Eleanor y Royal junto a Erictho fueron a conseguir más información por su parte. Dejando a Edward y a Beau por otro lado. La siguiente parada de Edward fue en un gran puesto rojo ubicado en una de las calles principales. El puesto era largo, alto y angosto, se dividía en un vestíbulo al frente y una gran sala principal en la parte trasera. A la izquierda de la entrada había una señal con una botella de vino llena de un líquido rojo con la leyenda: «La sangre es vida. Vive bien».
Edward corrió las cortinas a un lado y metió su cabeza en la habitación trasera donde vio a un brujo sentado detrás de un escritorio de caoba curvado. El brujo lucía como un joven en sus veintes, su rostro era robusto y agradable con un aire volátil y ojos centelleantes de color morado. Un mechón de su cabello negro estaba teñido de un fuerte amarillo, lo que le hacía verse como una amigable abeja. Sus pies estaban sobre el escritorio y tarareaba una melodía alegre.
Edward conocía casualmente al brujo de su primera vez en México, cuando se había rebelado contra Carine y quiso probar la sangre humana. Edward admiraba a los empresarios, pero ese brujo estaba por encima de todos los demás. Encontraba una grieta en el mercado —y también en «el Mercado»— y la llenaba.
—¿Por qué el vampiro telépata —dijo el brujo mientras una lenta y encantadora sonrisa cruzaba su cara—, solo se pasa para charlar? Normalmente pretendo hacer negocios, pero contigo los negocios serían un placer.
El brujo coqueteaba con todos. Era tan consistente que Edward ocasionalmente se había preguntado si el interés era genuino. Ahora, claro, no importaba.
—Me temo que son negocios —dijo Edward con un encogimiento de hombros y una sonrisa.
El brujo imitó el encogimiento. Ya estaba sonriendo y seguía haciéndolo.
—Nunca dejo pasar la oportunidad de sacar provecho de algo. ¿Buscas volver a probar sangre humana sin tener que matar? Tengo un vial de sangre por aquí. Cien por ciento aprueba de fuego.
—Por supuesto, siempre me preocupo de si mi alimento acabará incendiándose —dijo Edward—. En realidad, nada de sangre hoy. Necesito información sobre la relación del rey Oberón con las estriges.
—He oído varias cosas sobre ellos últimamente —dijo el brujo, luego miró sobre el hombro de Edward y dejó de hablar. Edward giró su cabeza y vio a un inseguro Beau emergiendo de detrás las cortinas. El brujo se levantó de su escritorio y contempló a Beau fríamente—. Mis disculpas, compatriota. Como puedes ver, estoy con un cliente. Tal vez si vuelves más tarde pueda ayudarte.
—Está conmigo —dijo Edward—. Beau, este es Donovan.
Donovan entrecerró los ojos.
—No hagas comentarios sobre mi nombre. No sabes lo que podría hacer con esa información. No encuentro gracioso el asunto.
—Hola —dijo Beau—. Estoy aquí con Edward. Y es por un asunto de gran importancia. Ninguna otra persona, a excepción de los Cullen, sabe que estoy aquí. Solo queremos saber sobre las estriges. —Hubo un corto silencio, Beau había mentido un poco, ya que claro, no solo los Cullen sabían eso—. Es importante —agregó.
—¿Qué podría saber sobre ellos? —Preguntó Donovan—. Te aseguro, chupasangres, yo no hago negocios con hadas. Soy estrictamente legítimo. Un simple mercader vendiendo la sangre más legal y autorizada a humanos y no-humanos respetuosos de la ley. Si estás interesado en adquirir sangre, vampiro, estaré encantado de aconsejarte en tu selección. Si no, me temo que no puedo ayudarte.
—Oímos que posiblemente hay una estrige diferente —preguntó Beau.
—No sé nada de la búsqueda —dijo Donovan firmemente.
—¿La búsqueda? —Dijo Edward—. Bueno, eso es algo. —Donovan gruñó—. Te veías dispuesto a ayudar hace un momento.
