4 RECUERDOS
-Me equivoqué con el primero, los resultados que ha obtenido en las pruebas son satisfactorios, pero su carácter no acaba de encajar en la Escuela de Batalla.
-No entiendo cómo ha llegado a esta conclusión a partir de las pruebas que me ha mostrado.
-Es muy agudo. Da las respuestas correctas, pero no son verdad.
-¿Y qué prueba realizó usted para determinar eso?
-Cometió un asesinato.
-Sí, eso es un contratiempo. ¿Y el otro? ¿Qué se supone que voy a hacer con un niño tan pequeño? A un pez tan chico normalmente se le vuelve a arrojar a la corriente.
-Enséñenle. Denle de comer. Crecerá.
-Ni siquiera tiene nombre.
-Sí que lo tiene.
-¿Bean? ¿Habichuela? Eso no es un nombre, es una broma.
-No lo será cuando termine con eso.
-Consérvelo hasta que tenga cinco años. Haga con él lo que pueda y muéstreme los resultados entonces.
-Tengo que encontrar a otros.
-No, sor Carlotta, no. En todos sus años de búsqueda, éste es el mejor que ha encontrado. Y no hay tiempo para encontrar otro. Eduque a éste, y toda su obra merecerá la pena, por lo que respecta a la F.l.
-Me asusta cuando dice que no hay tiempo.
-No veo por qué. Los cristianos llevan milenios esperando el final inminente del mundo.
-Pero todavía no ha llegado este final.
-Hasta ahora.
Al principio, lo único que le importaba a Bean era la comida. Había suficiente. Comía todo lo que caía en sus manos. Comía hasta que se quedaba repleto: ésa era la palabra más milagrosa de todas, que hasta ese momento no había tenido ningún significado para él. Comía hasta saciarse. Comía hasta reventar. Comía con tanta frecuencia que descargaba las tripas todos los días, a veces dos veces al día. Se reía de eso y se lo contaba a sor Carlotta.
-¡Todo lo que hago es comer y cagar!
-Como una bestia del bosque -decía la monja-. Es hora de que empieces a ganarte esa comida.
Naturalmente, ella cada día le daba clases de lectura y aritmética, para que llegara al
«nivel» adecuado, aunque nunca especificaba qué nivel tenía en mente. También le daba tiempo para dibujar, y había sesiones que consistían en sentarse y tratar de evocar todos los
detalles sobre sus primeros recuerdos. El sitio limpio le resultaba particularmente fascinante. Pero la memoria tenía sus límites. Entonces él era muy pequeño, y su lenguaje no era muy rico. Para él, todo era un misterio. Recordaba haber subido por la barandilla de su cama y haber caído al suelo. No caminaba bien entonces. Gatear era más fácil, pero le gustaba andar porque eso era lo que hacían los mayores. Se agarraba a los objetos y a las paredes, y progresaba tanto con sus pies que gateaba solamente cuando tenía que cruzar un espacio despejado.
-Debías de tener ocho o nueve meses -dijo sor Carlotta-. La mayoría de la gente no conserva ningún recuerdo de esa edad.
-Recuerdo que todo el mundo estaba inquieto. Por eso escapé de la cama. Todos los niños tenían problemas.
-¿Todos los niños?
-Los pequeños como yo. Y los más grandes. Algunos adultos entraban y nos miraban y lloraban.
-¿Porqué?
-Cosas malas, eso es todo. Yo sabía que iba a pasar algo malo y que les ocurriría a todos los que estábamos en las camas. Así que me escapé. No fui el primero. No sé qué les pasó a los demás. Oí que los adultos gritaban y se enfadaban cuando descubrieron las camas vacías. Me escondí, y no me encontraron. Tal vez encontraron a los otros, tal vez no. Todo lo que sé es que cuando salí todas las camas estaban vacías y la habitación estaba muy oscura, excepto un cartel luminoso que decía «salida».
-¿Sabías leer entonces? -preguntó ella. Parecía escéptica.
-Cuando supe leer, recordé que ésas eran las letras del cartel -dijo Bean-. Eran las únicas letras que vi entonces. Por eso las recordé.
