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18.99% EL Mundo del Río / Chapter 53: EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (22)

Chương 53: EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (22)

Sam vio salir a unas treinta mujeres por las puertas abiertas, y se dio cuenta de que Juan había decidido rectificar su error. Aun así podía ser acusado de rapto, delito más grave que el asesinato en aquel mundo. Pero si las mujeres no habían sufrido daño alguno, sería muy difícil fundamentar la acusación.

Se detuvo, y pensó que se le paraba el corazón. Gwenafra estaba entre aquellas mujeres. Lothar, llamándola a voces, corrió hacia ella. Ella corrió hacia él con los brazos abiertos y se abrazaron.

Tras un minuto de abrazos, besos y sollozos, Gwenafra dejó a Lothar y se acercó a

Sam.

Este se maldijo a sí mismo porque no podía, razonablemente, maldecir a ningún otro. Si hubiese mostrado que la quería cuando ella le mostró claramente que podía tenerla, ella podría no haberse entregado a Von Richthofen. ¿Y por qué, entonces, no la había tomado? ¿Por qué se había aferrado a la idea de que Livy acabaría volviendo, y que, si tomaba a otra mujer ahora, Livy se dolería tanto que jamás volvería a acercarse a él?

No era un pensamiento lógico. Pero por mucho que vociferasen los filósofos, el principal fin de la lógica era justificar nuestras emociones.

Gwenafra le besó y sus lágrimas corrieron por el pecho desnudo de él. Luego se apartó de sus brazos y volvió a Lothar, y Sam Clemens se quedó con el problema de qué hacer con, o a, Juan Sin Tierra.

Cruzó las puertas, con Joe Miller tras él. Un momento después von Richthofen estaba a su lado. Juraba y mascullaba en alemán: "¡Lo mataré!"

-¡Sal de aquí! -dijo Sam deteniéndose-. ¡Soy bastante loco, pero puedo controlarme! Ahora tus estás demasiado excitado, y si intentas algo puede matarte y alegar defensa propia. Le gustaría mucho hacerlo. Quizá haya montado todo esto sólo para justificar nuestro asesinato.

-¡Pero tú estás aquí sólo con Joe! -dijo Lothar.

-¡Y te parece poco! De todos modos, si no hubieses estado tan ocupado acariciando a Gwen, me habrías oído ordenar a las tropas que entren en el palacio y maten a todos si no he salido a los quince minutos.

Lothar miró fijamente a Sam.

-¡Te has hecho de pronto mucho más belicoso!

-Cuantos más problemas tengo, y más se retrasa la construcción del barco, más belicoso me vuelvo -dijo Sam.

No tenía objeto explicarle que su cólera al verle con Gwenafra se había desviado hacia Juan, que ya la tenía bastante dirigida hacia sí como para haberse encogido y sometido. Y lo habría hecho si hubiese justicia en el mundo.

Penetró en el edificio principal, dentro del recinto cerrado por la empalizada de troncos de pino, y pasó ante Sharkey. El membrudo sicario intentó cerrarle el paso, pero Sam no vaciló. Un cavernoso gruñido brotó de la inmensa masa peluda de Joe, detrás de Sam. Sharkey dio un respingo y cometió el error de no apartarse lo suficiente. Una inmensa cadera cubierta de pelo envió tambaleándose contra la pared a aquel hombre de ciento quince kilos como si fuese una pluma.

-¡Te mataré un día de estos! -dijo Sharkey en inglés. Joe giró lentamente la cabeza, como si fuese la torreta de un acorazado y la tremenda probóscide un cañón.

-¿Zí? ¿Tú, y qué ejército?

-Estás volviéndote muy ingenioso, Joe -murmuró Sam-. Mi influencia, sin duda.

-No zoy tan tonto como pienza la mayoría de la gente -dijo Joe.

-Eso sería imposible.

Su cólera se había transformado en desánimo. Incluso con Joe como guardaespaldas no estaba ni mucho menos seguro allí. Pero confiaba en que Juan no se atrevería a hacerle nada serio, porque quería también aquel barco.

