Ahora contemplo mi habitación y la encuentro un lugar agradable donde vivir: sobre todo gracias a las dos botellas de vino, la iluminación indirecta, la desmayada pero tranquilizadora presencia de papel y libros. El Londres de Highway, uno de mis cuadernos de notas, dice que encontré la habitación «deprimente, rebosante de nostalgia del pasado, acurrucada en melancólico desafío cuando me volví a mirarla» aquel domingo de septiembre. Palabra del abajo firmante. Imagino que lo que ocurre es que aquel día me sentía más tristón, o que les tenía más respeto a mis tristezas, o que tenía mayor tendencia que ahora a pensar que esos humores poseen algún valor.
Naturalmente, si hemos de fiarnos de Philip Larkin, todos detestamos nuestra casa y tener que estar en ella.
Fue sin duda maravilloso salir de casa y, pensándolo bien, me sentí muy animoso y varonil mientras recorría el sendero sembrado de nueces que me conducía al pueblo. Faltaba todavía un cuarto de hora para que saliese el autobús de Oxford, de modo que me tomé una bien ganada caña en el pub y charlé con el dueño y su averiada esposa, Mr. y Mrs. Bladderby. (Es interesante señalar que la madre de Mrs. Bladderby estaba más averiada incluso que su hija; tenía ochenta años y, además, durante una reciente excursión, dejó que una infernal máquina agrícola se le llevara la pata; estaba demasiado cretinizada para morir del susto, y de hecho no había mencionado nunca la campestre escena. Mrs. Lockhart vivía ahora en la habitación situada encima del bar, y cada vez que necesitaba algo golpeaba el piso con un taco torcido de billar). Al desaparecer Mrs. Bladderby para atender una de esas llamadas, Mr. Bladderby señaló con el mentón mis maletas y me preguntó si me iba otra vez de vacaciones.
Estuve dando rodeos hasta que regresó la señora y entonces me sentí dispuesto a dejar claramente establecido que, por mucho que yo fuera un presuntuoso imberbe y un mocoso arrogante de cara lechosa, lo cual era indiscutible, mi viaje a Londres no suponía que ellos, o el pueblo, me resultaran antipáticos, ni tampoco era un síntoma de desencanto en relación con las piadosas costumbres de los rústicos, etc., etc. Les di dos motivos. El primero, «para estudiar», que me permitió obtener una sombría aprobación por parte de Mr. Bladderby; el segundo, «para ver a mi hermana», gracias al cual conseguí una amistosa mirada de su esposa. Cuando terminé mi caña y miré el reloj, los dos parecieron lamentar de verdad que me fuera, y dos de los viejos inútiles del pueblo alzaron la vista y me dijeron adiós. Cerrando la puerta después de salir, me sentí absolutamente seguro de que uno de ellos estaría diciendo ahora:
—Ese Charles, oye, el muy jodido, es un chico magnífico.
Y el otro:
—Estoy de acuerdo. El muy jodido…
Y tenían toda la razón. Pensándolo bien, en realidad eso de «autocomplacencia» me parece un calificativo poco apropiado. No es tanto que yo me guste o me quiera a mí mismo, sino más bien que cuando pienso en mí mismo me pongo muy sentimental. (Y pregunto: ¿es esto normal en alguien de mi edad?). ¿Qué pienso de Charles Highway? Pienso: «¿Charles Highway? Oh, me gusta. Sí, siento debilidad por Charles. Ese Charlie está muy bien. Chuck…, un tipo fantástico».
Incluso el autocar estaba bien. Me senté en primera fila, para admirar al regordete y serio conductor, cuya mirada, más fija que la de una serpiente, combinada con su prestancia natural, constituía un buen espectáculo. La alegría me subía por el cuerpo como una droga: sonreí a mis compañeros de viaje, miré por la ventanilla sin el menor interés, y me mostré educado y deferente ante el empleado de la compañía, a quien le di la cantidad exacta de dinero tras enunciar claramente el destino de mi recorrido.
Tampoco es que este viaje pareciese uno de esos que marcan una época. Quizá lo único que pasaba es que antes de salir había llamado a una chica, Gloria.
