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87.81% EL Mundo del Río / Chapter 245: J. C. en el rancho turístico

Chương 245: J. C. en el rancho turístico

J. C. en el rancho turístico

Esta es la primera vez que el siguiente relato aparece publicado.

Su génesis se debe a un intercambio de correspondencia que mantuve con Bob Bloch, durante el cual le pregunté si había leído la novela Tom Mix murió por vuestros pecados, de Darryl Ponicsan. Me contestó diciendo que no la había leído y añadió: «Pero tampoco he leído Jesucristo en el Rancho 101».

Bloch es un auténtico manantial de ocurrencias como esta. Lo cierto es que no puede evitarlo, y millones de personas se alegran de ello.

Cuando leí su respuesta, pensé, ¡caray, menudo título para un relato! Decidí escribirle para decírselo y preguntarle si tenía intención de escribir algo basado en dicho título, y que si no era así, yo estaría encantado de hacerlo. Contestó que no y me dio permiso para llevar a cabo mi proyecto.

El resultado está ante ustedes. Cambié el título porque en la actualidad, no demasiados lectores deben haber oído hablar del una vez famoso Rancho 101 o de que Tom Mix hubiera trabajado allí como vaquero. Pero, para reconocer indirectamente la contribución de Bob a la narración, tanto por el título como por la última línea, incluí un personaje llamado Bob Blotch.

En esta historia, la figura de Jesucristo aparece tratada desde un ángulo diferente al que prevalece en la anterior.

Gracias por la copa, forastero. Me llamo Cogorzas Waters. Tal vez haya oído hablar de mi abuelo, el famoso forajido tejano Rudo Waters. Llevaba siempre en las alforjas un ejemplar de las obras de Shakespeare y una Biblia, y era muy aficionado a citarlas, aunque probablemente sus citas no fueran del todo exactas.

Él fue quien dijo: «El mundo es una diligencia a la que habría que robar».

Esto no tiene nada que ver con aquella mañana en que me hallaba en Big Wash, comprando provisiones para el Rancho Turístico XR. Pero resulta que mi abuelo también dijo algo que yo debería haber tenido en cuenta entonces. «En una ocasión», dijo, «sin saber que aquel tipo con aspecto de ser un gallina era Wild Bill Hickock, traté de asaltarle. Naturalmente, fui arrestado. De modo que: no juzgues por las apariencias si no quieres acabar siendo juzgado y encarcelado».

Si hubiera sabido lo que iba a ocurrir cuando aquel alto y apuesto forastero que lucía un sombrero blanco entró en el pueblo bajo el tórrido sol de Arizona, me hubiera ido de allí inmediatamente, y evitado así cierto lío en el que yo y algunos más nos metimos a causa de haber juzgado por las apariencias.

El forastero conducía una vieja y destartalada camioneta que arrastraba un remolque en el que viajaba un caballo blanco. La forma en que comenzó a atar el vehículo a uno de los postes antes de recordar que lo que llevaba no era un caballo me dijo que estaba más acostumbrado a tratar con estos que a conducir. O puede que sólo estuviera abstraído pensando en algo. Fuera como fuese, me acerqué a él y tras haberme presentado, observé que tendría unos treinta y tres años y que sus grandes ojos marrones tenían aspecto de haber visto mucho.

J. C. Marison no sólo tenía muy buen aspecto, incluso con aquella larga y negra barba que llevaba, sino que el bulto que se formaba en la entrepierna de sus vaqueros parecía mayor que una ubre de vaca. Era el tipo ideal para el XR. Dijo que sí, que estaba buscando trabajo, de modo que, tras explicarle cómo llegar a McGiddow’s Hill, le dije que se presentara ante Rich de mi parte.

No sólo es un rancho turístico comenté, también se trabaja, y a algunos de los huéspedes femeninos les gusta trabajarse a los vaqueros.

Sus ojos no se iluminaron como deberían haberlo hecho, y como en estos tiempos que corren nunca se sabe, le pregunté:

Te gustan las mujeres, ¿no?

Al responderme que eran la clase de personas con las que se sentía más a gusto, tuve la impresión de no haberme equivocado en mi suposición. Después de que se fuera, me puse a llamar a la puerta de la tienda de comestibles de Nab, hasta que bajó.

¿Qué diablos haces aquí tan pronto? refunfuñó.

En el rótulo pone que a cualquier hora contesté.