Los tres se hallaron en un punto muerto por unos momentos antes de que Donovan se sentara en su escritorio y empezara a revolver papeles.
—Sí, bueno, no puedo tener gente diciendo que le filtré información a un vampiro, además, es obvio que tu compañero es una estrige, las gafas no ayudan mucho.
—Te aseguro que Beau no es como las otras estriges —dijo Edward—. Si confías en mí, puedes confiar en él.
Donovan levantó la vista de sus papeles.
—Confío en ti. Pero eso no significa que voy a confiar en una estrige. Sé de lo que son capaces esas cosas.
Pasaron unos segundos.
—Vamos, Edward. Vayámonos —dijo Beau con voz tensa.
Edward trató de atrapar la mirada de Donovan al salir, pero Donovan estudiaba laboriosamente sus papeles y los ignoró. Se reunieron al salir.
Los brazos de Beau estaban firmemente cruzados sobre su pecho y estudiaba sin descanso a la multitud que pasaba. Lucía como si fuera el portero de Donovan.
—Me disculpo por eso —dijo Edward.
Edward no podía culpar a ninguno por sospechar de un vampiro que protegía a una estrige. Así como no podía culpar a Beau por sentirse insultado.
—Mira —dijo Beau—. Esto no va a funcionar. ¿Por qué no te adelantas y yo me quedo fuera de vista? Podemos reunirnos una vez hayas averiguado algo de información. Igual puedo ver si yo consigo algo.
Edward asintió.
—Si quieres regresar a casa…
—Por supuesto que no, Edward. Me refiero a que continuemos por separado; mientras yo indago entre los humanos y, tú recorres el mercado. No interferiré a menos que me necesites. —Beau dudó—. O si quieres que me vaya…
—No —dijo Edward —. Te quiero cerca.
Beau miró alrededor un poco consciente de sí mismo y luego jaló a Edward hacia él. El ruido y ajetreo del Mercado se desvaneció como un ligero murmullo. De alguna manera, el apretado nudo de frustración en el pecho de Edward se alivió. Sus ojos se cerraron. Todo era silencioso, y tranquilo, y dulce.
—¡Fuera de mi puesto! —gritó Donovan de la nada, y Edward y Beau brincaron lejos uno del otro. Edward volteó para ver a Donovan observarlos a través de la solapa de la tienda—. ¡Basta de abrazar a anormales enfrente de mi lugar de trabajo! ¡Nadie va a comprar sangre de alguien que tiene a un bicho raro en un puesto de abrazos frente a su puesto! ¡Váyanse!
Edward empezó a mezclarse con la multitud que pasaba. Extendió su mano y la arrastró por el brazo de Beau mientras desaparecía.
—Estaré cerca —dijo lo suficientemente alto como para que Beau lo escuchara—. Yo te cubro.
Se soltó, y el mundo exterior regresó a Beau de golpe. Edward se fue abruptamente, fundiéndose con el fondo.
Beau se arremangó las mangas.
Trató de alejar el molesto sentimiento que se apoderó de él cuando había dicho «Esto no va a funcionar».
Por la siguiente media hora, Beau deambuló entre brujos y humanos del Mercado tratando de comprar información. Ahora que Edward no estaba alrededor, fue incapaz de mezclarse entre la gente. Trató de verse normal y despreocupado, y no bajo una nube de sospecha o en una misión.
Se detuvo en un puesto que daba la pinta de vender carne animal, pero cuanto más cerca estaba, sabía que solo era una ilusión, en realidad, te leía la mano un brujo infeliz y también paró en un puesto que vendía amarres, obviamente dirigida por humanos. Acarició varios animales ilícitos y de aspecto extraño las cuales, sospechaba, pronto serían ingredientes para comida. Se detuvo muchas veces para ver diferentes demostraciones de magia dadas por humanos de lugares lejanos por pura curiosidad.
Recorrió los pasillos llenos de humanos que vendían todo tipo de armas, pensando en el miedo que todo esto le hubiera causado a su yo humano y que viéndolo ahora no era más que un simple juego. Si Charlie estuviera ahí se la pasaría como niño en juguetería, arrestando hombres por aquí y hombres por allá.
