Para: GobDes%ShakespeareCol@MinCol.gob/viaje De: vwiggin%ShakespeareCol@MinCol.gob/viaje Asunto: Tranquilo, niño
E:
Nada en tu comportamiento con A debería sorprenderte o avergonzarte. Si el deseo no entorpeciese el cerebro, nunca nadie se casaría, se emborracharía ni engordaría.
V
Para cuando Sel y Po llevaban dos semanas de viaje, con casi doscientos kilómetros a sus espaldas, ya habían hablado al menos dos veces de todos los temas concebibles, y caminaban casi siempre en amistoso silencio, excepto cuando las exigencias del viaje los obligaban a comunicarse.
Advertencias breves: «No agarres esa planta, no es seguro.» Elucubraciones científicas:
—¿Será venenoso ese animal en forma de rana de llamativos colores?
—Lo dudo, teniendo en cuenta que es una piedra.
—Oh. Llama tanto la atención que me ha parecido...
—Ha sido una buena suposición. Y no eres un geólogo, ¿cómo esperar que reconozcas una piedra?
En general silencio, excepto por su respiración, sus pisadas y los sonidos, olores y vistas del nuevo mundo que se iba revelando a los primeros humanos que recorrían esa zona.
Pero a los doscientos kilómetros fue momento de parar. Habían racionado la comida con mucho cuidado, pero ya había desaparecido la mitad. Levantaron un campamento más permanente junto a una fuente de agua limpia, escogieron un lugar seguro y cavaron una letrina y plantaron la tienda con las estacas más hundidas y el suelo más blando debajo. Pasarían una semana en ese lugar.
Una semana, porque eso era todo lo que esperaban poder vivir con la carne de los dos perros que sacrificaron esa tarde.
Sel lamentó que sólo dos de los animales fuesen lo suficientemente inteligentes para sacar la conclusión, a partir de la piel y los cuerpos, que sus amos humanos ya no eran compañeros de fiar. A los otros dos tuvieron que alejarlos a pedradas.
A esas alturas, como todos los miembros de la colonia, tanto Sel como Po sabían conservar la comida ahumándola; sólo cocieron un poco de carne fresca y dejaron encendido el fuego para ahumar el resto, colgado de las ramas curvas de un árbol parecido a un helecho... un helecho parecido a un árbol.
En el mapa de satélite que llevaban marcaron un círculo y cada mañana salían en una dirección diferente a ver qué encontraban. Recogían en serio muestras y tomaban fotografías que enviaban a la nave de transporte en órbita para almacenarlas en su enorme ordenador. Las fotos enviadas, los resultados de las pruebas, estaban seguros... no se perderían a pesar de lo que pudiese pasarles a Sel y a Po.
Pero las muestras materiales eran los elementos más importantes con diferencia. Una vez enviadas a la colonia, podrían ser examinadas cuidadosamente con equipo mucho más avanzado... el que traerían los xenos de la nueva nave de colonización.
Por la noche, Sel permanecía tendido despierto durante horas, pensando en lo que él y Po habían visto, clasificándolo mentalmente, intentando dar sentido a la biología de aquel mundo.
Pero al despertar no podía recordar haber tenido ninguna gran idea la noche antes, y ciertamente a la luz de la mañana no tenía ninguna. Ningún avance crucial; simplemente., la continuación del trabajo que ya había realizado.
Debería haber ido al norte, hacia la jungla.
Pero explorar las junglas es mucho más peligroso. Soy un viejo. La selva podría matarme. Esta meseta templada, más fría que la colonia porque está un poco más cerca de los polos y tiene una elevación algo mayor, también es más segura (al menos en verano) para un hombre viejo que necesita campo abierto para caminar sin nada extremamente peligroso que pueda agarrarlo o partirlo en dos.
Al quinto día dieron con un sendero.
No había error posible. No era una carretera, definitivamente; pero aquello no era ninguna sorpresa, los insectores habían construido pocas carreteras. Trazaban senderos, sin querer, como resultado de miles de pies recorriendo la misma ruta.
Esos pies habían pasado por allí, aunque había sido cuarenta años antes. Lo habían pisoteado tanto tiempo y tan a menudo que, al cabo de tantos años, a pesar de la vegetación, el ojo distinguía claramente el sendero pedregoso del estrecho valle aluvial.
Ya no tenía sentido seguir buscando flora y fauna. Allí los insectores habían encontrado algo de valor y la arqueología se impuso, al menos durante unas horas, a la xenobiología.