-Así que te quedaste solo y las camas estaban vacías y la habitación a oscuras.
-Ellos volvieron. Los oí hablar. No entendí la mayoría de las palabras. Me escondí otra vez. Y esta vez, cuando salí, incluso las camas habían desaparecido. En cambio, había mesas y archivadores. Una oficina. Y no, no sabía entonces qué era una oficina, pero ahora sé lo que es y recuerdo que en eso se convirtió la habitación. Oficinas. La gente entraba durante el día y trabajaba allí, sólo unos pocos al principio, pero mi escondite resultó no ser demasiado bueno, cuando la gente trabajaba allí. Y tenía hambre.
-¿Dónde te escondiste?
-Venga, usted lo sabe. ¿No?
-Si lo supiera, no te Jo preguntaría.
-Vio la forma en que actué cuando me enseñó la taza del lavabo.
-¿Te escondiste dentro de la taza?
-En el depósito de detrás. Era difícil levantar la tapa. Y allí dentro no se estaba cómodo. No sabía para qué servía. Pero la gente empezó a utilizarlo, y el agua subía y bajaba y las piezas se movían y me daban miedo. Y, como decía, tenía miedo. Sí, sed no pasé, pero me meaba, allí dentro. Mi pañal estaba tan empapado que se me cayó del culo. Estaba desnudo.
-Bean, ¿entiendes lo que me estás diciendo? ¿Que estabas haciendo todo eso antes de cumplir un año?
-Es usted quien dijo qué edad tenía -replicó Bean-. Yo no sabía nada de edades, entonces. Me dijo usted que recordara. Cuanto más le cuento, más cosas vuelven a mí. Pero si no me cree...
-Es que... claro que te creo. Pero ¿quiénes eran los otros niños? ¿Qué era ese lugar
donde vivías, ese sitio limpio? ¿Quiénes eran esos adultos? ¿Por qué se llevaron a los otros niños? Se trataba de algo ilegal, sin duda.
-Sí, puede que sí. Da igual -dijo Bean-. Me alegré de salir del lavabo.
-Pero has dicho que estabas desnudo. ¿Y saliste de allí?
-No, me encontraron. Salí del lavabo y un adulto me encontró.
-¿Y qué ocurrió luego?
-Me llevó a casa. Así encontré ropas. Las llamé ropas entonces.
-Ya hablabas.
-Un poco.
-Y ese adulto te llevó a casa y te dio ropas.
-Creo que era un conserje. Ahora sé más sobre los trabajos y creo que eso es lo que era. Trabajaba de noche, y no llevaba un uniforme como los guardias.
-¿Qué pasó?
-Entonces descubrí por primera vez lo que era legal e ilegal. No era legal que él tuviera un niño. Oí que hablaba de mí a su mujer, a voces, pero no logré entender nada. De todos modos, al final supe que había perdido y ella había ganado, y él empezó a decirme que tenía que marcharme, y por eso me fui.
-¿Te dejó suelto en las calles?
-No, me marché. Creo que él iba a entregarme a otra persona, y me dio miedo, así que me marché antes de que pudiera hacerlo. Pero ya no estaba desnudo ni tenía hambre. Era un hombre amable. Apuesto a que en cuanto me marché no tuvo más problemas.
-Y entonces empezaste a vivir en las calles.
-Más o menos. Encontré un par de sitios, y allí me dieron de comer. Pero siempre, otros niños, más grandes, veían que me alimentaban y acudían a mí gritando y mendigando, y la gente dejaba de darme comida o bien los niños más grandes me apartaban y me quitaban el alimento de las manos. Me sentía asustado. Una vez un niño mayor se enfadó tanto porque yo comía que me metió un palo por la garganta y me hizo vomitar lo que acababa de comer, allí en el suelo. Incluso trató de comérselo, pero no pudo: también le hizo vomitar. Ésa fue la vez que pasé más miedo. Me escondí después de eso. Me escondí. Todo el tiempo.
-Y pasaste hambre.
-Y me mantuve alerta, observando -dijo Bean-. Comía algo. De vez en cuando. No me morí.
-No, no lo hiciste.