Fuera como fuese, la estación de Oxford, que desde que fue recientemente modernizada parece un establecimiento Wimpys, calmó mi exaltación. El kiosco estaba cerrado, de modo que tuve que sacar un libro de bolsillo de mi maleta. Busqué un asiento adecuadamente alejado de la ventanilla y dejé Una habitación con vistas a mi lado, sin intención de abrirlo en todo el viaje.
Londres es la ciudad a la que va la gente a fin de regresar de ella más triste y más sabia. Pero yo ya había estado allí; de hecho, hacía solo tres semanas que había regresado de Londres.
Cuando me dieron mis sobresalientes notas, mi padre me entregó impasiblemente setenta y cinco libras para que con ellas me largase de Inglaterra y me lo «pasara en grande». Me sugirieron que me fuese a un país cálido y sano, y que me quedase una temporada allí; pero aparte de esto me dejaron elegir libremente. Un amigo tenía que irse a España la semana siguiente, así que le di una carta rebosante de noticias para mis padres, a fin de que la echase al correo una vez allí. Luego, junto con Geoffrey (un amigo de mentalidad parecida a la mía), me dirigí a la Gran Ciudad.
Nos guarecimos durante un mes en el apartamento que tenía en Belsize Park una tal Miss Lizzie Lewis, la hermana actriz de Geoffrey, que se hallaba ausente, en una gira de pantomima que se celebraba en unos campamentos veraniegos de Port Talbot. Es un mes que siempre me inspira cierto lirismo acnéico. Un mes de bares ruidosos, máquinas tragaperras, cacerías de chicas y húmedas ensoñaciones, blanco olor a sudores y tardes polvorientas, tomaduras de pelo por parte de hippies morbosos, y dilatación de los horizontes mentales por medio de drogas tales como vomitar chuletas de cerdo o padecer diarrea por culpa de un consomé. Terminaba una mañana de mediados de agosto cuando bajé casualmente la vista hacia la zona ondulante que había entre mi estómago y el estómago de una chica con la que estaba follando en ese momento (y, debo añadir, en un estado sudoroso y resacoso). Lo que vi allí fueron gusanos de suciedad…, como cuando el obrero, terminada la jornada, regresa a su casa a grandes zancadas y frotándose las encallecidas manos de modo que el polvo sobrante se acumula hasta formar unas delgadas tiras negras que se quita rápidamente pasándose las manos por el pantalón. Con la diferencia de que nuestras tiritas estaban en nuestros estómagos y eran mucho más gruesas: del tamaño de una angula.
Llegué de vuelta a Oxford a tiempo para el almuerzo de ese mismo día, y conté febriles historias acerca de que España había tenido el peor verano desde la guerra, y de ahí mi palidez. Mis padres me informaron, sin embargo, que yo «había sido visto» en Portobello Road la última semana de julio. Lo negué y les hice callar fingiendo encontrarme mucho más enfermo de lo que estaba, aunque la verdad es que no tuve que esforzarme mucho para cerrarles la boca. (También estaba el problema del pequeño regalo de despedida que me había hecho la chica —mi compañera de mugre—, pero eso es otra historia).
El tren entró en Paddington a eso de las ocho y media. La estación, vacía teniendo en cuenta que aquel fin de semana era fiesta en todo el país, parecía enorme, ecoica, etc., y confié en que tuviera en mí efectos misteriosos y hemingwayescos. Es curioso (¿no?) que recuerde esto tan claramente: mucho más que los acontecimientos de las dos últimas semanas.
Al final decidí tomar un taxi, con el argumento de que sería indirectamente un ahorro, pues ya no podría salir con Gloria y la velada no me costaría más que una cucharadilla rasa del café instantáneo de mi hermana. Es más, era tarde, muy tarde para ir en metro sin ser denunciado por los borrachos o, como alternativa, ser castrado por los skinheads. Cuando el taxi subía la rampa que desembocaba en la ciudad, empecé a tranquilizarme practicando el acento de la clase media-baja, pensando en mi cuñado. Desde detrás de los cristales ahumados contemplé las numerosas muchachas con camiseta púrpura y chaleco afgano que caminaban por las callejas que median entre Paddington y Notting Hill Gate.