Había todo tipo de criaturas de las cuales jamás había escuchado, lo raro era cuando algunos llegaban, seleccionaban el que más les agradaba y los mataban. Ya dependía de los clientes si lo querían para comer o para decoración de su casa.
Aun así, no aprendió nada nuevo sobre las estriges. Un hada le reveló que el asesino de hadas efectivamente era una estrige, y que hasta ahora ya iban cinco soldados del rey, muertos. Sin embargo, no mencionó nada acerca de una búsqueda.
Ocasionalmente, Beau observaba detrás suyo buscando a Edward. Nunca logró localizarlo.
Fue durante una de esas miradas ocasionales que un sentimiento se apoderó de Beau, como el que tenía en su antigua vida mientras dormía, de que estaba siendo observado por unos ojos nada amigables.
Había una fría sensación de amenaza, como la llegada del mal clima.
Sabía que era una buena opción ponerse en alerta por si alguien le prestaba atención inapropiada; rozó sus orejas con sus manos. Inmediatamente sintió un cosquilleo en de su lado izquierdo, ligero, como si lo rozaran con una pluma.
Lanzó algunas miradas pasajeras, pero no había nada fuera de lo normal.
Tal vez solo era Edward vigilando.
—Pelaje real de bisonte —dijo esperanzado el dueño de un puesto—. De origen ético. ¿O qué tal esto? Pelaje de verdaderos hombres lobo que querían ser rasurados para una acicalada sensación aerodinámica.
—Encantador —dijo Beau rechazándolo. ¿En serio era pelaje de hombre lobo? No pudo evitar reírse al pensar en Julie ofreciendo de manera civilizada su pelaje. Aunque viéndolo bien, eso era imposible dada la forma en la que se comporta esa chica.
Bajó por un callejón alejándose del centro del mercado y luego de vuelta al callejón sin salida. El cosquilleo en su oreja seguía ahí, esta vez, seguido de un tirón.
Se colocó en su posición de ataque que empleaba en las MMA y le habló al aire vacío.
—No sé cómo sentirme al respecto, pero tal vez es mejor si dejamos la falsa modestia y hablamos cara a cara.
Nadie respondió.
Beau esperó algunos segundos antes de dejar la pose que había adoptado, bajando las manos. Regresó a la entrada del pasillo. Apenas volvió a la civilización, sintió nuevamente esa sensación de que alguien estaba ahí. Alguien lo miraba atentamente.
—¡Beaufort Swan! ¡Sabía que eras tú!
Beau se giró hacia la voz.
—Lo siento, ¿nos conocemos?
Era un brujo que no aparentaba mayor edad que la de Beau, probablemente era mucho más viejo pero por fuera pasaba por menos de los veinte. Nada en él le era familiar a Beau, trató de hacer memoria de si alguna vez había cruzado palabras con un chico como él, pero nada llegaba en su mente.
Beau lo midió con intriga. Vestía una gabardina negra y lentes de sol —aunque Beau no sabía por qué— traía un sucio cabello rubio con un corte a lo César y un aire desaliñado de cuando vas despertando tarde para ir al colegio. Había algo ligeramente encendido en su expresión. El vampiro trataba de entender por qué aquel brujo sabía su nombre y le hablaba como si fueran los mejores amigos. Aun después de la escaneada que le dio no pudo entender cuál era la relación que el brujo jugaba en su vida. Beau se preguntaba si era buena idea seguirle la corriente y fingir que lo conocía o si mejor lo evadía. Obviamente eligió la primera opción porque sabía que podía sacarle provecho.
—Seguro no me reconoces por mi nuevo aspecto —dijo el brujo insaciablemente curioso—. No importa, llámame Bartolomeo.
—Bartolomé —dijo Beau evasivo—. ¿Así te llamas? No recuerdo a ningún Bartolomé.