El sendero subía hacia las colinas, pero no tardó en desembocar en varias entradas de cueva.
—No son cuevas —dijo Po.
—¿No?
—Son túneles. Son demasiado nuevos y la tierra no se ha asentado a su alrededor como sucede en las cuevas auténticas. Los cavaron como entradas. Todos de la misma altura, ¿ves?
—Esa maldita altura tan poco conveniente por la que nos cuesta tanto introducirnos a los humanos.
—No es nuestra misión, señor —dijo Po—. Hemos encontrado el lugar. Llamemos y que otros exploren los túneles. Hemos venido a buscar lo vivo, no lo muerto.
—Debo saber qué hacían aquí. Es evidente que no cultivaban... aquí no hay ni rastro de cultivos que hayan pasado al estado silvestre. No hay huertos. Tampoco montones de restos... éste no era un gran asentamiento. Y, sin embargo, había mucho movimiento, por ese único sendero.
—¿Minería? —preguntó Po.
—¿Se te ocurre alguna otra razón? En esos túneles hay algo que los insectores consideraban lo suficientemente valioso como para molestarse en extraerlo. En grandes cantidades. Durante mucho tiempo.
—No en cantidades tan grandes —dijo Po.
—¿No?—dijo Sel.
—Como para fabricar acero en la Tierra. A pesar de que el propósito era fundir hierro para fabricar acero y que extraían carbón exclusivamente para alimentar fundiciones y acerías, no llevaban el carbón al lugar donde estaba el hierro, llevaban el hierro a donde estaba el carbón... Porque para fabricar acero hacía falta mucho más carbón que hierro.
—Debiste sacar muy buenas notas en geografía.
—Mis padres y yo nacimos aquí, pero soy humano. La Tierra sigue siendo mi hogar.
—Entonces, dices que lo que sea que sacasen de estos túneles no fue en cantidades tan grandes como para que valiese la pena construir una ciudad en este lugar.
—Situaban sus ciudades donde había comida o combustible. Lo que sacaban de aquí era en cantidades tan pequeñas como para que les resultase más económico llevarlo a sus ciudades en lugar de construir aquí una ciudad para procesarlo.
—Puede que crezcas para convertirte en alguien.
—Ya he crecido, señor —repuso Po—. Y ya soy alguien. Simplemente no lo suficiente para que una chica se case conmigo.
—¿Y conocer los principios de la historia económica de la Tierra atraerá a una compañera?
—Tan seguro como las astas de ese conejo-sapo, señor.
—Cuernos —dijo Sel.
—Bien, ¿entramos?
Sel encajó una de las pequeñas lámparas de aceite en la parte superior ancha de su bastón.
—Y yo que creía que la parte superior de ese bastón era decorativa.
—Hasta ahora lo era —dijo Sel—. También fue la forma en que el árbol creció del suelo.
Sel enrolló la manta y metió la mitad de la comida restante en su mochila, con el equipo de análisis.
—¿Planeas pasar la noche ahí abajo?
—¿Y si damos con algo maravilloso y tenemos que volver a salir de los túneles antes de tener ocasión de explorar?
Obediente, Po lo guardó todo.
—Creo que allá abajo no necesitaremos la tienda.
—Dudo que llueva mucho —se mostró de acuerdo Sel.
—Por otra parte, en las cuevas gotea.
—Escogeremos un lugar seco.
—¿Qué puede vivir ahí dentro? No es una cueva natural. No creo que encontremos peces.
—Hay aves y otras criaturas a las que les gusta la oscuridad. O que consideran que estar a cubierto es más seguro y más caliente. Y quizás haya especies de cordados, insectos, gusanos u hongos que todavía no hemos visto.
En la entrada, Po suspiró.
—Si al menos los túneles fuesen más altos.
—No es culpa mía que hayas crecido tanto. —Sel encendió la lámpara, alimentada con el aceite de un fruto que Sel había encontrado. Lo llamaba «oliva» por el fruto aceitoso de la Tierra, aunque no se parecían en nada más. Ciertamente no se parecían en sabor ni en valor nutritivo.