Juan estaba sentado junto a la gran mesa redonda de roble con una docena de los suyos. El gigante Zaksksromb estaba de pie a su espalda. Todos tenían jarras en la mano. La habitación apestaba a tabaco y a licor. Juan tenía los ojos enrojecidos, pero por aquel entonces casi siempre los tenía. Penetraba luz por las ventanas, pero la luz directa del sol estaba bloqueada por la empalizada exterior. Ardían humeando algunas antorchas de pino.

Sam se detuvo, sacó un puro de la pequeña caja que llevaba en una bolsita atada al cinturón, y lo encendió. Le enfureció que su mano temblase tanto, y esto incrementó su cólera contra Juan.

-¡Está bien, Majestad! -dijo-. Malo fue que te apoderases de todas aquellas mujeres extranjeras para tus viles propósitos, pero, ¿por qué cogiste a Gwenafra? ¡Ella es ciudadana de este estado! ¡Te has puesto la soga al cuello. Juan, y no uso lenguaje figurado!

Juan vació el whisky de la jarra y la posó suavemente sobre la mesa.

-Recogí a esas mujeres por su propia seguridad -dijo delicadamente-. La multitud estaba muy enfurecida, querían matar a los misioneros. Y se incluyó a Gwenafra por error. Ya determinaré quién es el responsable y le castigaré.

-Juan -dijo Sam-, debo rechazar tus afirmaciones por falta de pruebas. No tienen ninguna confirmación visible. Pero ése será tu problema. Tú eres el padre de las mentiras y el gran maestre, pasado, presente y futuro, del engaño. Si el no tener pelos en la cara

es característica del mayor mentiroso, todos los demás mentirosos deberían ser tan barbudos como Santa Claus.

Juan enrojeció. Zaksksromb gruñó y alzó su maza hasta el pecho. Joe gruñó también. Juan hizo una profunda inspiración y dijo, sonriendo:

-Estás desquiciado por un poco de sangre. Tienes que dominarte. No puedes desaprobar nada que yo haya dicho, ¿no es verdad? Por cierto, ¿has convocado ya la reunión del Consejo? La ley dice que tienes que hacerlo. Ya lo sabes.

Lo horrible era que Juan se saldría con la suya. Todo el mundo, incluidos sus seguidores, sabrían que estaba mintiendo, pero no habría nada que hacer a menos que quisiesen iniciar una guerra civil, y eso significaría que los lobos (Iyeyasu, Hacking, quizá los supuestos neutrales Publius Crasus, Chernsky, Tai Fung y los salvajes del otro lado del Río) les invadiesen.

Sam lanzó un bufido y se fue.

Dos horas más tarde sus predicciones se habían hecho realidad. El consejo aprobó una moción de censura contra Juan por haber manejado la cuestión erróneamente y de modo precipitado. Se le dijo que en futuras situaciones similares, debía conferenciar con su corregente.

Juan se reiría sin duda a carcajadas cuando le comunicasen la decisión. Y pediría más licor, tabaco, marijuana y mujeres para celebrarlo.

Sin embargo, no tendría una victoria completa. Todo Parolando sabía cómo Sam Clemens se había enfrentado a Juan, había irrumpido en su palacio con sólo uno de sus seguidores, había liberado a las mujeres, y había insultado a Juan en su propia cara. Juan sabía esto. Su triunfo se asentaba sobre bases poco seguras.

Sam pidió al Consejo que se decidiese expulsar de Parolando a todos los miembros de la Iglesia de la Segunda Oportunidad por su propia seguridad. Pero varios consejeros alegaron que eso sería contrario a la ley. Habría que alterar la Carta. Además, era poco probable que Juan emprendiese más acciones contra ellos después de la lección que había recibido.