—Bartolomeo. Con una «o» al final. Sí, sé que no me recuerdas, solo quería asegurarme de que todo esté bien por aquí.
—¿Me estás siguiendo?
—Algo así. La verdad es que si lo dices de esa forma realmente suena como si yo me tratara de un acosador y créeme, ese no es el caso, querido.
—Bueno y entonces ¿de qué forma debería sonar? —preguntó Beau. Bartolomeo se encogió de hombros.
—Digamos que soy como un hada madrina. A excepción de que yo no cumplo deseos y tampoco soy un hada.
—Claramente.
—Escucha, solo trato de ayudarte. En serio, tal vez pueda ayudarte en este preciso momento.
Beau cerró sus ojos y contó hasta cinco lentamente.
—¿Qué sabes sobre las estriges? —preguntó en contra de su juicio.
Bartolomeo rodó los ojos.
—Peligrosos, rebeldes, solitarios, sin control. El juego favorito del rey Oberón —Beau tuvo una sensación que repiqueteaba en su curiosidad.
—¿El rey Oberón? —Bartolomeo lo observó duramente—. Creía que había dejado esto hace mucho tiempo —agregó Beau esperando que fuera explicación suficiente.
Hasta donde él podía entender, el rey Oberón repudiaba a estas criaturas luego del desastre que provocaron y de que incluso habían asesinado a uno de sus hijos. En lo que Beau esperaba que fuera solo un dato demasiado antiguo, el rey ya no debería de tener ese interés por las estriges. A no ser que solo quisiera acabar con estas criaturas lo antes posible.
¿Sería que tenían razón los Cullen sobre que el rey de las hadas también sería un problema más en la lista? No era exactamente lo que Beau esperaba. Pero de ser así, su familia estaba más que condenada. Beau sabía de la tregua que alguna vez tuvieron el rey Oberón y los Vulturis, ¿sería Beau una nueva causa de que estos dos grupos se volvieran a unir? ¿Cómo para acabar con él? Los Vulturis eran demasiado peligrosos, contando con una guardia y cada uno de ellos con un don. No conocía muy bien a éste rey pero podía imaginar lo imparables que serían juntos.
—¿El rey Oberón? —Le repitió a Bartolomeo—. ¿Estás seguro?
Bartolomeo se encogió de hombros.
—Bueno, no pensé que fuera un secreto. Solo es algo que escuché en algún lugar.
Entonces quizá no era cierto.
«No había razón para asustar a su familia si podía no ser verdad», pensó Beau.
La Nana Mágica no mencionó nada de que el rey Oberón siguiera interesado en estas criaturas y ella definitivamente lo habría hecho der ser así. O al menos eso esperaba.
Beau respiró ligeramente más relajado. Lamentablemente, Bartolomeo tenía una mirada que incluso aunque Beau no lo conociera bien, significaba algo.
—Podría saber más —dijo Bartolomeo de manera casual.
Beau esperó a que él dijera algo, pero Bartolomeo solo chasqueó los dedos. Una pequeña burbuja azul surgió de sus dedos y se expandió hasta envolverlos. El ruido del mercado murió dejándolos en una esfera de completo silencio.
Beau suspiró fuertemente. El brujo esperaba que Beau entendiera lo que quería.
—¿Y bien?
Bartolomeo le guiñó un ojo.
—La información es tuya por el bajo, bajo precio de un pequeño favor. Esperaba que con la burbuja fuera más que claro que mi información tiene un precio —Bartolomeo le dio una gran y alentadora sonrisa.
Beau lo examinó con lo que esperaba que fuera un aire sofisticado.
—Ni siquiera te conozco, Bart —dijo Beau—. Estaba demasiado tranquilo cuando de repente apareciste, finges conocerme, y básicamente me ofreces ayuda cuando ni siquiera te la he pedido, aunque de todas formas me interese —añadió rápidamente cuando Bartolomeo empezó a hablar. Suspiró y agregó al ver que el brujo insistiría en pedir algo—. ¿Qué quieres?