Los colonos lo cultivaban en huertos, tres cosechas al año que aplastaban y filtraban. Exceptuando el aceite, la fruta no valía para nada más que como fertilizante. Estaba bien tener un combustible que ardiese limpiamente para iluminarse, en lugar de tender cables eléctricos entre todos los edificios, sobre todo en los asentamientos más alejados. Era uno de los descubrimientos favoritos de Sel... sobre todo porque no había ninguna indicación de que los insectores hubiesen descubierto su utilidad. Claro estaba, los insectores se sentían muy a gusto en la oscuridad. Sel se los imaginaba deslizándose por aquellos túneles, encantados de usar el olor y el oído para guiarse.
Los humanos habían evolucionado a partir de criaturas que se refugiaban en árboles, no en cuevas, pensó Sel, y aunque en el pasado los humanos habían hecho buen uso de las cuevas, siempre les resultaban sospechosas. Los lugares profundos y oscuros resultaban simultáneamente atractivos y aterradores. No había ninguna posibilidad de que los insectores hubiesen permitido la existencia de cualquier gran depredador en aquel planeta, sobre todo en las cuevas, ya que los insectores eran fabricantes de túneles y ocupantes de cuevas.
Si al menos la guerra no hubiese destruido el mundo natal de los insectores. ¡Lo que hubiesen podido descubrir siguiendo una evolución alienígena que llevó hasta la inteligencia!
Aunque claro, si Ender Wiggin no lo hubiese volado por los aires, habríamos perdido la guerra. Entonces ni siquiera habríamos podido estudiar este mundo. Aquí la evolución no alcanzó la inteligencia... o, si lo hizo, los insectores la exterminaron junto con cualquier rastro que hubiesen podido dejar los nativos inteligentes.
Sel se agachó y anduvo en cuclillas por el túnel. Pero resultaba difícil avanzar de esa forma... su espalda era demasiado vieja. Ni siquiera podía apoyarse en el bastón, porque era demasiado largo, y tenía que arrastrarlo, manteniéndolo tan vertical como podía para que no se escapase el aceite del depósito de la parte superior.
Al cabo de un rato le fue imposible continuar en esa posición. Sel se sentó, y también lo hizo Po.
—Así no nos vale —dijo Sel.
—Me duele la espalda —dijo Po.
—Nos vendría bien un poco de dinamita.
—Como si tú fueses capaz de usarla —dijo Po.
—No he dicho que sea una posición moralmente defendible —dijo Sel—. Simplemente, nos convendría. —Sel le pasó el bastón con la lámpara a Po—. Tú eres joven. Te recuperarás de esta experiencia. Yo debo probar otra posición.
Intentó reptar, pero de inmediato lo dejó. Las rodillas le dolían demasiado si las apoyaba directamente en el suelo rocoso. Al final se decidió por sentarse y adelantar
los brazos apoyando en ellos el peso y arrastrando piernas y caderas. Se avanzaba despacio.
Po también intentó arrastrarse y desistió enseguida. Pero como sostenía el bastón con la luz, se vio obligado a volver a caminar doblado, en cuclillas.
—Voy a acabar tullido —dijo Po.
—Al menos no tendré que oír a tu padre y tu madre quejarse de lo que te hice, porque yo no espero salir vivo de aquí.
Y luego, de pronto, la luz disminuyó. Por un momento Sel ereyó que se había apagado, pero Po se había puesto en pie y había colocado vertical el bastón, de forma que el túnel por el que avanzaba Sel ahora estaba a oscuras.
No importaba. Sel veía la cámara que tenía delante. Era una cueva natural, con estalactitas y estalagmitas formando columnas que sostenían el techo.
Pero no eran las columnas rectas que se formaban normalmente cuando el agua cargada de cal goteaba directamente hacia abajo, dejando atrás un sedimento. Esas columnas se retorcían caprichosamente. En realidad, estaban enroscadas.
—No son depósitos naturales —dijo Po.
—No. Las fabricaron. Aunque el retorcimiento tampoco parece diseñado.
—¿Azar fractal? —preguntó Po.
—No lo creo —dijo Sel—. Azar, sí, pero auténtico, no fractal. No es matemático.
—Como cacas de perro —dijo Po.
Sel se quedó mirando las columnas. Efectivamente seguían el patrón en espiral de una larga caca de perro a medida que se iba depositando desde arriba. Sólidas pero flexibles. Extrusiones desde arriba, sólo que todavía conectadas al techo.
Sel alzó la vista. Luego cogió el bastón de las manos de Po y lo levantó.
La cámara parecía extenderse infinitamente, sostenida por los retorcidos pilares de piedra. Arcos como de un templo antiguo, pero medio fundidos.
—Es roca compuesta —dijo Po.