Ya lo sé, pero estábamos arriba tomando un par de copas dijo. Creí que te quedarías roncando en la cama de la Sueca hasta mediodía.

No le dije que llevaba tal cogorza que era incapaz de levantar un solo pie para subir hasta la habitación, y ya no digamos de conseguir que algo más se levantara. Cuando me desperté sobre la mesa de billar, aquel asqueroso y viejo San Bernardo de Mary la Sueca me estaba mordisqueando las botas. Ese perro es como su dueña; se comería cualquier cosa.

Una vez conseguí ponerme en pie, decidí que era el momento de poner en práctica eso de que un clavo saca a otra clavo y me encaminé hacia La Última Oportunidad. Serían ya las diez cuando salí de allí, pero mi resaca había desaparecido.

Entonces vi a otro forastero que entraba en el pueblo conduciendo un gran Cadillac de color negro. Al aparcar frente a la cárcel y bajarse del coche, pude observar que era tan corpulento y apuesto como J. C. pero, a diferencia de aquel, llevaba un Stetson negro y un traje obscuro que le daban aspecto de ser uno de los asistentes al funeral de algún banquero de Wall Street. Tenía el cabello del mismo color que mis ojos en aquel momento, y el azul claro de los suyos hacía que respondieran a lo que mi abuelo llamaba «reflectores de asesino». La protuberancia que se le formaba en la entrepierna era tan sobresaliente como la de J. C, con lo cual queda todo dicho.

Después de verle entrar en la oficina del sheriff, me apoyé en la puerta de mi furgoneta intentando que los picos de los Montes Supersticiosos, que se veían a cincuenta kilómetros de distancia, volvieran a ser los que habían sido siempre y no el doble. Debí tardar algo más que unos pocos minutos en conseguirlo porque, para entonces, el forastero y nuestro sheriff, el reverendo Bob Blotch, salieron de la oficina.

Tras intercambiar unas palabras, el primero subió a su automóvil y salió del pueblo en dirección al Wild Horse Motel.

Blotch, advirtiendo mi presencia y mi condición, se me acercó con expresión melosa y me observó de arriba a abajo exhibiendo una sonrisa burlona.

No irá a meterme de nuevo en el calabozo ¿eh? dije. Estoy sufriendo un ligero ataque de hígado, pero me pondré bien enseguida.

Tenía la esperanza de que se tragara aquel cuento. El jefe ya contaba con que me buscara problemas el sábado por la noche, pero se pondría hecho una furia si el lunes por la mañana no me presentaba a trabajar. Además, la idea de pasar otro día tras los barrotes, mientras Blotch me leía aquellos panfletos que incitaban a la moderación, era suficiente como para ponerme aún más enfermo.

¿Quién era ese hombre con el que estaba hablando hace un momento? le pregunté para que dejara de pensar en mí.

En realidad no es asunto tuyo dijo, pero se trata del señor Buh, de nombre

Belzeh, que ha venido de Nueva York para apretarle las clavijas a tu jefe. A menos

que Rich aparezca por aquí con el dinero, voy a tener que extender los papeles de ejecución de la hipoteca de ese antro de perdición que llamáis XR. No tardarás en quedarte sin trabajo, borracho pendenciero ¡Ay de los que se levantan con el alba para seguir la embriaguez! Isaías, cinco-once.

Si no hubiera llevado tejanos tan ajustados, las partes me habrían ido a parar a las botas. Al viejo Rich le habían ido realmente mal las cosas. Había quedado paralítico de cintura para abajo al volcar con el jeep y, desde entonces, la mala suerte había hecho presa en él con más fuerza que unas ladillas contraídas en un burdel de Nogales. El embalse de las montañas cedió y arrastró tres de las casas destinadas a los huéspedes. El establo se incendió y abrasó a diez caballos. Los ladrones de ganado le robaron cien vacas y un toro de raza. Sí, lo sé, pero lo cierto es que los cuatreros se muestran más activos actualmente que en tiempos de mi abuelo. Luego, uno de los vaqueros sementales, Guarreras Saunders, contagió de purgaciones a tres clientes. Se extendió el rumor y, a partir de entonces, vienen la mitad de los que solían hacerlo.

Blotch dejó de sonreír y me miró de reojo.

El señor Buh andaba preguntando por un vagabundo llamado J. C. Marison. Dijo que le debía dinero y que le gustaría devolvérselo. ¿Lo conoces?