Ellos sabían tan bien como Sam por qué él procuraba aprovecharse del clima emocional para expulsar a los de la Segunda Oportunidad. Pero había algunos individuos tercos en el Consejo. Quizá se sintiesen irritados por no haber podido hacer nada en el caso de Juan, y pretendían por lo menos defender los principios.

Sam estaba seguro de que los supervivientes de la matanza querrían irse rápidamente, pero insistieron en quedarse. La matanza no había hecho más que convencerles de que Parolando les necesitaba mucho. Goering estaba construyendo varias cabañas grandes para ellos. Sam envió recado de que parasen las obras. Parolando tenía ya escasez de madera. Goering respondió que él y sus camaradas varones saldrían de las cabañas y dormirían debajo de las piedras de cilindros. Sam masculló un juramento y echó el humo a la cara del mensajero de Goering y dijo que lamentaba que no existiese la neumonía en aquel mundo. Después, se sintió avergonzado, pero no se desdijo. No iba a escasear la leña en sus hornos para que gente a la que ni siquiera quería pudiese dormir bajo un techo.

Se sentía bastante alterado, pero aquella noche recibió dos mensajes que le alteraron aún más. Uno era que Ulises había desaparecido por la noche de su barco en su viaje de regreso a Parolando. Nadie sabía lo que le había pasado. Sencillamente, había desaparecido. El segundo mensaje le informó de que William Grevel, el hombre que había estado espiando a Juan, había sido hallado con el cráneo roto al pie de un barranco en la montaña. Juan había logrado localizarle y ejecutarle. Y debía de estar riéndose porque Sam no podía demostrarlo ni, en realidad, siquiera admitir que Grevel estuviese trabajando para él.

Sam llamó a von Richthofen y a Cyrano y a otros que consideraba de los suyos. Era cierto que entre de Bergerac y él existía cierta hostilidad debido a Livy, pero de Bergerac

era más partidario de Clemens que de Juan, con quien había tenido varias discusiones violentas.

-Quizá la desaparición de Ulises del barco sea sólo coincidencia -dijo Sam-. Pero eso, y además la muerte de Grevel, me hace pensar si Juan no estará atacándome a través de mis amigos. Quizá planee acabar con vosotros, uno a uno, en circunstancias que no permitan acusarle.

Es hábil. Probablemente no hará nada en un tiempo, pero Ulises ha desaparecido en un lugar en el que la investigación probablemente nada revelará. Y no puedo acusar a Juan de lo de Grevel sin revelar lo que he estado haciendo. Así que tened cuidado con las situaciones en las que pudiesen producirse accidentes. Y tened cuidado cuando estéis solos.

-Morbleu! -dijo de Bergerac-. Si no fuese por esa ridícula ley contra el duelo, podría desafiar a Juan y acabar con él... ¡Tú, Sinjoro Clemens, eres el responsable de esa ley!

-Yo me eduqué en un país donde eran frecuentes los duelos -dijo Sam-. Solo el pensarlo me pone enfermo. Si hubieras visto cuántas tragedias... Bueno, no importa. Supongo que las viste, y no parece que te hayan afectado mucho. Pero, ¿acaso piensas que Juan te permitiría vivir lo suficiente como para batirte con él? No, desaparecerías o tendrías un accidente, puedes estar seguro.

-¿Por qué no puede tener un accidente Juan? -dijo Joe Miller.

-¿Cómo podrías atravesar esa barrera viviente de guardaespaldas? -dijo Sam-. No, si

Juan tiene un accidente será un accidente de verdad.

Los despidió con la excepción de Bergerac y Joe, que nunca le abandonaban salvo que estuviese enfermo o quisiese estar solo.

-El Extraño dijo que había elegido a doce humanos para el asalto final a la Torre de las Nieblas -dijo Sam-. Joe, tú, Richard Francis Burton, Ulises y yo somos cinco. Pero ninguno de nosotros sabe quiénes son los otros siete. Ahora ha desaparecido Ulises, y Dios sabe si volveremos a verle. El Extraño daba por supuesto que los doce nos embarcaríamos en el barco fluvial en el momento oportuno. Pero si Ulises fue resucitado al sur, Río abajo, y tan lejos que no pueda regresar aquí antes de que se termine de construir el barco, quedará descartado.