Sel bajó la vista para mirar al chico y le vio con un microscopio autoiluminado examinando la piedra de la columna.
—Parece tener la misma composición mineral que el suelo —dijo Po—, pero granulosa. Como si lo hubiesen desmenuzado y luego lo hubiesen vuelto a encolar.
—Pero no es cola —dijo Sel—. ¿Cemento?
—Creo que sí que es cola —dijo Po—. Creo que es orgánico.
Como ya podían caminar erguidos, avanzaron por la cueva. A Po se le ocurrió marcar el camino cortando trocitos de manta y dejándolos en el suelo. Miraba atrás
de vez en cuando para asegurarse de que seguían una línea recta. Sel también miraba atrás y comprendía que, de no haberla marcado, habría sido imposible dar con la salida.
—Bien, cuéntame cómo lo hicieron —dijo Sel—. No hay marcas de herramientas en el techo ni en el suelo. Estas columnas, fabricadas con piedra desmenuzada y cola... Una especie de pasta, pero lo suficientemente fuerte para sostener el techo de una cámara de este tamaño. Sin embargo, no se ve equipo para desmenuzar, ni cubos para llevar la cola.
—Gusanos gigantes comedores de roca —dijo Po.
—Eso mismo pensaba —dijo Sel. Po rió.
—Bromeaba.
—Yo no —dijo Sel.
—¿Cómo iba a comer roca un gusano?
—Con dientes muy afilados que vuelven a crecer con rapidez. Va abriéndose camino desmenuzando. La gravilla fina se adhiere con algún tipo de mucosidad como pegamento y extrudan estas columnas, que luego se unen al techo.
—¿Cómo podría evolucionar una criatura así? —dijo Po.—. Las rocas no son nutritivas. Y haría falta mucha energía para hacer algo así. Eso sin mencionar el material para los dientes.
—Quizá no evolucionasen —dijo Sel—. Mira... ¿qué es eso? Delante había algo que reflejaba la luz de la lámpara.
Al acercarse también vieron reflejos en puntos de las columnas. Incluso en el techo.
Pero no había nada tan brillante como lo que había en el suelo.
—¿Un cubo de cola? —preguntó Po.
—No —dijo Sel—. Es un bicho gigantesco. Un escarabajo. Una hormiga, algo como... mira esto, Po.
Ya estaban lo suficientemente cerca para comprobar que tenía seis patas, aunque las de en medio parecían más bien diseñadas para aferrarse que para caminar o manipular. Las delanteras eran para agarrar y romper. Las traseras, para excavar y correr.
—¿Qué opinas? ¿Bípedo? —preguntó Sel.
—De seis patas o cuadrúpedo, y bípedo en caso necesario. —Po lo tocó con el pie. No hubo respuesta. Estaba muerto. Se inclinó y flexionó, y rotó las patas traseras. Luego las delanteras.
—Trepar, reptar, caminar, correr, todo igualmente bien, me parece.
—No es un camino evolutivo muy probable —dijo Sel—. La anatomía tiende a decidirse por una característica u otra.
—Como has dicho, no evolucionó, fue criado.
—¿Para qué?
—Para la minería —dijo Po. Le dio la vuelta al bicho. Era muy pesado y le hicieron falta varios intentos. Pero ya podían ver mucho mejor lo que había reflejado la luz. El caparazón era una lámina sólida de oro. Era tan liso como el de un escarabajo, pero tan grueso que la cosa debía pesar al menos diez kilos.
Medía veinticinco, quizá treinta centímetros de longitud, y era grueso y achaparrado con todo el exoesqueleto ligeramente recubierto de oro y la parte posterior muy reforzada de oro.
—¿Crees que extraían oro? —preguntó Po.
—No con esa boca —dijo Sel—. No con esas manos.
—Pero de alguna forma el oro llegaba a su interior? Para depositarse en el caparazón.
—Creo que tienes razón—dijo Sel—. Pero este ejemplar es adulto. La cosecha. Creo que los insectores sacaban estas cosas de la mina y se las llevaban para purificarlas. Para quemar la parte orgánica y dejar el metal puro.
—Así que ingerían el oro siendo larvas...
—Hacían un capullo...
—Y al salir, tenían el cuerpo recubierto de oro.
—Y ahí está —dijo Sel, levantando otra vez la lámpara. Sólo que esta vez se acercó a las columnas, donde vieron que los reflejos eran de los cuerpos a medio formar de las criaturas, con la parte posterior encajadas en los pilares, la cabeza y el vientre relucientes por una delgada capa de oro.
