Era completamente inverosímil que un hada de primavera usara armas y mucho menos una joven hembra, pero Alia no era como ninguna otra dama de su corte. Fascinada con las extraordinarias habilidades de su padre, siendo aún una niña, le había pedido que le enseñase el arte de la espada a Syd. Y aquel que no le negaba nada, la había instruido sin miramientos a pesar de que sus acciones no fueran vistas con buenos ojos por nadie. Incluso Lux había criticado y hablado en contra del adiestramiento. En todo el reino sólo Jadem había estado de su parte. Lo cierto era que, gracias a las enseñanzas de su padre, Alia no se consideraba indefensa frente a nada ni nadie. Desde pequeña ella se había centrado de lleno en su dominio de la lucha con armas y otras técnicas que su padre le mostró. Había aprendido bien y si de luchar se trataba actualmente, entre los guerreros de su reino, sólo temía como adversario al propio Syd.
Sin embargo, Alia desconocía acerca del uso de la magia. Ella siempre había escuchado decir a Lux que la magia de las hadas de primavera era la más hermosa, pero que no era altamente defensiva como las de las hadas de otoño o significativamente agresiva y peligrosa como ocurría con los poderes de las hadas de invierno y verano.
Atenta ahora al más mínimo de los sonidos, aguzó sus ojos y olfateó: las sombras podían jugarle malas pasadas mientras escudriñaba las lisas rocas dispersas sobre la planicie, pero sus oídos con seguridad no iban a engañarla. Sin embargo, Alia no escuchó nada, fue gracias a su olfato que detectó al intruso. Olía a madera recién cortada y a alcohol sobre todo a alcohol. Ella tampoco lo escuchó incluso cuando el olor se hizo más y más fuerte hasta que la extraña presencia fue tan eminente que la joven retrocedió lanzando un tajo con su daga más larga. Pronto las tuvo a ambas desenfundadas: una hermosa pareja de largas cuchillas exquisitamente talladas con cristales transparentes y pálidos diamantes. Habían sido un regalo de su padre y eran una reliquia familiar que llevaba los colores de su casa: blanco y plata. Para Alia eran como un recordatorio de que quizás Syd aún la quería; puesto que hasta ese día no se las había reclamado. Las dagas eran hermanas y una hubiera sido la copia de la otra de no ser por el largo de las hojas: mientras que la primera era del largo de su antebrazo la otra era aproximadamente la mitad. El pomo de ambas tenía dos extensiones laterales que eran como cuchillas por su cara exterior, de modo que se hacía muy difícil el maniobrarlas; no obstante, a la temprana edad de diez años, Alia había dominado y perfeccionado ya su uso.
Otra vez Alia reculó siendo consciente de que se acercaba al despeñadero. Estaba realmente desconcertada y es que nunca había imaginado la posibilidad de enfrentar un enemigo invisible. Sin embargo, después de comenzar a fintar hacia todas direcciones, un pensamiento le vino a la mente: no tenía razones de peso hasta el momento para pensar que la presencia era hostil.
- ¿Quién anda por ahí? - En efecto, quizás el intruso no era un enemigo y pensando en esto bajó un poco su guardia. - No te haré daño y que jamás florezcan las plantas si miento.
Entonces se escuchó una risa y a continuación una voz:
- Cómo detesto ese juramento. Atrápala, Atlas.
Alia se quedó de una pieza. Al principio estuvo de acuerdo con el extraño pues ella también odiaba el juramento de las hadas de primavera, pero era algo sagrado para los suyos ¿qué más podía decir para darle confianza? Sin embargo, cuando el desconocido terminó de hablar fue como si un rayo la hubiese fulminado enviando electricidad por sus venas. Alia dio un salto y dibujó velozmente un círculo mortal a su alrededor con ambas dagas, sus sentidos en máxima alerta. Entonces una voz menos elegante que la primera, pero más profunda y ronca se dejó escuchar, para sorpresa de Alia muy cerca de ella.
- Pero Iaago, es como una avispa... de seguro sus dagas están envenenadas con polen de flores de pantano.
Agradeciendo esta estúpida creencia Alia saltó hacia su izquierda presentando sus cuchillas hacia la dirección de la última voz.
- ¡Hazlo ya Atlas! No le rompas ni un cabello, ella nos matará si se lastima. Vamos, es sólo una niña… - Escuchó que soltaba, sonando impaciente, el que hablaba con un hermoso timbre y voz extrañamente atractiva.
Desorientada, mientras se preguntaba en un rincón de su mente quién podría ser esa que la quería, Alia barrió el espacio a su alrededor con su daga más larga. Empuñando su segunda hoja muy cerca del pecho echó a correr hacia la derecha como una centella rogando que no hubiese ningún enemigo en aquella dirección. La volvía loca luchar contra algo que no podía percibir de ningún modo. Si hubiese tenido su instrucción de la magia, ella quizás hubiese conocido algún truco para contrarrestarlo, pero Alia era una inexperta. Por no mencionar que era además una completa cría. Sí, sus veintidós años no significaban nada si se comparaban con la longeva existencia de seres y criaturas milenarias en la dimensión mágica. Entonces algo la golpeó en ambos hombros, no dolorosamente pero sí sorprendiéndola hasta los huesos. Alia salió despedida hacia atrás mientras perdía el equilibro bruscamente y antes de que saliera de su estupor fue asida por el cuello. Inmediatamente el aire le faltó y ella estuvo a punto de gritar muerta de incertidumbre, pero para no hacerlo mordió su lengua hasta sangrar.
Pronto un gigantesco brazo apareció frente a ella y poco a poco el resto del enorme cuerpo fue visible. Era un trol y le sacaba fácilmente más de ocho cabezas a Alia. Ella no pudo definir sus rasgos porque su vista se estaba llenando de manchas y le zumbaban los oídos.
Alia era consciente de las dos dagas en sus manos, las apretaba como si fueran su vida, sin embargo, no tenía fuerzas para levantarlas. Con un penoso esfuerzo pateó a su agresor, pero no tuvo ningún efecto. Fue entonces que vio que una extraña luz verdosa se le acercaba y cerró los ojos cegada por su irradiación.
- ¡Atento! ¡Qué le vas a asfixiar! - Y esto fue lo último que alcanzó a escuchar Alia porque perdió el conocimiento mientras se sumergía en una inquietante y terrible oscuridad.