Aquello hizo que se me pasara un poco la tajada. Buh no tenía aspecto de andarte detrás a menos que fueras tú quien le debieras dinero a él, de modo que dije no saber nada de Marison. Nosotros los deudores debemos permanecer unidos.

Tuve que aguantar un sermón de diez minutos por parte del sheriff-reverendo, pero al final me dejó ir. Cuando salía del pueblo, pasé frente, a la iglesia de tablas que Blotch había construido con la ayuda de Dios según dijo él. En realidad fue la mano de obra que la cárcel proveía quien la levantó. Frente a la Iglesia de los Últimos Días, había un gran mural, expuesto con el fin de que nosotros, los pecadores, nos apartásemos de la bebida. El tacaño de Blotch había encargado la pintura a un artista borracho y vagabundo a cambio de los diez días de calabozo que le correspondían, con lo que la montura en la que Jesús descendía a la tierra parecía más una liebre que un asno. Tras Jesús había un grupo de ángeles que parecían haber salido de las Revelaciones. El que iba a la cabeza del grupo se parecía considerablemente a Blotch y esgrimía una soga con el nudo de la horca. Huyendo de aquella feroz acometida celestial, una multitud formada por gentes de aspecto disipado que en su mayoría llevaban bebidas alcohólicas se dirigía hacia un pozo ardiente. Uno de los pecadores guardaba bastante más que un cierto parecido conmigo.

En último término se veía a la Gran Meretriz de Babilonia. La Sueca, otra de las pesadillas de Blotch, era quien había posado como modelo, y por más grandes que tenga las tetas, lo cierto es que no hay para tanto. Si lo sabré yo

Aquel cuadro me ponía siempre de muy mal humor, de modo que pisé el

acelerador a fondo y tardé sólo quince minutos en llegar al rancho. J. C, todo sonrisas, salía en aquel momento de casa del jefe, seguido de Mary Rich. Saltaba a la vista que la chica había sucumbido a sus encantos, así que decidí recordarle a J. C. que no se le había contratado para complacer a la hija del jefe. Pasé rápidamente junto a ellos y entré en la sala de estar donde Xavier Rich estaba sentado en su silla de ruedas.

Le conté lo que había oído sobre el señor Buh, pero aquello no pareció inquietarle como creí que lo haría.

Las cosas no van tan mal como parece dijo. Creo que podría conseguir un préstamo de la señora Lott. Hace un rato, estaba aquí quejándose de la falta de diversión ambos sabemos perfectamente a qué se refiere cuando aparecieron ese J. C. y su voluminosa entrepierna. Cayó rendida a sus pies como si fuera un árbol que el tipo hubiera cortado a hachazos. Si tiene aguante suficiente, podría hacerle un poco de caso y lograr que me deje dinero para librarme de esos banqueros de Nueva York durante un tiempo.

Pensé que aquello era como si un tipo que quisiera suicidarse le pidiera a alguien que le echase al río la piedra que acababa de atarse al cuello, pero no dije nada. Wanda Lott, conocida entre los peones del rancho como la Vandalota, era una neoyorquina grande y atractiva que se había separado de su acaudalado marido. Tenía cincuenta años, aunque ella declaraba cuarenta y uno. Cada primavera, venía a pasar dos meses en el rancho acompañada de alguna amiga suya, tan rica y ligera de cascos como ella.

El único problema de J. C. comentó el jefe, son sus malos modales. Ni siquiera habiendo mujeres presentes se ha quitado el sombrero.

Estaba a punto de responder que el interés de la señora Lott no se centraba precisamente en lo que el sombrero le cubriese a J. C, pero en aquel momento entró Mary. El jefe sugirió que me retirase, y fui a descargar la furgoneta. Después de comer, salí para ayudar a llevar un rebaño a los comederos y aproveché para observar a J. C. Al principio me pareció que sabía todo lo que hay que saber sobre caballos, pero cuando vi que un novillo se le escapaba y echaba a correr para meterse en una ciénaga, ya no me sentí tan seguro.