-Vi muchos niños que morían. Montones de niños muertos. Grandes y pequeños. Me preguntaba cuántos de ellos procedían del sitio limpio.
-¿Reconociste a alguno?
-No. No parecía que ninguno hubiera vivido en el sitio limpio. Todos parecían hambrientos.
-Bean, gracias por contarme todo esto.
-Usted me lo pidió.
-¿Te das cuenta de que es imposible que pudieras haber sobrevivido tres años siendo tan pequeño?
-Supongo que eso significa que estoy muerto.
-Es sólo... estoy diciendo que Dios debe de haber cuidado de ti.
-Sí. Bueno, seguro. ¿Entonces por qué no cuidó de todos esos niños muertos?
-Los tomó en su corazón y los amó.
-¿Entonces no me amó a mí?
-No, te amó también, es que...
-Porque si me observaba con tanta atención, podría haberme dado algo de comer de vez en cuando.
-Te trajo a mí. Tiene algún gran propósito en mente para ti, Bean. Puede que no sepas qué es, pero Dios no te mantuvo con vida en esa situación extrema sin motivo.
Bean estaba cansado de hablar sobre eso. Ella parecía muy feliz cuando hablaba de Dios, pero él no había descubierto todavía ni siquiera lo que era Dios. Era como si ella quisiera darle a Dios crédito por todas las cosas buenas, pero cuando eran malas, entonces no mencionaba a Dios o se las apañaba de alguna forma para que al final todo fuera bueno. Por lo que Bean podía ver, los niños muertos habrían preferido vivir, pero con más comida. Si Dios los amaba tanto, y podía hacer lo que quisiera, ¿por qué no había más comida para esos niños? Y si Dios quería que se muriesen, ¿por qué no dejó que se murieran antes, o que no hubieran nacido, para no tener que sufrir tanto y esforzarse en tratar de seguir con vida, cuando él se los iba a llevar de todas maneras? Nada de todo eso tenía sentido para Bean, y cuanto más hablaba sor Carlotta, menos entendía él. Porque si había alguien a cargo de este mundo, entonces debería ser justo, y si no era justo, entonces, ¿por qué debería estar sor Carlotta tan feliz de que estuviera a cargo?
Pero cuando trataba de exponerle sus razonamientos, ella se molestaba mucho y seguía hablando sobre Dios y empleaba palabras que él no conocía, en cuyo caso era mejor dejarla decir lo que quisiera y no discutir.
Eran las lecturas lo que le fascinaban. Y los números. Le encantaba eso. Tener papel y lápiz para poder escribir cosas de verdad, eso sí que era útil.
Y los mapas. Ella no le enseñó los mapas al principio, pero había algunos en las paredes, y las formas que tenían lo llenaban de fascinación. Se acercaba a ellos y leía las palabritas escritas, y un día vio el nombre de un río y se dio cuenta de que el azul eran los ríos y las zonas azules aún más grandes eran lugares que contenían todavía más agua que el río. Entonces advirtió que algunas de las otras palabras eran los mismos nombres que había escritos en los carteles de las calles, y cuando supuso que de algún modo esto era una imagen de Rotterdam, todo cobró sentido. Rotterdam tal como lo vería un pájaro, si los edi- ficios fueran todos invisibles y las calles estuvieran todas vacías. Encontró dónde estaba el nido, y dónde había muerto Poke, y todo tipo de otros lugares.
Cuando sor Carlotta descubrió que comprendía el mapa, se puso muy nerviosa. Le mostró mapas donde Rotterdam era sólo un montoncito de líneas, y uno dónde sólo era un punto, y uno donde era demasiado pequeño para verse siquiera, pero ella sabía dónde debería estar. Bean nunca había advertido que el mundo era tan grande. O que viviera tanta gente en él.
Pero sor Carlotta volvía una y otra vez al mapa de Rotterdam, para que recordara y situara sus primeras experiencias. Sin embargo, nada parecía igual en el mapa, así que no era fácil, y él tardó mucho tiempo en localizar algunos sitios donde la gente le había dado de comer. Se los mostró a sor Carlotta, y ella hizo una señal en el mapa, indicando cada sitio. Después de algún tiempo él comprendió que todos aquellos lugares estaban agrupados en una zona, pero concatenada, como si indicaran un camino desde donde encontró a Poke y retroceder en el tiempo hasta...