Solo en dos ocasiones había estado con Norman Entwistle, el aterrador marido de mi hermana. Ahora le vi por tercera vez cuando enfilé la cuesta que conduce a su casa de Campden Hill Square. Si no hubiera sido por el estruendo que armaba, seguro que ni me hubiese fijado en él.
Norman estaba en lo alto del solitario árbol que se encontraba en el centro del ralo jardín de la fachada. Daba la sensación de que estuviera tratando de serrarse a sí mismo en dos mitades; una actividad que, a juzgar por lo que le había visto hacer en las dos exhibiciones previas, no parecía superior a sus fuerzas. Tenía ambas piernas y un brazo enroscados en torno a una rama. Utilizando la mano que le quedaba libre como si fuera un pistón, trataba de serrar esa rama por su base. La rama, que se encontraba a casi dos metros del suelo, estaba evidentemente seca.
Me detuve.
—Cuando acabes de serrarla —le indiqué—, te caerás.
Norman me ignoró. Pude distinguir parte de su cara; estaba tensa, en plena concentración asesina.
—Al suelo —le expliqué.
Seguí mirándole durante unos segundos, y luego me acerqué a la casa y llamé al timbre. La puerta estaba a punto de abrirse cuando oí un violento crujido —como el que produce la madera al partirse— seguido de un fuerte estruendo. Me volví. Norman ya estaba en pie, sacudiéndose el cuerpo como si estuviera infestado de piojos.
—Vaya por Dios —dijo Jennifer Entwistle, mi hermana.
Nos dimos un beso, sonrojándonos, como siempre que nos besábamos, y de camino hacia la cocina me lanzó la consabida regañina por mi prematura llegada.
—¿Se puede saber qué pretende hacer Norman? —pregunté después.
—Ah, solo está serrando una rama seca.
Imaginé que estaba interrumpiendo el desenlace de alguna pelea. Probablemente Jenny se había preguntado en voz alta qué día iba Norman a decidirse a cortar la rama seca, y Norman salió corriendo para serrarla inmediatamente, y dejarla a ella en mal lugar.
Procuré no estorbar y me senté en la cocina, me puse las gafas y vi cómo preparaba el té. La encontré la mar de bien. Cuando interpretaba su papel de hermana mayor siempre me había parecido una chica sin gracia y más bien mohína. Ninguno de mis amigos (por ejemplo) me había preguntado nunca qué tal estaba de tetas. Ni siquiera cuando volvía de Bristol a pasar las vacaciones en casa —época en la que yo era muy sensible para estas cosas— llegué ni una sola vez a masturbarme pensando en ella. Sin embargo, sí me masturbaba pensando en ella —febrilmente— a todo lo largo de las últimas vacaciones de Navidad. Esa languidez voluptuosa, esos movimientos rebosantes de vigor, lentos y ágiles: toda una transformación, una auténtica liberación física. Por citar a mi hermano Mark, que subió con su deportivo en Nochebuena para irse de nuevo al día siguiente de Navidad, Jenny parecía «ebria de semen». Y era evidente que la leche que mamaba era la de Norman, porque no regresó a Bristol para terminar su licenciatura de letras, y el siguiente abril ya se habían casado.
En este momento parecía un poco resacosa, pero la mar de sana. Era sobre todo digno de ver su cabello, largo, brillante y muy abundante para ser una Highway; y, sorprendentemente, aunque fuese una rubia más bien parduzca, y una mujer de huesos grandes, pechos considerables, caderas anchas y, en general, un poco cetrina, no había motivos para creer que una vez desnuda olería a huevos duros y bebés muertos.
Entonces entró Norman. Me Saludó con un gesto y se sentó a la mesa, para alisar con ademanes nerviosos un sobado Sunday Mirror sobre su superficie artificial. Leyó concentradamente, con la nariz a unos veinte centímetros de la página, enjuagándose la boca con la taza de té que Jenny tuvo que rellenar repetidas veces. Ella se quedó en pie junto a su marido, con una mano extrañamente apoyada en su hombro, mientras charlaba conmigo de la familia y de mis planes.
En esa ocasión Norman no habló más que una sola vez. Yo había dicho que quizá Gloria pasara a verme más tarde.