Decidí seguirle para ver qué hacía y también para prevenirle sobre Buh. En aquel momento, el novillo se levantó, ganó la orilla de la ciénaga y comenzó a correr ladera arriba. Incluso para aquel gran caballo blanco resultaba prácticamente imposible acercarse al animal. Entonces, J. C. hizo algo que me dio ganas de tenderme en el suelo y esperar a que el delirium tremens se me pasara. Prescindió del lazo y se quitó el sombrero. Al hacerlo, algo brilló a la luz del sol, pero de ningún modo podía ser lo que yo había visto.

Era una aureola. Sí, eso es lo que he dicho. Una aureola, un anillo de luz ¿Qué?

Sí, gracias, que sea doble.

Cogió la aureola con la mano derecha y la lanzó como si fuera un plato. La aureola, surcando el aire y ensanchándose a medida que lo hacía, acabó por ceñirse al cuello del animal e hizo que se detuviera en seco. J. C. cabalgó hacia él y le quitó la aureola, que volvió a adquirir su tamaño habitual, se la colocó sobre la cabeza y la cubrió con el sombrero.

El novillo, manso y apacible, volvió trotando al rebaño seguido de J. C, que no pudo verme porque me había metido en la ciénaga.

En aquel momento, vi el jeep del sheriff sobre la cima de McGiddow’s Hill parado en el camino que la cruza. Blotch estaba de pie junto al vehículo, observando a J. C. con unos prismáticos. No me sorprendió demasiado que anduviera husmeando por allí. Se pasaba la vida yendo a hurtadillas de acá para allá, para ver si nos atrapaba cometiendo actos pecaminosos. Imagino que debió pensar que estaríamos sodomizando a las terneras, cosa que ninguno de nosotros había vuelto a hacer desde que comenzamos a afeitarnos.

No le dije a nadie lo de la aureola. Lo que había visto era suficiente para hacer pensar incluso a un vaquero. Aquella noche, durante la habitual barbacoa, que incluía comida, bebida, canciones y chistes verdes en abundancia, estuve ayudando a servir. La señora Lott se mantenía más cerca de J. C. que un lechal de la ubre de su madre. Mary Rich se puso furiosa y su padre se enfadó porque ella se había enfadado, pero tampoco podía hacer nada al respecto.

De repente, el jefe me llamó.

¡Maldita sea, Cogorzas! ¿Cómo es que no has traído suficiente bebida? ¿No será que te has bebido la mitad en el camino de vuelta? Vamos, ve volando al pueblo y tráete ginebra, whisky y vodka. Dos cajas de cada.

Aún cuando era culpa mía, aquel panorama me puso de muy mal humor. J. C, que se había librado por un instante de la Vandalota porque a esta le habían entrado ganas de mear, me salió al paso.

¿Tienes algún problema Cogorzas? Se lo expliqué y me contestó:

Yo me encargo de eso.

Antes de que pudiera protestar se había puesto en marcha, pero yo le seguí porqué sabía que Nab no iba a fiarle a menos que llevara una nota de Rich. Estaba a unos diez pasos por detrás de él, cuando vi que entraba en el barracón. Yo me disponía a hacer lo mismo pero me detuve al ver a través de la ventana lo que estaba haciendo. Había comenzado a llenar tres jarras con agua del grifo. «¿Qué diablos?», pensé. En cuanto las tuvo llenas, salió llevando una jarra en cada mano. Le seguí de vuelta a la barbacoa y ¡Imagínate, el tipo se pone a llenar las botellas vacías, y de una jarra salía ginebra y de la otra, vodka!

De verdad; probé las dos.

Justo cuando me dirigía de nuevo hacia el barracón para ver lo que había en la tercera jarra, vi que llegaba el señor Buh. Frío como el diablo, se plantó ante el jefe y se presentó. Rich estuvo a punto de explotar cuando Buh dijo que le gustaría echar un vistazo a lo que no tardaría en ser su propiedad. Aunque lo buscó con la vista entre los allí reunidos, no vio a J. C. Había desaparecido.

De todos modos, a la señora Lott no pareció importarle. Bastó una mirada a aquel apuesto y corpulento personaje, y a su gigantesco bulto, para que se sintiera inmediatamente atraída por él. Aquello hizo que el jefe se reprimiera las ganas que tenía de echar a Buh a patadas de allí ya que, naturalmente, no podía permitirse ofenderla.

Yo me dirigí a toda prisa hacia el barracón para probar el brebaje de la tercera jarra ¡Era whisky! ¡Tan bueno como el Wild Turkey!