-¿Por qué te preocupas tanto? -dijo Cyrano, encogiéndose de hombros y frotándose su larga nariz-. ¿O es que no puedes evitarlo? Que sepamos, Ulises no está muerto. Quizá haya entrado en contacto con ese Misterioso Extraño... que por cierto, según Ulises, es una mujer, por lo que su Extraño no es el mismo que conocemos tú y yo... mordieux!...

¡Estoy desviándome! Como decía, Ulises puede haber sido llamado de pronto por ese misterioso personaje, y quizá descubra a tiempo lo que pasa. Dejemos que ese ángel (o demonio) misterioso se encargue del asunto. Debemos concentrarnos en la construcción de ese fabuloso barco y apartar a todo el que se interponga en nuestro camino.

-Ezo ez razonable -dijo Joe-. Zi a Zam le nacieze un pelo cada vez que ze preocupa, parecería un puerco ezpín. Y ahora que lo pienzo...

-De la boca de los niños... y de los monos sin rabo... -dijo Sam-. ¿O no es así? De todos modos, si todo va bien (que hasta ahora no ha ido), empezaremos a unir las planchas de magnalio del casco en un plazo de treinta días. El día que termine ese plazo será el más feliz de mi vida, hasta que realmente pongamos a flote el barco. Me sentiré más feliz incluso que cuando Livy me dio el sí...

Podía haberse interrumpido antes, pero deseaba provocar a Cyrano. Sin embargo, el francés no reaccionó. ¿Por qué habría de hacerlo? El tenía a Livy. Ella estaba dándole el sí continuamente.

-Pues a mí no me gusta la idea -dijo Cyrano-. Soy un hombre pacífico. Me gustaría disponer de tiempo para poder disfrutar de las cosas buenas de la vida. Me gustaría que terminasen las guerras, y que si hubiese de haber derramamiento de sangre fuera entre caballeros que supiesen honrar sus espadas. Pero no podemos construir el barco sin

interferencias, porque los que no tienen hierro lo desean, y no se detendrán hasta conseguirlo. Así que yo pienso que Juan Sin Tierra quizá tenga razón en algún punto. Quizá debiésemos desencadenar una guerra general en cuanto tengamos armas suficientes, y despejar ambas orillas del Río de toda oposición en cincuenta kilómetros a la redonda. Entonces tendríamos acceso ilimitado a la madera, la bauxita y el platino.

-Pero si hacemos eso, si matamos a todos los habitantes, en un día esos países volverán a llenarse -dijo Sam-. Ya sabes cómo funciona la resurrección. Recuerda con qué rapidez se repobló esta zona después de que el meteorito matara a todos sus habitantes.

Cyrano alzó un largo y sucio dedo. Sam se preguntó si Livy estaba perdiendo su batalla por mantenerle limpio.

-¡Ah! -replicó Cyrano-. Pero esas personas no estarán organizadas, y nosotros, al estar ya aquí, podremos organizarías, podremos convertirlas en ciudadanos de una Parolando ampliada. Les incluiremos en la lotería que decidirá la tripulación del barco. A la larga, ganaríamos tiempo deteniendo ahora la construcción del barco y haciendo lo que propongo.

Y yo te enviaré a ti a primera línea, pensó Sam. Y se repetirá otra vez la historia de David, Betsabé y Urias. Salvo que David probablemente nunca tuvo conciencia, jamás perdió un instante de sueño por lo que había hecho.

-No estoy de acuerdo -dijo Sam-. En primer lugar, nuestros ciudadanos lucharán como diablos para defenderse, porque están interesados en el barco. Pero no se embarcarán en una guerra de conquista, sobre todo cuando se den cuenta de que la inclusión de nuevos ciudadanos en la lotería reducirá enormemente sus posibilidades. Además, no me parece justo.