—¿Querrá quedarse a cenar? —me había preguntado Jenny.
—Qué va —dije yo—. No creo que llegue antes de las nueve o nueve y media.
Norman alzó la vista del periódico y, de forma burlona aunque no desaprobadora, me dijo:
—Un polvo y un café, ¿no es eso? Solo un polvo y un café.
Después del té me fui a deshacer las maletas. Mi dormitorio estaba en la parte anterior del sótano, y dominaba una panorámica de bidones de basura y carbón redundante. Era evidente que Jen lo había arreglado un poco: cortina y colcha a juego, mesa de café de la Expo 59, escritorio y silla. Me tendí en la cama antes de arreglar el equipaje. La habitación no iba a exigir, después de todo, un acondicionamiento especial para recibir a Gloria: unas cuantas fundas de disco negligentemente esparcidas por todas partes, algunos libros de bolsillo populacheros, ventajosamente exhibidos desde la mesa y el despacho, y los suplementos a color, abiertos por la página más adecuada, en el suelo. Probablemente Gloria no tuviera aún una idea muy exacta de cómo era yo, así que no tenía sentido exagerar los detalles.
Me pregunté si le había contado alguna mentira importante de la que pudiera ser necesario retractarse, pero no se me ocurrió ninguna. Aunque…, ah, sí, que yo tenía veintitrés años y era huérfano con padres adoptivos, eso era todo. (Era una chica poco exigente). Así que lo que hice fue sacar un cuaderno de notas y esbozar una breve lista de temas con los que entretenerla durante el paseo de regreso desde la estación y la media hora preparatoria. Podía explayarme hablándole de que mis padres adoptivos me habían pegado la bronca por lo del verano pasado, lo que me serviría de paso para explicar el motivo de que no me hubiese puesto en contacto con ella durante el último mes. Además estaba el serial de las lecciones de conducir de Gloria (que le daba su padre, un peso pesado que trabajaba como instalador de moquetas), ya que sin duda ella disfrutaría de la oportunidad de ponerme al día. Por otro lado, siempre quedaba el tema de la música pop. Lo cual, por cierto, me recordó que había otra mentira: mi amistad con Mick Jagger. Pero antes de nada subí a la planta baja para hacer una llamada. No a Gloria, sino a Rachel.
De hecho, después de marcar seis números me acobardé, colgué, inspiré profundamente varias veces, y marqué de nuevo; se puso su madre, una europea del continente, y volví a colgar.
Cuando me dirigí al baño entreví a Jenny y Norman, que estaban en pie junto a la cocina. Disfrutaban un beso; bueno, en realidad un beso combinado con un achuchón. No resultó ni la mitad de extraordinario de lo que yo había esperado.
Había que ver a mis padres cuando les llegó la noticia.
Una vez más el desayuno de los Highway, el sábado antes de Pascua.
—¡Dios mío! —exclama mi madre—. Jenny va a casarse.
Gordon Highway:
—¿Jenny?
—Jennifer. Con un hombre de negocios. Treintañero. «Norman Entwistle».
—¿Qué clase de hombre de negocios?
—«Electrodomésticos». —Lee ella—. «Electrodomésticos de segunda mano».
—¡Dios mío!
—Dentro de dos semanas. Piensa dejar Bristol.
Mi padre se inclina hacia adelante.
—¿A quién va dirigida la carta?
—A nosotros dos. La he abierto porque…
—Ya. Bien, ella ya tiene veinticuatro años (de hecho, solo veintitrés) y es legalmente mayor de edad. No veo motivos para forzar el asunto —suspira—. Tendremos que organizar una reunión o algo así, ¿no?
—Jenny dice que ya comprende que nos avisa con muy poca antelación. Dice que le parece que lo mejor sería una cena. En casa de él.
Mi padre alza una mirada malévola desde el periódico.
—Bueno. Algo es algo.