El sitio limpio.
Sólo que era demasiado difícil. Al escapar del sitio limpio con el conserje, Bean había pasado mucho miedo. No sabía dónde estaba. Y la verdad era que, como la propia sor
Carlotta decía, el conserje podía haber vivido en cualquier lugar. Así que todo lo que iba a descubrir siguiendo el camino de Bean en sentido inverso era quizás el apartamento del conserje, o al menos donde vivía hacía tres años. E incluso así, ¿qué sabría el conserje?
Sabría dónde estaba el sitio limpio, eso sabría. Y ahora Bean lo comprendió todo:
para sor Carlotta era muy importante descubrir de dónde venía él.
Descubrir quién era realmente.
Sólo que... ya sabía quién era. Trató de decírselo a ella.
-Estoy aquí mismo. Esto es lo que soy realmente. No estoy fingiendo.
-Lo sé -dijo ella, riendo, y lo abrazó, lo cual le pareció agradable. Al principio, cuando ella empezó a hacerlo, Bean no sabía qué hacer con las manos. Tuvo que enseñarle a devolverle el abrazo. Había visto a algunos niños pequeños (los que tenían padres o madres) haciendo eso, pero él siempre había creído que se agarraban fuerte para no caerse a la calle y perderse. No sabía que se hacía sólo porque era agradable. El cuerpo de sor Carlotta tenía lugares duros y lugares blandos, y le resultaba muy extraño abrazarla, Recordó el momento en que Poke y Aquiles se abrazaron y se besaron, pero no deseaba besar a sor Carlotta y en cuanto se familiarizó con todo lo que significaba abrazarse, tampoco deseó hacerlo. Dejaba que ella lo abrazara. Pero ni siquiera pensaba en abrazarla. Ni se lo planteaba.
Sabía que a veces ella lo abrazaba en vez de explicarle cosas, y eso no le gustaba. No quería confesarle por qué era tan importante descubrir el sitio limpio, así que lo abrazaba y decía:
-Oh, querido, oh, pobrecito.
Pero eso sólo significaba que era aún más importante de lo que decía, y que pensaba que era demasiado estúpido o ignorante para comprender sí ella trataba de explicárselo.
Bean seguía tratando de recordar más y más, si podía, sólo que ahora no se lo contaba todo a ella porque no quería contárselo todo, y san-seacabó. Encontraría la habitación limpia él solo. Sin ella. Y luego se lo diría si decidía que era bueno para él que ella lo supiera. Porque ¿y sí daba con la respuesta equivocada? ¿Lo mandaría de regreso a la calle?
¿Le impediría ir al colegio del cielo? Porque eso era lo que le prometió al principio, sólo que después de las pruebas le comentó que lo hizo muy bien, pero que no iría al cielo hasta que cumpliera cinco años y tal vez ni siquiera entonces, porque esta decisión no dependía sólo de ella y fue entonces cuando él supo que sor Carlotta no tenía poder para cumplir sus propias promesas. Así que si descubría algo malo sobre él, tal vez no podría cumplir ninguna de sus promesas. Ni siquiera la de mantenerlo a salvo de Aquiles. Por eso tenía que averiguarlo él por su cuenta.
Estudió el mapa. Trató de formarse una imagen mental de los hechos. Hablaba consigo mismo mientras se quedaba dormido, hablaba, pensaba y recordaba, intentando visualizar el rostro del conserje, y la habitación en la que vivía, y las escaleras donde la mujer peleona se ponía a gritarle.
Y un día, cuando le parecía que ya había recordado suficiente, Bean se dirigió al cuarto de baño (le gustaban las cisternas, le gustaba tirar de ellas aunque le daba miedo ver las cosas desaparecer sin más), y en vez de volver al sitio donde sor Carlotta le enseñaba, se fue pasillo abajo en la otra dirección y salió a la calle. Nadie trató de detenerlo.
