación. Además, no podía esperar gratitud de Juan. En el alma de aquel hombre no había sitio para algo así.

Sam terminó de cargar su pistola y se alejó buscando a Joe Miller, pero vio a Livy que retrocedía ante un gran ulmak, cuyo brazo izquierdo colgaba ensangrentado, mientras con el otro aporreaba con un hacha de acero su escudo. Ella tenía la lanza rota, y en unos cuantos segundos el ulmak le habría roto el escudo o la habría derribado. Sam cogió la pistola por el cañón, y golpeó por detrás al ulmak en la cabeza con la culata. Livy cayó agotada y se puso a gemir en el suelo. Se habría acercado a consolarla, pero le pareció que estaba bien, y además no sabía dónde estaba Joe Miller. Se lanzó entre los combatientes, y vio a Joe otra vez en pie, echando abajo cabezas, troncos y brazos con mandobles de su gran hacha.

Sam se detuvo a unos pasos de un hombre que se acercaba a Joe por detrás con una gran hacha en las manos, disparó, y la bala arrancó una parte del pecho de aquel hombre.

Un minuto después, los invasores huían en desbandada. El cielo tenía un tono grisáceo, pero a su luz se veía claramente que Parolando había rechazado el ataque de norte a sur. Las otras dos columnas habían sido rechazadas, y los esfuerzos enviados sobrepasaban en número a los invasores. Además, los cohetes destrozaban barcos y canoas que esperaban a los derrotadas.

Sam se sentía demasiado emocionado para deprimirse por las pérdidas y los daños. Por primera vez no le había asaltado el miedo que siempre se apoderaba de él en la lucha. Realmente, había disfrutado la batalla durante los últimos diez minutos.

Su gozo se esfumó al instante. Hermann Goering, con los ojos desorbitados y desnudo, la cabeza llena de sangre, apareció en el campo de batalla. Alzaba los brazos y gritaba:

-¡Oh, hermanos y hermanas! ¡Avergonzaos! ¡Habéis matado, habéis odiado, habéis deseado la sangre y el éxtasis de la matanza! ¿Por qué no abristeis vuestros brazos y aceptasteis con amor a vuestros enemigos? ¿Por qué no les dejasteis que hiciesen lo que deseasen? ¡Habríais muerto y sufrido, pero la victoria final habría sido vuestra! ¡El enemigo habría sentido vuestro amor... y la próxima vez habría dudado antes de lanzarse a la guerra! Y luego podría haberse preguntado: "¿Qué es lo que hago? ¿Por qué he de hacer esto? ¿Qué saco de ello? No he ganado nada..." Y vuestro amor habría ablandado la dureza de su corazón, y...

Juan se acercó por detrás a Goering y le dio un golpe en la cabeza con el mango de su cuchillo. Goering cayó de bruces y quedó tendido boca abajo, sin moverse.

-¡Hemos de ajustar las cuentas a los traidores! -gritó Juan. Miró a su alrededor furioso y luego chilló-: ¿Dónde están Trimalchio y Mordaunt, mis embajadores?

-No creerás que van a ser tan estúpidos como para andar por aquí -dijo Sam-. Jamás podrás agarrarlos. Sabrán que tú sabes que se vendieron a Arturo.

Era ilegal lo que Juan había hecho golpeando a Goering, pues en Parolando estaba admitida la libertad de expresión, pero Sam no pensó que fuese muy adecuado detener a Juan en aquel momento, y además, también él había sentido ganas de darle un golpe al alemán.

Livy, gimiendo aún, pasó por su lado. Sam la siguió hasta donde estaba Cyrano, sentado sobre una pila de cadáveres. El francés tenía como una docena de heridas, aunque ninguna grave, y su florete estaba teñido de sangre hasta la empuñadura. Había hecho toda una demostración de sus cualidades.

Livy se arrojó en brazos de Cyrano. Sam se volvió. Ella ni siquiera le había dado las gracias por salvarle la vida. Oyó un estruendo a su espalda. Se volvió. El resto de su casa se había desplomado, derribando los pilares.