De Bergerac se puso en pie, la mano en el pomo de la espada.

-Quizá tengas razón. Pero el día que hiciste un acuerdo con Juan Sin Tierra y luego mataste a Erik Hachasangrienta fue el día en que manchaste tu barco de sangre, de traición y de crueldad. No te lo reprocho, amigo mío, lo que hiciste era inevitable, si querías el barco. Pero no puedes empezar así y luego avergonzarte por actos similares, o incluso peores. No puedes, si quieres conseguir tu barco. Buenas noches, amigos míos.

Hizo una inclinación y se fue. Sam dio unas chupadas a su puro y luego dijo:

-¡Odio a ese hombre! ¡Dice la verdad! Joe se levantó, y el suelo rechinó bajo sus cuatrocientos kilos.

-Me voy a la cama. Me duele la cabeza. Todo ezto me da ya dolor de muelaz. O lo hacez o no lo hacez. Ez muy zimple.

-Zi fueze un bruto como tú, yo haría lo mizmo -remedó Sam-. ¡Joe, te amo! ¡Eres maravilloso! ¡El mundo es tan poco complejo! ¡Los problemas te dan sueño y te vas a dormir! Pero yo...

-Buenaz nochez, Zam -dijo Joe, y pasó a su cuarto. Sam comprobó si la puerta estaba bien cerrada y si los guardias apostados fuera del edificio estaban alerta. Luego también se fue a la cama. Soñó con Erik Hachasangrienta, que le perseguía por las cubiertas y bodegas de su barco, y despertó gimiendo. Joe estaba a su lado, sacudiéndole. La lluvia repiqueteaba en el tejado, y resonaba el trueno en los montes.

Joe se puso a preparar el café un rato después. Echó una cucharada de cristales secos en agua fría, y los cristales de café calentaron la mezcla en tres segundos. Lo bebieron, y Sam fumó un cigarrillo mientras hablaban de los viejos tiempos, de la época en que viajaban Río arriba con Hachasangrienta y sus vikingos buscando hierro.

-Al menoz zolíamos divertirnoz de vez en cuando -dijo Joe-. Pero ahora ya no. Ahora hay ziempre demaziado trabajo que hacer y demaziadaz cozaz de qué ocuparze. Y entoncez tu mujer no aparecía con eze narigudo de Cyrano.

-Gracias -dijo Sam riéndose-, es la primera risa desde hace días, Joe. ¡El narigudo de

Cyrano!

-A vecez zoy demaziado zutil ihcluzo para ti, Zam -dijo Joe. Se levantó de la mesa y volvió a su habitación.

Poco durmió después de esto. A Sam siempre le había gustado quedarse en la cama, incluso después de haber dormido bien toda la noche. Ahora dormía menos de cinco horas, aunque a veces echaba una siesta. Siempre parecía haber alguien que necesitaba que le respondiesen a una pregunta o que deseaba plantear un problema. Sus ingenieros jefe no estaban, ni mucho menos, de acuerdo en todo, y esto alteraba a Sam. El siempre había creído que la ingeniería era algo de soluciones definidas e indiscutibles. Tenías un problema y lo resolvías del mejor modo posible. Pero Van Boom, Velitski y O'Brien parecían vivir en mundos que no ajustaban entre sí. Por fin, para ahorrarse las horas de forcejeos y discusiones, concedió a Van Boom el poder de decidir la solución final. No debían molestarle a él a menos que necesitasen su autorización para algo.

Era sorprendente el número de cosas que tenía que considerar solo en el departamento de ingeniería y que necesitaban de su autorización.

Iyeyasu conquistó no solo la zona bosquimano-hotentote de la otra ribera, sino quince kilómetros del territorio de los ulmaks. Luego envió una flota Río abajo hasta la zona de unos cinco kilómetros de longitud situada más allá del territorio de los ulmaks, donde vivían indios sac y fox del siglo xvii. Esta zona fue conquistada con la matanza de casi la mitad de los habitantes. Iyeyasu comenzó luego a solicitar de Parolando un precio más alto por la madera. Además, quería un anfibio como el Dragón de Fuego I.