Entonces fue cuando se dio cuenta de su error. Se había enfrascado tanto en tratar de recordar dónde se encontraba la casa del conserje que nunca se le había ocurrido que no tenía ni idea de dónde se ubicaba este lugar en el mapa. Y no era en una parte de la ciudad que conociera. De hecho, casi no parecía el mismo mundo. No se hallaba en esa calle
bulliciosa que él conocía, en la que la gente caminaba ajetreada, empujaba carritos, y montaba en bicicleta o patinaba para llegar de un sitio a otro, sino en unas calles casi vacías, aunque había coches aparcados por todas partes. No había tampoco ni una sola tienda. Todo eran casas y oficinas, o casas convertidas en oficinas con cartelitos delante. El único edificio que era diferente era el mismo del que acababa de salir. Era macizo y cuadrado, más grande que los otros, pero no colgaba ningún cartel en la fachada.
Sabía adonde iba, pero no sabía cómo llegar desde allí. Y sor Carlotta empezaría a buscarlo pronto.
Su primer pensamiento fue esconderse, pero entonces recordó que ella conocía toda su historia del escondite en el sitio limpio, así que también pensaría en los escondites y lo buscaría cerca del gran edificio.
Decidió echarse a correr. Le sorprendió lo fuerte que se sentía. Tenía la impresión de que podía correr tan rápido como volaban los pájaros, y no se cansaba, podía correr eternamente. Hasta la esquina y más allá, en la otra calle.
Si conseguía llegar hasta esa otra manzana, con toda probabilidad ya se habría perdido... Lo malo es que ya andaba perdido desde el punto de partida, y cuando empiezas completamente perdido, es difícil perderse aún más. Mientras caminaba y trotaba y corría por calles y callejones, se dio cuenta de que todo lo que tenía que hacer era encontrar un canal o un arroyo que le conduciría al río o a un lugar que reconociera. Así que cuando se encontrara el primer puente sobre el agua, vería en qué dirección fluía la corriente y escogería las calles que lo acercarían al lugar. No podía decir que supiera todavía dónde estaba, pero al menos disponía de un plan.
Funcionó. Llegó al río y lo recorrió hasta que reconoció, en la distancia y parcialmente tras un recodo, el Maasboulevard, que conducía al lugar donde Poke fue asesinada.
El meandro del río... Lo conoció por el mapa. Sabía donde había dibujado las señales sor Carlotta. Sabía que tenía que atravesar las calles donde había vivido para acercarse a la zona donde tal vez viviera el conserje. Y eso no sería tarea fácil, porque allí lo conocerían, y era posible que sor Carlotta incluso acudiera a la policía para que lo buscaran, y ellos mirarían allí porque allí estaban todos los pilludos callejeros y esperarían a que volviera a convertirse en uno de ellos.
Lo que olvidaban era que Bean ya no tenía hambre. Y como no tenía hambre, tampoco tenía prisa.
Decidió dar un rodeo. Lejos del río, lejos de la parte de la ciudad por donde deambulaban los pilludos. Cada vez que las calles se empezaban a llenar de gente, ensanchaba su círculo y se apartaba de los lugares ocupados. Invirtió el resto de ese día y la mayor parte del siguiente en explorar la ciudad, trazando un círculo tan amplio que durante un rato ya ni siquiera merodeaba por Rotterdam, y tuvo un primer contacto con el campo, era igual que en las fotos: granjas y carreteras construidas por encima de la tierra que las rodeaba. Sor Carlotta le había explicado que antiguamente la mayor parte de las tierras de labranza estaban por debajo del nivel del mar, y que se habían tenido que erigir unos grandes diques para impedir que el mar arrasara la tierra y la cubriera. Pero Bean sabía que nunca llegaría a acercarse a ninguno de los grandes diques. Caminando no, al menos.
Regresó a la ciudad, al distrito de Schiebroek, y por la tarde del segundo día reconoció el nombre de Rindijk Straat y pronto cruzó una calle cuyo nombre conocía, Erasmus Síngel. Le resultó fácil llegar al primer lugar que podía recordar, la parte trasera de un restaurante donde le habían dado de comer cuando era todavía un bebé y no hablaba
bien; vio, en su mente, que los adultos corrían a darle comida y lo ayudaban en vez de apartarlo a patadas.