—De acuerdo —dijo Bartolomeo—, Lamento que pienses que no nos conocemos. En verdad nos hemos visto antes, pero en fin, no es tiempo de que te pruebe cosas cuando debería de estar apresurando esto. ¿Sabías que los brujos pueden hacer maravillas con pertenencias de los vampiros?
—¿Acaso me estás pidiendo que me desvista y te entregue mi ropa?
—Por supuesto que no —dijo Bartolomeo—, hablaba de algo más lleno de tu ADN.
—Puedo darte mi sangre cuando gustes —dijo Beau sarcásticamente—. Ah, cierto. Lo olvidaba. Ya no cuento con ella, lastima.
—Que gracioso eres ¿ya te lo habían dicho? —dijo Bartolomeo.
—En la escuela era el hazmerreír, así que sí —dijo Beau algo impaciente.
—Esa es una gran mentira, Beaufort. Solo te la pasabas colgado de tu novio.
Beau lo miró confuso.
—¿Cómo sabes eso? —dijo Beau—. Después de todo sí que me has estado espiando. ¿Sabes qué?, mejor me voy…
—¡No! —dijo el brujo deteniéndolo—. Está bien, lo siento, lo siento. Perdón por incomodarte.
—Bueno, solo quiero salir de aquí cuanto antes y volver a mi vida normal, supongo —dijo Beau—, por favor, solo dime lo que quieres.
Bartolomeo se encogió de hombros.
—Un cabello tuyo.
—¿Perdón?
—Ay, vamos. No te vas a quedar calvo.
Beau rezongó.
—Te lo daré, pero espero y no trates de clonarme, brujo loco —dijo Beau ya molesto.
Beau estaba sorprendido de que Bartolomeo le hubiera pedido algo tan específico; usualmente hubiera corrido a pedirle ayuda a Edward porque un ser sobrenatural estaba tratando de hacer negocios con él. Pero por alguna razón, Beau ya se sentía capaz de resolver estos asuntos. Después de todo, él ya era uno de ellos y por lo tanto se había convertido en un activo en este tablero de ajedrez donde por fin todos se movían. Así que no vio la necesidad de ir con su familia para preguntarles si estaba bien lo que haría. Total, solo era uno de sus cabellos. No era como que le estuviera vendiendo su alma.
Beau arrancó con muy poca fuerza uno de sus cabellos, se sorprendió de la facilidad con la que lo había hecho, sin dolor y sin aplicar fuerza. El brujo lo tomó en su mano y ahí lo conservó mientras sonreía.
—Mi información es que los Vulturis vienen por una estrige, lo que me preocupa es que el rey Oberón esté involucrado —dijo Beau—. ¿Alguna idea de sí lo está?
—No —dijo Bartolomeo—. Pero tengo algo mucho mejor. ¿Sabías que el tiempo en la tierra de las hadas no existe? Para ti podrían pasar segundos pero para ellos un año o dos… incluso viceversa —La sonrisa de Bartolomeo se amplió mostrando todos sus dientes—. Sé que parece algo fuera de lugar pero no es así.
—Pues entonces dime.
—Te lo diré por diez de tus cabellos.
—¿Qué tienes con mi cabello, loco? Te daré uno más.
—Diez de ellos.
—Uno.
—Tres.
—U. N. O.
—Dos.
—Hecho —estrecharon las manos. Así se hacían los negocios.
—De acuerdo. Volviendo con lo del tiempo en tierra de hadas. Supongamos que una de ellas se entera que en las próximas horas alguien trata de escapar de ellos. En cuanto ella vaya a su reino, a sus ejércitos les dará el tiempo suficiente, meses incluso, para prepararse y realizar un ataque perfecto.
Beau alzó una ceja.
—¿Será que puedas ir al grano? No entiendo que tiene que ver todo esto con lo de las estriges.
—Ay vamos, chico, creí que ya lo habías captado —dijo Bartolomeo con impaciencia—, las hadas saben que esa estrige eres tú, Beau. Se enteraron esta mañana, después de que Alice y Jasper fueron hacia ellos.