Sintió que las fuerzas le abandonaban, pero poco descanso iba a poder permitirse aquel día. Había que valorar víctimas y daños. Había que transportar a los muertos al departamento de transformación de las colinas, donde se utilizaba su grasa para fabricar glicerina. Era algo repugnante pero necesario, y a los propietarios de los cuerpos no les importaba. Estarían vivos y enteros otra vez en algún punto lejano a orillas del Río.

Además, había que preparar a toda la población para una llamada a las armas, y había que acelerar las obras de las murallas a lo largo de la orilla del Río. Había que enviar exploradores y mensajeros para saber cuál era la situación militar. Los ulmaks, los habitantes de Kleomenujo y los neobritanos podían lanzar un nuevo ataque a gran escala.

Un capitán informó que Cleomenes, el dirigente de Kleomenujo, había sido hallado muerto a la orilla del Río, con el cerebro agujereado por un trozo de metralla de piedra. Así acababa el hermanastro del gran espartano Leónidas, que defendió el paso de las Termopilas. O así acababa en aquella zona, por lo menos.

Sam designó a algunos hombres para que se trasladaran inmediatamente en barco a ambos países. Debían comunicar que Parolando no se proponía tomar venganza si los nuevos dirigentes daban garantías de amistad. Juan protestó, considerando que debía habérsele consultado, y hubo una discusión breve pero violenta. Sam aceptó por fin que Juan tenía en principio razón, pero no había tiempo de discutir determinadas cuestiones. Juan le informó de que, según la ley, Sam tenía que consultar aunque no hubiese tiempo. Toda decisión debía estar aprobada por los dos.

A Sam le enfurecía tener que darle la razón a Juan, pero la tenía. Ellos no podían dar órdenes contradictorias. Fueron juntos a inspeccionar las fábricas. Los daños no eran graves. Los invasores no querían, claro está, destruirlas, dado que se proponían utilizarlas. El anfibio, el Dragón de Fuego I, estaba intacto. Sam se estremeció al pensar en lo que hubiese sucedido si estuviera ya terminado y el enemigo se hubiese apoderado

de él. Con él hubiesen arrasado Parolando, situándose en el centro de la zona y luchando en el perímetro interno hasta recibir refuerzos. Tendrían que destinar una guardia especial a la protección del vehículo.

Se quedó dormido después de comer en la cabaña de un consejero. Le pareció que acababa de cerrar los ojos cuando le despertaron. Joe estaba de pie junto a él, resoplando aromas de whisky por su tremenda probóscide.

-Acaba de dezembarcar la delegación de Zoul Zity.

-Firebrass -dijo Sam, levantándose de la silla-. Me había olvidado de él. ¡Vaya momento de aparecer!

Bajó caminando hasta el Río, donde había fondeado un catamarán junto a la piedra de cilindros. Juan estaba ya allí, recibiendo a la delegación, formada por seis negros, dos árabes y dos hindúes. Firebrass era un individuo de pelo rizado, bajo y bronceado, con grandes ojos castaños moteados de verde. Su gran frente y sus hombros de vigorosos músculos contrastaban con la delgadez de sus piernas, dando la sensación de que todo su ser estaba arriba. Hablaba en esperanto al principio, pero más tarde utilizó el inglés. Era un inglés muy extraño, lleno de argot y de términos que Sam no comprendía. Pero Firebrass respiraba franqueza y cordialidad, y Sam se sintió contento de tenerle por allí.

-Será mejor que volvamos al esperanto -dijo Sam, sonriendo y echando un poco más de whisky en el vaso de Firebrass-. ¿Es el argot de los hombres del espacio o el dialecto de Soul City?

-De los hombres del espacio -contestó Firebrass-. El inglés de Soul City es bastante libre, pero la lengua oficial es el esperanto, por supuesto. Hacking pensó en el árabe durante un tiempo, pero ahora no se siente demasiado feliz con sus árabes -añadió en voz más baja,- mirando a Abderramán y a Ali Fazjuli, los miembros árabes de la delegación.