Justo cuando cruzaba corriendo la puerta del barracón para salir de allí antes de que J. C. llegara, el sheriff-reverendo Blotch me agarró desde la obscuridad y me atrajo hacia sí, haciéndome doblar la esquina del barracón. Olía como si se hubiera cagado en los pantalones, cosa que efectivamente había hecho.

¡He visto la aureola! gritó. ¡Y el milagro del agua convertida en alcohol!

¡Y sé que tú también has visto ambas cosas! ¿Qué cono está pasando aquí?

Oiga, ese lenguaje no es propio de un predicador dije yo. Además, está usted en propiedad privada.

Vaquero estúpido y borracho repuso babeando. Si conocieras un poco la

Biblia, estarías cagado de miedo.

Yo lo estoy, aunque en realidad no tengo nada que temer. ¡Pero tú, Cogorzas, estás entre los cabritos!

Oiga dije, está usted loco si cree que soy uno de esos sodomitas. A mi edad, ya no anda uno follando cabras.

¡Serás cabeza hueca! exclamó. Si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la olla. Mateo, quince-catorce. Pero Entonces, se abrirán los ojos de los ciegos. Isaías, treinta y cinco-cinco. ¿No te das cuenta de quién es realmente J. C?

¿Sabes qué lugar es este? Tú también viste esos milagros; la aureola y la transformación del agua en alcohol. ¡Supongo que no hace falta que un arbusto en llamas te revele la verdad!

Un escalofrío me recorrió el espinazo, y por un momento pensé que iba a decorarme los calzones, tal como él había hecho.

¿Quieres decir que susurré J. C. son las iniciales de?

¡No! tronó él. ¡J. C. no es Él! ¡No es más que un impostor! ¡J. C. es el Anticristo! ¡Si leyeras la Biblia en vez de esas procaces revistas de mujeres, sabrías que antes de que llegue el verdadero Cristo, comparecerá el falso! ¡Pero el justo sabrá distinguirlos!

¿Cómo lo ha hecho usted para descifrar todo este embrollo? pregunté.

¿Seguramente, pagano ignorante, habrás oído hablar de Armagedón? continuó con voz entrecortada. ¿Dónde se librará la última batalla entre el bien y el mal? ¿Donde el demonio y su secuaz, el Anticristo, serán derrotados? ¡Siempre creí que Armagedón debía estar en Palestina, pero estaba equivocado! ¡Está aquí! ¿Que cómo lo sé? ¡Mira McGiddow’s Hill!

Me dio vuelta para que pudiera verla, aunque yo ya sabía que estaba allí. La colina había recibido el nombre de un prospector que encontró oro en 1885.

¡Armagedón significa la colina de Megido! bramó. ¡Di rápidamente

«McGiddow’s Hill» y casi no notarás la diferencia! ¡Y este es el rancho XR! ¡Las dos primeras letras del nombre griego de Cristo! ¡Pero el maligno ha llegado antes bajo la figura del Anticristo, encarnado por J. C. Marison! ¿No te das cuenta? ¡J. C, Jesucristo; Marison, hijo de María! ¡Ese vaquero vagabundo es el falso Mesías que se hace pasar por el verdadero! ¿Te has convencido ya?

Me había convencido de que el tipo había estado comiendo avena loca.

¿Sí? dije de todos modos. ¿No irá a decirme que el verdadero es ese forastero del sombrero negro? Utilizando su razonamiento, Belzeh Buh suena como Belcebú. Usted es quien lo ha entendido al revés. ¿Cree usted que Cristo se haría pasar por el diablo? ¡De ningún modo!

Aquello le dejó helado. La idea de que pudiera haber tomado a uno por el otro, sumándose así a los condenados, le habría hecho soltar todo el lastre si no hubiera vaciado ya sus intestinos. Lloriqueó como un niño al que le hubieran quitado el caramelo que estaba chupando y me dejó ir. Corrí como si acabara de oír que en La Última Oportunidad daban bebidas gratis, pero sabiendo que podía seguirme hasta la fiesta, alborotar a todo el mundo y frustrar las esperanzas que nuestras huéspedas tenían de darse un revolcón, lo hice en sentido contrario.

Avanzando a ciegas en la oscuridad, arremetí contra un cactus. ¡Tenías que haberme oído jurar y maldecir! El infierno debe ser un lugar donde no crecen más que cactus y donde uno no puede darse la vuelta sin llenarse el culo de pinchos. En aquel momento oí aullar a Blotch al tropezar con otro. Se me ocurrió pensar que yo no tenía más remedio que blasfemar, pero que él disponía de profesionales como Isaías y Jeremías a los que recurrir.