—Las columnas son los capullos —dijo Po.
—Minería orgánica —dijo Sel—. Los insectores criaron estas cosas específicamente para extraer oro.
—Pero ¿para qué? Los insectores no usaban dinero. Para ellos el oro no sería más que un metal blando.
—Un metal útil. ¿Quién dice que no tenían bichos como éstos para extraer hierro, platino, aluminio, cobre o lo que fuera?
—Así que para la minería no necesitaban herramientas.
—No, Po... esto son las herramientas. Y las refinerías. —Sel se arrodilló—. Veamos si podemos obtener una muestra de ADN.
—¿Cuando llevan muertos tanto tiempo?
—No son nativos de este planeta. Los insectores los trajeron. Así que son nativos del mundo natal de los insectores o los criaron a partir de criaturas oriundas de su mundo.
—No necesariamente —dijo Po— u otras colonias ya los habrían encontrado.
—Nosotros hemos tardado cuarenta años, ¿no?
—¿Y si son híbridos? —preguntó Po—. ¿Y si sólo existen en este mundo? Sel ya estaba tomando muestras de ADN y era más fácil de lo que creía.
—Po, esto no lleva muerto cuarenta años. Luego, bajo su mano, el bicho se estremeció.
—Ni veinte minutos —dijo Sel—. Todavía tiene reflejos. No está muerto.
—Entonces se muere —dijo Po—. No tiene fuerzas.
—Apuesto a que se muere de hambre —dijo Sel—. Quizá justo acabase de terminar la metamorfosis, intentase llegar a la entrada del túnel y se parase aquí a morir.
Po aceptó las muestras y las guardó en la mochila de Sel.
—Bien, ¿estos bichos dorados siguen vivos cuarenta años después de que los insectores hayan dejado de traerles comida? ¿Cuánto dura esa metamorfosis?
—No dura cuarenta años —dijo Sel. Se puso en pie para volver a inclinarse y examinar el bicho de oro—. Creo que los bichos incrustados en las columnas son jóvenes. —Se irguió y se adentró en la cueva.
Había muchos más bichos dorados, muchos de ellos tendidos en el suelo... Pero a diferencia del primero que habían encontrado, muchos estaban destrozados, vacíos. Sólo quedaba de ellos la concha dorada de sus lomos, con las patas desechadas, como si hubiesen sido...
—Escupidas —dijo Sel—. Se los han comido.
—¿Quiénes?
—Las larvas —dijo Sel—. Canibalizando a los adultos porque aquí no hay nada que comer. Cada generación es más pequeña... ¿Ves lo grande que es éste? Cada uno es más pequeño porque sólo comen los cuerpos de los adultos.
—Y van abriéndose camino hasta la puerta —dijo Po—. Para salir a donde están los nutrientes.
—Cuando los insectores dejaron de venir...
—Sus cascarones son demasiado pesados para avanzar mucho —dijo Po—. Así que avanzan todo lo que pueden, luego las larvas se alimentan del cadáver del
adulto y avanzan todo lo posible hacia la luz de la entrada, forman el capullo y surge la siguiente generación, más pequeña que la anterior.
Se encontraban entre cascarones mucho mayores.
—Aquí tienen más de un metro de largo —dijo Sel—. Son más pequeños a medida que nos acercamos a la entrada.
Po se detuvo, señalando la lámpara.
—¿Se dirigen hacia la luz?
—Quizá podamos ver uno.
—Larvas que devoran roca y la desmenuzan dejando columnas de piedra como excremento...
—No he dicho que quiera verlas de cerca.
—Pero quieres.
—Bueno, sí.
Los dos miraban a su alrededor, entrecerrando los párpados para intentar apreciar movimiento en algún lugar de la cueva.
—¿Y si hay algo que les gusta más que la luz? —preguntó Po.
—¿Comida blanda? —preguntó Sel—. No creas que no lo he pensado. Los insectores les traían comida. Quizás ahora lo hayamos hecho nosotros.
En ese momento, Po se elevó súbitamente en el aire.
Sel alzó el bastón. Justo encima de él, una enorme larva como una babosa se aferraba al techo. En la boca retenía la mochila de Po.
—¡Suéltate y baja! —gritó Sel.
—¡Las muestras!
—¡Siempre podemos tomar más muestras! ¡No quiero tener que sacar trocitos
tuyos de esos pilares!
Po abrió las correas y cayó al suelo.