Se quedó allí, en la oscuridad. Nada había cambiado. Casi podía ver a la mujer con el cuenco de comida, tendiéndoselo y agitando una cuchara en la mano y diciendo algo en un idioma que no comprendía. Ahora podía leer el cartel sobre el restaurante y advirtió que era armenio, y que ése era el idioma que probablemente hablaba la mujer.
¿Por qué había venido hasta aquí? Había olido la comida cuando caminaba... ¿por aquí? Recorrió la calle arriba y abajo, dando vueltas y más vueltas para reorientarse,
-¿Qué estás haciendo aquí, gordito?
Eran dos niños, de unos ocho años. Beligerantes, pero no matones. Probablemente formaban parte de una banda. No, de una familia, ahora que Aquiles lo había cambiado todo. Si es que los cambios estaban vigentes en esta parte de la ciudad.
-Tengo que reunirme con mi papá aquí -dijo Bean.
-¿Y quién es tu papá?
Bean no estaba seguro de que el muchacho hubiera entendido que él se había referido a su padre o al padre de su «familia». Sin embargo, corrió el riesgo y respondió:
-Aquiles.
Ellos pusieron mala cara.
-Está junto al río, ¿para qué iba a reunirse con un gordito como tú aquí arriba?
Pero su actitud despectiva no era lo que más importaba, sino el hecho de que la reputación de Aquiles se había extendido hasta esta parte de la ciudad.
-No tengo por qué deciros nada sobre sus asuntos -dijo Bean-. Y todos los niños de la familia de Aquiles son gordos como yo. Así de bien comemos.
-¿Y todos son tan bajitos como tú?
-Antes era más alto, pero hacía demasiadas preguntas -replicó Bean, abriéndose paso entre ellos y cruzando Rozenlaan hacía la zona donde había más probabilidades de que se encontrara el apartamento del conserje.
Tuvo suerte de que no le siguieran. Bean prosiguió su camino, volviéndose una y otra vez para comprobar sí reconocía los sitios. Aunque había tomado la dirección que podría haber seguido después de dejar el apartamento del conserje, no le sirvió de nada. Deambuló hasta que oscureció, e incluso entonces no se detuvo.
Hasta que, por casualidad, se encontró al pie de una farola, tratando de leer un cartel, cuando unas iniciales talladas en el mástil le llamaron la atención: P♥DVM, decía. No tenía ni idea de lo que significaban; nunca había pensado en ello mientras intentaba recordar. Pero era consciente de que lo había visto antes. Y no sólo una vez. Lo había visto varias veces. El apartamento del conserje estaba muy cerca.
Se dio la vuelta despacio, estudiando la zona, y allí estaba: un pequeño edificio de apartamentos con una escalera interior y otra exterior.
El conserje vivía en el piso de arriba. Planta baja, primer piso, segundo piso, tercero. Bean se acercó a los buzones y trató de leer los nombres, pero se encontraban demasiado altos en la pared y los nombres estaban todos gastados. Incluso faltaban algunas de las etiquetas.
Aunque, la verdad fuera dicha, tampoco es que supiera el nombre del conserje. No había motivos para pensar que lo habría reconocido ni aunque hubiera podido leerlo en los buzones.
La escalera exterior no llegaba hasta el piso de arriba. Debía de haber sido construida para la consulta de un médico en la primera planta. Y como estaba oscuro, la puerta en lo
alto de la escalera se encontraba cerrada.
Lo único que podía hacer era esperar. Podía esperar toda la noche y entrar en el edificio por algún sitio por la mañana, o alguien volvería por la noche y se colaría por alguna puerta detrás de él.
Se quedó dormido y se despertó; luego se durmió y volvió a despertarse. Le preocupaba que algún policía pudiera verlo y lo echara, así que cuando despertó por segunda vez abandonó toda pretensión de estar de guardia. Se escabulló bajo la escalera y se acurrucó allí para pasar la noche.