En mi huida, me había acercado a una de las casas de huéspedes; a través de la ventana abierta se veía luz en el interior. Para cuando hube recuperado el aliento, sabía ya que era la que ocupaba la señora Lott, y por el gemir y el insistente dale que dale, supe que había encontrado la diversión que andaba buscando. No soy ningún mirón y siempre he tenido en cuenta el consejo del abuelo en cuanto a evitar el peligro. Estaba en la cama con una fulana cuando Wyatt Earp llegó en su busca. En vez de enfrentársele o de huir por la ventana, el abuelo se escondió tras una de esas aparatosas cortinas con que suelen estar decorados los burdeles anticuados. Más tarde, cuando se le preguntó por qué no había resuelto a tiros el asunto, respondió:

«La discreción es la mejor cualidad del velour».

No era exactamente lo que Bill Shakespeare le hizo decir a su personaje Falstaff, pero cuadraba.

Cuando me disponía a alejarme sigilosamente, Blotch me vio gracias a la luz que proyectaba la ventana y se me acercó sudoroso y vacilante. Sin embargo, al advertir el rumor que procedía de la casa, se olvidó de todos aquellos pinchos del demonio.

¿Qué clase de perversa e infernal fornicación es esa que tiene lugar ahí dentro?

exclamó con voz ahogada. ¿Quieres convencerme de que Marison es Jesús y de que tolera al mismo tiempo esta porquería? ¡Te equivocas! ¡Tiene que ser el Anticristo!

No hubiera servido de nada intentar hacerle callar.

¡Qué me condene si no es esa serpiente maligna quién está ahí dentro con una ramera! Al diablo le gusta joder. Revelaré al mundo su presencia, y los Últimos Días habrán llegado. ¡Puede matarme con sus tenebrosos poderes, pero me convertiré en un mártir y me sentaré a la diestra del Padre! ¡Gloria, aleluya!

Tenía agallas el tipo, hay que reconocerlo. Pensaba enfrentarse al mismísimo Satán e imaginaba que sería fulminado en el acto, pero aún así seguía adelante. Y ya que él se disponía a echar un vistazo, también podía hacerlo yo, ¿no? De acuerdo, sólo una breve ojeada. En realidad, no tiene nada de malo presenciar la competición. Yo tampoco soy manco sobre todo cuando no estoy borracho, y en una ocasión, una mujer me adjudicó el primer premio poniéndome un lazo azul en la verga. Claro que entonces era más joven.

Blotch se dirigió hacia la ventana y, una vez allí, resolló y se agitó como un caballo que hubiera visto aproximarse al veterinario con una gran jeringa en la mano. El rostro se le encendió de tal manera que el rojo parecía manar de él como salsa de tomate aguada. Miré por encima de su hombro, y lo que vi no quiero volverlo a ver en mi vida.

Ahí estaba la señora Lott, vestida tan sólo con unas botas con espuelas, con Buh encima suyo, vestido tan sólo con el sombrero. Del trasero de este último no se distinguía más que una mancha borrosa, como si el tipo estuviera actuando en una película porno proyectada a cámara rápida. Ni en las serpientes de cascabel he visto semejante frenesí. Me quedé boquiabierto pero, aún así, no pude evitar pensar que era como J. C. en eso de llevar siempre el sombrero puesto. Me pregunté si no habría entre ellos algún lazo familiar. ¿Por qué había preguntado por J. C? Además, ¿no eran Jesucristo y el diablo, un ángel caído, en cierto modo parientes?

Ya ves, estaba por creer que tal vez el reverendo tenía razón, cuando Buh

interrumpió el bombeo por un instante, dejando la mitad de la verga, unos veinte centímetros, fuera. En aquel momento, lo creí hasta el fondo de mi alma corrompida. Sólo el demonio podía tener semejante tranca.

Desde donde me hallaba, podía ver la parte superior de aquel enorme falo, y entonces observé que estaba rodeado por un anillo crepitante de luz azul.

¡La aureola del diablo! exclamé con voz entrecortada.