Por entonces, estaba casi acabado el segundo Dragón de Fuego.

Habían intercambiado ya unos quinientos negros de Parolando con un número igual de dravidianos. Sam se había negado a aceptar a los árabes wahhabi, o al menos había insistido en que se diese preferencia a los hindúes. Al parecer, a Hacking no le gustó esto, pero nada se había especificado en el acuerdo sobre qué grupo sería prioritario.

Hacking, al enterarse por sus espías de las peticiones de Iyeyasu, envió un mensaje. También quería un Dragón de Fuego, y estaba dispuesto a dar por él gran cuantía de minerales. Publius Crasus y Tai Fun se coaligaron para invadir la otra orilla del Río en la zona fronteriza a sus estados. La ocupaban gentes de la edad de piedra de todas partes y épocas, y se extendía a lo largo de la orilla izquierda en una longitud de unos veinticinco kilómetros. Con su superioridad numérica y sus armas de acero, los invasores aniquilaron a la mitad de la población y esclavizaron al resto. Y subieron el precio de la madera, aunque manteniéndose por debajo de Iyeyasu.

Los espías informaron de que Chernsky, que dirigía la nación de veinticinco kilómetros de longitud situada al norte de Parolando, había hecho una visita a Soul City. Todo el mundo hacía suposiciones respecto a aquella visita, dado que Hacking había creado un sistema de seguridad que parecía ser efectivo al cien por cien. Sam había logrado que ocho negros espiaran para él, y sabía que Juan había enviado por lo menos a una docena. Las cabezas de todos ellos fueron arrojadas desde barcos ocultos entre la niebla, a última hora de la noche, por encima del muro en la ribera de Parolando.

Van Boom fue a ver una noche, ya tarde, a Sam, y le dijo que Firebrass le había hecho cautelosamente una proposición.

-Me ofreció el puesto de ingeniero jefe del barco -dijo Van Boom.

-¿El te lo ofreció? -dijo Sam, al que casi se le cayó el puro.

-Sí. No es que me lo dijese con esas mismas palabras, pero capté la idea. El barco caerá en poder de los ciudadanos de Soul City, y yo seré ingeniero jefe.

-¿Y qué respondiste a tan gentil oferta? Después de todo, no puedes perder, en ningún caso.

-Le dije que había enchufado en un circuito falso. Le pedí que aclarara. No lo quiso hacer, aunque se rió, y yo le dije que no te había hecho ningún juramento de lealtad a ti,

pero que había aceptado tu oferta y que eso era equivalente. Que no iba a traicionarte, y que si Soul City invadía Parolando la defendería hasta la muerte.

-¡Eso es magnífico, soberbio! -dijo Sam-. ¡Vamos, echa un trago de whisky! ¡Y fúmate un puro! ¡Me siento orgulloso de ti, orgulloso de mí mismo, ante tal lealtad! Pero me gustaría... me gustaría...

-¿Sí? -dijo Van Boom, mirando por encima de su copa.

-Me gustaría que le siguieses el juego. Si tú nos pasases la información, podríamos saber mucho más.

Van Boom dejó la copa y se levantó. Sus agradables rasgos morenos se habían aborrascado.

-¡Yo no soy ningún sucio espía!

-¡Vamos, vuelve! -dijo Sam. Pero Van Boom le ignoró.

Sam enterró la cabeza entre los brazos por un instante, y luego cogió la copa de Van Boom. Que nunca se dijese que Samuel Langhorne Clemens desperdiciaba el buen whisky. O el malo, en realidad. Aunque las piedras de cilindros siempre proporcionaban del mejor.

La falta de realismo de aquel hombre le irritaba. Al mismo tiempo, tenía un sentimiento contrario de cálido placer. Era bueno saber que existían hombres incorruptibles.

Por lo menos Sam no tenía que preocuparse por Van Boom.


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