Una risotada de borracho lo despertó. Todavía estaba oscuro, y empezaba a lloviznar: no lo suficiente para que la escalera empezara a gotear, así que Bean estaba seco. Asomó la cabeza para ver quién reía. Eran un hombre y una mujer, los dos alegrotes por el alcohol, el hombre la acariciaba y la pellizcaba furtivamente, la mujer lo apartaba con bofetadas medio en serio medio en broma.
-¿No puedes esperar? -dijo ella.
-No.
-Vas a quedarte dormido sin hacer nada.
-No esta vez -dijo él. Entonces vomitó.
Ella puso cara de asco y continuó sin él. El hombre la siguió, tambaleándose.
-Ahora me siento mejor-afirmó-. Mucho mejor.
-Ha subido el precio -respondió ella fríamente-. Y te cepillarás los dientes primero.
-Claro que me cepillaré los dientes.
Ahora estaban justo delante del edificio. Bean esperaba para poder colarse tras ellos. Entonces se dio cuenta de que no tenía que esperar. El hombre era el conserje de
siempre.
Bean salió de las sombras.
-Gracias por traerlo a casa -le dijo a la mujer. Los dos lo miraron, sorprendidos.
-¿Quién eres tú? -preguntó el conserje.
Bean miró a la mujer y puso los ojos en blanco.
-No está tan borracho, espero -dijo. Se volvió hacia el conserje-. A mamá no le hará gracia ver que vuelves otra vez en este estado.
-¡Mamá! -gritó el conserje-. ¿De quién demonios estás hablando?
La mujer le dio un empujón al conserje. Él se sentía tan débil que chocó contra la pared, y luego se deslizó hasta caer de culo en la acera.
-Tendría que haberlo sabido -dijo la mujer-. ¿Me llevas a casa con tu esposa?
-No estoy casado. Este niño no es mío.
-Estoy segura de que dices la verdad -manifestó la mujer-. Pero será mejor que lo ayudes a subir la escalera de todas formas. Mamá espera.
Se volvió para marcharse.
-¿Qué hay de mis cuarenta pavos? -preguntó él, dudoso, sabiendo la respuesta de antemano.
Ella hizo un gesto obsceno y se perdió en la noche.
-Pequeño hijo de puta -espetó el conserje.
-Tenía que hablar con usted a solas.
-¿Quién demonios eres? ¿Quién es tu madre?
-Eso es lo que vengo a averiguar -explicó Bean-. Soy el bebé que usted encontró y trajo a casa. Hace tres años.
El hombre lo miró, estupefacto.
De repente, se encendió una luz, y luego otra. Bean y el conserje quedaron rodeados por los focos de las linternas. Cuatro policías convergieron hacia ellos.
-No te molestes en correr, chaval -dijo un poli-. Ni usted, don buscafiestas. Bean reconoció la voz de sor Carlotta:
-No son unos delincuentes -decía-. Necesito hablar con ellos. En su apartamento.
-¿Me ha seguido? -le preguntó Bean.
-Sabía que lo andabas buscando -respondió ella-. No quería interferir hasta que lo encontraras. Por si te creías más listo que nadie, jovencito, interceptamos a cuatro matones callejeros y dos conocidos pederastas que iban a por ti.
Bean puso los ojos en blanco.
-¿Cree que me he olvidado de cómo tratar con ellos? Sor Carlotta se encogió de hombros.
-No quería que ésta fuera la primera vez que cometes un error en la vida -replicó con cierto tono sarcástico.
-Así que, como le dije, no hay nada que sonsacarle a ese Pablo de Noches. Es un inmigrante que vive para contratar prostitutas. Uno más de todos esos pobres diablos indignos que han venido aquí desde que Holanda se convirtió en territorio internacional.
Sor Carlotta había esperado pacientemente a que el inspector soltara su discursito condescendiente.
Pero cuando habló de la indignidad del hombre, no pudo dejar pasar la observación.
-Recogió a ese bebé -constató-. Y le dio de comer y lo cuidó. El inspector descartó la explicación.
-¿Necesitábamos un pillastre callejero más? Porque eso es lo único que la gente como él producen.
-No es cierto que no descubrieran nada -dijo sor Carlotta-. Descubrieron el lugar donde halló al niño.