Blotch me cogió la mano como si necesitara algo humano, yo mismo, a falta de otra cosa, a lo que agarrarse. Sus ojos se hincharon como si el gas de su estómago hubiera tomado el camino equivocado. El hedor que despedía empeoró de tal modo, que llegué a pensar que advertiría a los de adentro de que estaban siendo observados, pero se hallaban demasiado ocupados como para darse cuenta. Si el fin del mundo hubiera llegado en aquel momento, ellos no habrían notado la diferencia.

La señora Lott gimió y hundió las espuelas en las nalgas de Buh hasta hacerlas sangrar, y este arrancó de nuevo. Cuando aquella monstruosidad asomaba entre una y otra andanada, el anillo azul crepitaba y restallaba. Tardé cerca de un minuto en comprender que aquello era realmente electricidad y que cada vez que la carga se introducía en ella, la señora Lott experimentaba una sensación que habría consumido a la mayoría de las mujeres. Aunque, con semejantes proporciones, a nadie se le hubiera ocurrido que aquel tipo necesitara un generador auxiliar.

Ella debía tener un fusible de cien amperios como mínimo y no parecía que fuera a fundirse; no en ese sentido, al menos.

Yo no sabía cuánto hacía que duraba aquello pero, de todos modos, no tenía intención de interrumpirles. Sobre todo si aquel tipo era realmente el diablo, dispuesto a evitar el segundo «advenimiento». No el suyo; el de su enemigo.

Sin embargo. Blotch acabó por reunir el valor suficiente.

¡Ajajá, Belcebú, llamado también Satán y Lucifer! vociferó. ¡Te cogí! ¡A

ti y a la Gran Meretriz de Babilonia!

Antes de que pudiera darle el consejo que el abuelo tenía reservado para tales situaciones, ya había entrado por la ventana y comenzado a citar la Biblia con voz delirante, aunque ahorrándose en esta ocasión las habituales referencias. La señora Lott comenzó a chillar; Buh se incorporó de un salto y se volvió hacia Blotch. Y yo quise morir.

No es que tuviera una verga monstruosa. Tenía dos, una encima de la otra, y a la vista de la piel de ambas deduje que había estado hundiendo la de abajo en el agujero inferior, al tiempo que la otra bombeaba en el superior.

He oído muchas cosas extrañas sobre el demonio, pero nunca nada semejante.

De todos modos, ni siquiera aquello logró desconcertar a Blotch, que caminó directamente hacia él con valentía de perfecto imbécil. Los rojos cabellos de Buh se habían erizado bajo su sombrero como si cada uno de ellos fuese un pene en erección,

y aquellos ojos azules eran como las puertas abiertas de un horno crematorio. En ellos vi todo lo que quiero saber sobre el infierno.

¡Quede al descubierto el mal eterno! gritó Blotch mientras le arrebataba el sombrero a Buh.

El grito de la señora Lott llegó incluso a ahogar el mío.

Aquel sombrero ocultaba dos cuernos anchos y planos que se curvaban hacia atrás siguiendo el contorno de la cabeza y cuyos extremos se alzaban formando agudas puntas.

Creí que Buh iba a hacer trizas a Blotch, pero en aquel momento la puerta se abrió de golpe.

¡Quieto, Belzehbuh! gritó J. C. al entrar. ¡No hay necesidad de hacer daño a estos terráqueos!

¡Ya eres mío, Jotacemarison! exclamó Buh.

Se volvió y apuntó a J. C. con ambas trancas, como si fuera a perforarle con ellas. O al menos, eso fue lo que trató de hacer, estoy seguro, pero le había inyectado tanta electricidad a la señora Lott que no consiguió emitir más que unos débiles chisporroteos que murieron a mitad de camino de donde se hallaba J. C, a quien hubiera dejado frito de no tener la batería descargada.

La he utilizado como una Dalila para ti, Sansón dijo J. C. sonriendo. Entonces, quitándose el sombrero, ató a Buh de brazos y piernas con su aureola.

Buh forcejeó para liberar sus brazos, pero era inútil y lo sabía.

Ya has estado persiguiéndome el tiempo suficiente dijo J. C. Tenía órdenes de hacer que fueras tras de mí para alejarte mientras se completaba el Proyecto. Ahora ya ha concluido y voy a llevarte prisionero a Quixpot. De todos modos, acaba de declararse un armisticio. Te habrían llegado noticias de no tener las antenas sintonizadas tan sólo para el sexo. Si el tratado se firma, la Tierra quedará a partir de ahora fuera de límites.