—¿De qué estás hablando? —Dijo Beau—. También necesito saber: ¿quién es tu fuente?
—¡Nunca dije que te diría eso! —dijo Bartolomeo.
—Pero lo harás —dijo Beau— porque quieres dos de mis cabellos y porque eres un rarito compulsivo.
Bartolomeo dudó, pero sólo por un momento.
—Yo soy Amblys, seguro que ya sabes que estoy ayudando a Alice y Jazz.
—No te creo. Si eres ese tal Amblys ¿no deberías estar junto con ellos?
—Por Dios, Beaufort. Soy un brujo, literalmente puedo estar en todas partes las veces que quiera. O bueno, no tan literal. Solo trato de darte una alerta de lo que se acerca, ya que no leíste la nota de Alice.
—¿Cuál nota? ¿De qué estás hablando?
De su mano apareci�� un libro, no uno cualquiera, era de Beau. Era El mercader de Venecia, el brujo se lo entregó y Beau lo abrió por la página del título.
Allí, pegada al borde destrozado de la página arrancada, bajo las palabras «El mercader de Venecia, por William Shakespeare», había una nota.
«Destrúyelo.
Beau, solo tú puedes saber lo que les está por pasar. Por favor no compliquen las cosas.
Créeme, todo esto tiene un propósito que espero seas capaz de entender.
El Rey Oberón vendrá por ustedes».
—¿Qué fue lo que hizo Alice? —le preguntó Beau al brujo. ¿Acaso había vendido a su familia? ¿Los había traicionado? ¿Pero… por qué? Y lo que más importaba era ¿por qué Alice quería que solo él supiera lo que hizo?
—No confundas las cosas, Beau —dijo Amblys antes de que él siguiera pensando mal—. Alice vio lo que pasará allá, por eso le ha informado al rey Oberón sobre ti.
—¿Pero por qué? No tiene sentido lo que me estás diciendo.
—Todo tiene una explicación, te lo prometo.
—De ser así no tendría que ocultarle esto a su familia.
Amblys suspiró.
—Si se los decía a todos ustedes, Edward te habría sacado de en medio para no ponerte en peligro.
La burbuja azul comenzó a disolverse en copos dorados que se alejaban con la brisa. Mientras estas se alejaban, Amblys tomó la mano de Beau y siseó con inesperada intensidad.
—Ha habido muchas desapariciones de hadas en la tierra de Elfame últimamente. Todos están tensos. La gente sabe que hay una estrige rondando por ahí. No estás solo, Beau. Solo es cuestión de que lo encuentres.
Había una mirada en el rostro de Amblys que Beau no recordaba haber visto antes: una mezcla de enojo y miedo.
Luego, la cacofonía del Mercado regresó de golpe.
—Ahora —murmuró Beau—, ¿dónde está Edward y los demás?
—¿Vienes con todos ellos? —dijo Amblys sonriendo maliciosamente. Todo indicio de su expresión anterior se había ido—. Sí que sabes causar revuelo en un lugar público, mi amigo.
—No somos amigos, Bartolomeo o como te llames —dijo Beau distraídamente escaneando la multitud.
Amblys ladró una risa.
Edward apareció como un conejo de un sombrero, salió de la esquina de un puesto cercano. Sin embargo, lucía como si hubiera estado rodando por lodo.
—Tu noviecito está asqueroso —observó Amblys.
—Bueno, se ve bien —dijo Beau.
—Estoy seguro que en realidad es una belleza especial, pero por pura coincidencia tengo un compromiso urgente en algún lugar. Hasta la próxima, estrige.
Amblys arrancó de la cabeza de Beau los dos cabellos antes de lanzarle un saludo casual y desvanecerse en la multitud. Beau lo dejó ir. Estaba más preocupado por el estado de su novio. Observó a Edward de arriba abajo contemplando el lodo que cubría su ropa y su cabello. Detrás de él aparecieron tres figuras peludas a las que no esperaba ver.
—Santo Dios, Edward —dijo Beau—. ¿Qué ha sucedido?