-Y la gente que alquiló el edificio en esa época es imposible de localizar. Una empresa que nunca existió. No hay ningún hilo del que tirar, ninguna forma de seguirlos.
-Pero eso ya es algo -dijo sor Carlotta-. Le digo que esa gente tenía a muchos niños en ese lugar, y que lo cerraron rápidamente, llevándose a todos los niños menos a uno. Me dice usted que el nombre de la empresa es falso y que no se puede localizar. Por su experiencia, ¿no dice eso mucho sobre lo que sucedía en ese edificio?
El inspector se encogió de hombros.
-Por supuesto. Obviamente era una granja de órganos. Los ojos de sor Carlotta se llenaron de lágrimas.
-¿Y ésa es la única posibilidad?
-En las familias ricas nacen un montón de bebés con defectos congénitos -explicó el inspector-. Existe un mercado ilegal de órganos de niños y bebés. Cuando localizamos una granja de órganos, la cerramos de inmediato. Quizás nos estábamos acercando a esa granja y se enteraron y borraron el chiringuito del mapa. Pero en el departamento no consta ningún informe de esa época relacionado con las granjas de órganos. Así que tal vez plegaron velas por otro motivo. Nada de nada.
Pacientemente, sor Carlotta pasó por alto su incapacidad para advertir lo valiosa que era esa información.
-¿De dónde vienen los bebés?
El inspector la miró, inexpresivo, como si pensara que ella le estaba pidiendo que le explicara las verdades de la vida.
-La granja de órganos -dijo ella-. ¿De dónde sacan a los bebés? El inspector se encogió de hombros.
-Abortos tardíos, normalmente. Algunos acuerdos con las clínicas, una donación. Cosas así.
-¿Y no existen más fuentes?
-Bueno, no sé. ¿Secuestros? No creo que pueda ser un factor a considerar, no hay tantos bebés que puedan escapar a la seguridad de los hospitales. ¿Gente que vende bebés? He oído hablar de ello, sí. Llegan refugiados pobres con ocho hijos, y unos cuantos años más tarde tienen sólo seis, y lloran por los que murieron, pero ¿quién puede demostrar nada? No se puede seguir ninguna pista.
-Se lo pregunto -dijo sor Carlotta- porque este niño no es normal. Nada normal.
-¿Tiene tres brazos?
-Es brillante. Precoz. Escapó de este lugar antes de tener un año. Antes de poder andar.
El inspector reflexionó durante un instante.
-¿Se escapó gateando?
-Se escondió en el depósito de agua de una cisterna.
-¿Levantó la tapa antes de cumplir un año?
-Dijo que le costó trabajo.
-No, probablemente fuera de plástico barato, no de porcelana. Ya sabe cómo son esos apliques de fontanería institucionales.
-Pero ahora puede comprender por qué quiero descubrir a los progenitores de este niño. Debe de ser una combinación de padres milagrosa.
El inspector se encogió de hombros.
-Algunos niños nacen listos.
-Pero hay un componente hereditario en esto, inspector. Un niño como éste debe de haber tenido... unos padres notables. Padres que habrán destacado por la brillantez de sus mentes.
-Tal vez sí, tal vez no -observó el inspector-. Quiero decir que algunos de esos refugiados tal vez sean inteligentes, pero son tiempos de desesperación. Para salvar a los otros niños, tienen que vender a un bebé. Eso es lo inteligente. No descarte que los padres de este niño brillante que tiene sean unos refugiados.
-Supongo que eso es posible, sí-reconoció sor Carlotta.
-No obtendrá más información. Porque este Pablo de Noches no sabe nada. Apenas pudo decirme el nombre de la ciudad de España de donde escapó.
-Estaba borracho cuando lo interrogaban.
-Lo interrogaremos de nuevo cuando esté sobrio -aseguró el inspector-. La mantendremos informada. Por el momento, conténtese con lo que ya le he dicho, porque no disponemos de ningún dato más.
-Sé todo lo que necesito saber por ahora -comentó sor Carlotta-. Basta con tener conocimiento de que este niño es un auténtico milagro, creado por Dios para un gran propósito.
-No soy católico -dijo el inspector.
-Dios le ama igualmente -dijo alegremente sor Carlotta.