-Como puedes ver -dijo Sam-, no estamos en condiciones de tener una conferencia larga y tranquila. Por ahora. Tenemos que arreglar todo esto, conseguir información sobre lo que sucede fuera de Parolando, y reparar nuestras defensas, pero sois todos bienvenidos. Y podremos tratar nuestros asuntos dentro de unos días.

-Es igual -dijo Firebrass-. Si no os importa, me gustaría echar un vistazo.

-A mí no me importa, pero tiene que dar también su consentimiento el otro cónsul.

Juan, sonriendo como si el exponer al aire sus dientes pudiera dañarlos (y probablemente en esta ocasión así era), dio permiso a Firebrass. Pero dijo que tendría que acompañarle una guardia de honor siempre que abandonase la residencia que le fuera asignada. Firebrass le dio las gracias, pero otro delegado, Abdula X, protestó enérgicamente, añadiendo a su protesta algunos términos obscenos. Firebrass guardó silencio un instante y luego dijo a Abdula que debía comportarse con corrección, pues eran huéspedes. Sam se lo agradeció, pero se preguntó si aquel exabrupto de Abdula y la orden de Firebrass no serían algo amañado de antemano.

No había resultado fácil permanecer allí sentado escuchando, aunque los insultos iban dirigidos a la raza blanca en general y no a un blanco en particular. Muy a su pesar, Sam no podía por menos que dar la razón a Abdula. Tenía razón respecto a cómo habían sido antes las cosas. Pero la antigua Tierra estaba muerta; ahora vivían en un mundo nuevo.

Sam condujo personalmente a los delegados a tres cabañas contiguas que habían pertenecido a los hombres y mujeres muertos la noche anterior. Luego, se trasladó a una cabaña próxima a la delegación.

Sonaron tambores junto a la piedra de cilindros. Tras un minuto, contestaron otros desde la orilla. El Río traía una respuesta. El nuevo jefe de los ulmak deseaba la paz. Shrubgrain había engañado a su pueblo llevándolo a la derrota.

Sam dio órdenes de que se transmitiese una petición de conferenciar al nuevo jefe

Theelburm.

Los tambores de la Tierra de Chernsky dijeron que Iyeyasu, que gobernaba una extensión de tierra de unos diecisiete kilómetros entre Nueva Britania y Kleomenujo, había invadido Nueva Britania. La noticia significaba que los neobritanos no molestarían ya a Parolando, pero de todos modos preocupaba a Sam. Iyeyasu era un hombre muy ambicioso. En cuanto consolidase su estado añadiéndole Nueva Britania, podría pensar que era lo bastante fuerte como para apoderarse de Parolando.

Más tambores. Publius Crasus enviaba sus más cálidas felicitaciones y anunciaba que iría al día siguiente a visitar Parolando para ver en que podía ayudar.

Y también para ver lo duro que ha sido el golpe y si podemos constituir una presa fácil, pensó Sam. Hasta entonces, Publius había mostrado voluntad de cooperar, pero un hombre que había servido bajo las órdenes de Julio César podía tener su propia vena de cesarismo.

Goering, con la cabeza envuelta en una toalla ensangrentada, pasó tambaleándose, apoyado en dos de sus seguidores. Sam esperaba que aquello le animase a abandonar Parolando, pero no tenía demasiada fe en la perspicacia del alemán.

Se fue a dormir aquella noche mientras alumbraban antorchas por todas partes y los guardianes atisbaban sombras y niebla. Tuvo un sueño agitado, pese a su intensa fatiga. Se revolvió y dio vueltas en la cama, y se despertó una vez con el corazón palpitante, la piel fría, seguro de que en la cabaña había una tercera persona. Esperaba ver la borrosa figura del Misterioso Extraño acuclillada junto a su cama. Pero allí no había nadie más que él y la monstruosa masa de Joe tendida sobre una gran cama de bambú próxima a la suya.


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