El pobre Blotch no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo.

Yo, por el contrario, he visto suficientes películas de ciencia ficción como para adivinar que aquellos dos eran agentes secretos de planetas enemigos que actuaban en este mundo. Era más fácil creer esto que lo que Blotch creía, tal y como se pudo comprobar más tarde cuando J. C., antes de marcharse en un ovni, supongo y sin precisar demasiado los detalles, confirmó mis suposiciones.

Después, se excusó y llevó a Buh a las montañas para recluirlo en algún lugar, en espera de que llegara la nave espacial. Un final feliz, como los de las viejas películas del oeste de serie B que tanto me gustaban cuando era chico, y que no hubiera querido que dejaran de hacer. Cierto, de todos modos, que J. C. no se casó con la hija del dueño del rancho. El hecho es que, si resultaba estar tan bien equipado como Buh, era una verdadera lástima. En cuanto a la señora Lott, imploró en tono lastimero que se la llevaran junto con Buh. Imagino que debió tener visiones de todo un planeta lleno de tipos dotados de perforadoras eléctricas de columna doble, dispuestas a entrar en acción.

Dijo que le daría a Rich toda su fortuna si podía marcharse con él. Nunca supe cómo acabó todo aquello, pero sé que Rich consiguió el dinero y que ella no volvió nunca más por el rancho.

A lo mejor, la mujer de Lott acabó también convertida en columna de sal aunque, pensándolo bien, es mucho más probable que acabara como salteadora de columnas.

J. C. no nos hizo guardar el secreto. Dijo que podíamos explicarle el episodio a quien quisiéramos porque nadie iba a creernos, excepto, tal vez, algún que otro chalado por los platillos volantes. Pero, al fin y al cabo, ¿a quién le importaban esos tipos?

Como decía el abuelo: «La verdad siempre resurge, aunque generalmente no tiene a donde ir».

Blotch no podía creer que aquellos dos no fueran más que alienígenas de otros planetas. Se había creado todo un mundo que no existía, un mundo en el que, si moría, acabaría en el cielo junto a los que mandaban, mientras nosotros nos precipitaríamos en el infierno. Se fue corriendo sin esperar ser presentado a J. C, agitando la cabeza, y vociferando algo sobre hablar con lenguas de bronce y no sé qué del estrépito de los simples. Algo de la Biblia, supongo.

La noche anterior a la de su partida, J. C. me llevó a La Última Oportunidad para charlar mientras tomábamos unas copas. Me habló de su rancho allá en las estrellas, pero no me dijo una sola palabra de lo que había estado haciendo aquí en la Tierra. Imaginé que sería mejor no saberlo.

Íbamos por la quinta copa, no botella cuando el bullicio decayó repentinamente. Levanté la vista y advertí a qué se debía aquel inesperado sosiego. Inconcebible. Blotch se hallaba de pie en la entrada; las hojas de la puerta batían a su espalda. Era la primera vez que ponía el pie en un saloon y tal vez fuera la última, aunque de esto no estoy tan seguro. Lo que vino a continuación fue realmente patético.

Estaba blanco como el papel higiénico y se estremecía como una caseta de retrete en pleno huracán. Al principio, creí que había venido con idea de enfrentarse a J. C, de retarle a que saliera a la calle, pero no llevaba armas. Supongo que he visto demasiadas películas del oeste. De todos modos, por más nervioso que estuviera y aunque hubiera venido acompañado por un pelotón, no iba a intentar echarle el guante a alguien que llevaba una aureola bajo el sombrero y quién sabe qué bajo los tejanos.

Caminando hacia ella con paso rígido, plantó sobre la barra un billete de cinco dólares.

Una ronda para Cogorzas, el señor Marison y yo.

Aquello casi me hizo caer de espaldas. ¿Quién iba a pensar que el predicador fuera a hacer algo así? Principios aparte, era un tacaño.

Todo el mundo comenzó a murmurar, preguntándose qué habría ocurrido. Vaciamos nuestras copas y, en cuanto logró dejar de toser, Blotch dirigió una mirada acuosa hacia los tristes ojos de J. C. Entonces, como si la bebida le hubiera armado de valor, dijo:

¡Tú eres el hijo de Dios!

J. C. adoptó una expresión severa y repuso:

Cuando me llame eso sonría, forastero.


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