La mochila desapareció en las fauces de la larva. Oyeron el metal chirriando y quebrándose cuando los dientes de la larva intentaron despedazar los instrumentos metálicos. No se quedaron a mirar. Fueron hacia la entrada. Una vez pasado el cuerpo del primer bicho de oro, buscaron los trozos de manta que formaban el camino.
—Toma mi mochila —dijo Sel, quitándosela mientras caminaba—. Contiene la radio y las muestras de ADN... ve a la entrada y pide ayuda.
—No voy a abandonarte —dijo Po. Pero obedecía.
—Tú eres el único que puede llegar a la entrada más rápido de lo que puede arrastrarse esa cosa.
—No hemos visto con qué rapidez se puede mover.
—Sí que lo hemos visto —dijo Sel. Durante un momento caminó de espaldas, levantando la lámpara.
La larva se encontraba a unos treinta metros y se acercaba más rápido de lo que ellos caminaban.
—¿Sigue la luz o el calor de nuestros cuerpos? —preguntó Po al volverse de nuevo y correr.
—¿O el dióxido de carbono de nuestro aliento? ¿O las vibraciones de nuestras pisadas? ¿O el latido de nuestros corazones? —Sel le ofreció el bastón—. Tómalo y corre.
—¿Qué vas a hacer? —dijo Po, sin aceptar el bastón.
—Si está siguiendo la luz, puedes mantenerte por delante corriendo.
—¿Y si no?
—Entonces puedes salir y pedir ayuda.
—Mientras a ti te almuerza.
—Soy correoso y cartilaginoso.
—Esa cosa come piedra.
—Toma la luz —dijo Sel— y sal de aquí.
Po vaciló un momento más y luego la cogió. Sel se sintió aliviado al comprobar que el chico mantenía su promesa de obedecer.
Eso, o Po estaba convencido de que la larva seguiría la luz.
Fue la suposición correcta... Cuando aminoró el paso, Sel observó la aproximación de la larva y comprobó que no iba directamente hacia él, sino que más bien se apartaba siguiendo a Po. Y, cuando Po echó a correr, la larva aceleró.
Dejó a Sel atrás. Tenía más de medio metro de grosor. Se movía como una serpiente, con un movimiento sinuoso, agitándose sobre el suelo, con la forma exacta de las columnas, sólo que en horizontal y, claro, moviéndose.
Alcanzaría a Po mientras intentaba recorrer el túnel.
—¡Deja la luz! —gritó Sel—. ¡Déjala!
Al cabo de un momento, Sel vio la luz apoyada contra la pared de la cueva, junto a la boca del túnel que llevaba al mundo exterior. Po ya debía de estar en el túnel.
La larva había ignorado la luz y se había metido en el túnel detrás de Po. El bicho no tenía que avanzar agachándose ni doblada. Alcanzaría a Po fácilmente.
—No. ¡No, para! —gritó Sel. Luego pensó: ¿Y si me oye Po?—. ¡Sigue, Po! ¡Corre!
Y luego, sin pronunciar palabra, Sel gritó mentalmente: ¡Para y vuelve aquí!
¡Regresa a la cueva! ¡Vuelve con tus hijos!
Sel sabía que era una locura, pero era todo lo que se le ocurría. Los insectores se comunicaban mente a mente. Esos bichos también eran una enorme forma de vida insectoide del mundo natal insector. Quizá pudiese hablarle de la misma forma que las reinas colmena hablaban a los obreros y soldados insectores.
¿Hablar? Vaya imbecilidad. No tenían lenguaje. No podían hablar.
Sel se detuvo y formó en su mente la imagen definida de un bicho dorado tendido en el suelo de la cueva. Sólo que las patas se agitaban. Y mientras lo imaginaba, Sel intentó sentir hambre, o al menos recordar cómo era sentir hambre. O encontrar hambre en su interior... después de todo, llevaba varias horas sin comer.
Luego imaginó la larva acercándose al cuero. Dándole la vuelta.
La larva salió del túnel. No se oían gritos de Po... no le había atrapado. Quizá se había acercado tanto al sol que la larva, cegada, no había podido seguir. O quizás había reaccionado a las imágenes y sensaciones de la mente de Sel. En cualquier caso, Po estaba a salvo en el exterior.
Evidentemente, era posible que la larva, simplemente, hubiera decidido no molestarse en perseguir la presa que corría y regresar por la que estaba completamente inmóvil, pegada a una columna.