El siguiente fin de semana la pareja vino en coche a tomar el té. Yo lo diluí. Mi envaliumada madre aleteó entre ellos dos en el sofá. Mi padre anduvo de un lado para otro frente a la chimenea. Cuando Norman articuló palabras tales como «canapé» y «disculpe», y, en otro momento, «retrete», mi padre se retorció haciendo tales muecas de dolor que cualquiera hubiese dicho que padecía una horrible jaqueca. Le fastidiaron un poco la opulencia del coche y los avíos de Norman, pero no es de esos hombres que se acobardan ante lo que solo son indicios de privilegio. (Es más, mi padre parecía tan bajísimo al lado de Norman, que de hecho este tuvo prácticamente que doblarse por la cintura para darle la mano).
Mientras mi madre y mi hermana celebraban su conferencia sobre bebés, lunas de miel y tensiones premenstruales, yo jugué con Norman al backgammon, que luego abandonamos para echar una partida al veintiuno. Parecía que nos llevásemos muy bien.
—Hubiera podido ser peor —supuso mi padre después de que se fueran.
Gloria y yo habíamos llegado a una situación de estancamiento en torno a la cuestión de si es o no legítimo —excluyendo, en lo que se refiere al tema discutido, el género de la Tamla-Motown— utilizar el acompañamiento de viento en la música pop, cuando conté mentalmente atrás de diez a cero y me deslicé hacia ella con los ojos entrecerrados, los labios haciendo un puchero, los brazos bien abiertos.
Le pregunté si estaba cómoda. De hecho, se trataba de una cita directa de Conquistas y técnicas. Una síntesis, una de mis carpetas. La mayor parte del material que tengo reunido en ella se encuentra en forma de anotación, más algún que otro diagrama; pero cuando se me ocurre alguna idea realmente buena, o un detalle que vale la pena desarrollar, lo convierto en toda una frase vestida de etiqueta (que rodeo de un círculo trazado con tinta roja). La parte titulada, simplemente, «Gloria», ahora lo comprendo, está escrita en un estilo bastante pomposo y burlonamente heroico, como las descripciones de altercados de taberna en Fielding…, y este es un estilo que casi no me merece ninguna consideración. Pero en cierto sentido armoniza con el tema, de modo que lo he dejado tal como está. Aquella velada fue inimitablemente adolescente y, al fin y al cabo, nunca jamás volveré a vivir un rato así.
En primer lugar, espero acertar cuando doy por supuesto que la sexualidad adolescente es muy distinta de la sexualidad postadolescente. No es una cosa que te limites a hacer, sino algo que tienes que hacer. Para los mayores de veinte años, lo admito, también debe de ser una obligación: pero para ellos es una obligación con respecto a la pareja, y no con respecto a uno mismo, como nos ocurre a nosotros. Échenles una ojeada a las casposas furcias del supermercado de su barrio, muchas de ellas cargadas de hijos. Vestidas tienen un aspecto realmente sombrío. ¡Imagínenselas desnudas! Pellejos que les caen como un yoyó entre los muslos, pechos tan fláccidos que hasta se podría hacer un nudo con ellos. Habría que estar literalmente galvanizado de afrodisíacos para considerar la mera posibilidad de tirárselas. Y sin embargo, sea como sea, la gente lo hace. Miren, si no, cuántos niños. El adolescente podrá ser más espontáneo, perruno, etc., pero solamente porque se trata de añadir un nuevo nombre a la lista, de hacerse otra muesca en la polla… Quizá exista una especie de meseta entre los veinte y los treintaypoquísimos años. Quizá me decida a aumentar el peso estadístico de tan asquerosas especulaciones bajando mañana por la mañana al pueblo, y averiguándolo personalmente. (No me costaría nada ligarme a la tonta del pueblo que, de todos modos, nos la peló una noche a Geoffrey y a mí simultáneamente desde el otro lado de la verja del colegio; nosotros nos quedamos muy quietos, aferrados a los barrotes, como presos).
Bien: Gloria. Imagino que el varón adulto suele temer que la cosa vaya a ser espantosa, y a menudo se encuentra con la agradable sorpresa de comprobar que no es tan, no tan, horrible como, con buenos motivos, se había imaginado. Con el adolescente ocurre lo contrario. Gloria y yo nos desnudamos el uno al otro, y sin llegar a separarnos. Siempre olvidaba la tremenda intensidad del cambio que ella experimentaba en cuanto la tenía debajo. En circunstancias normales, teniendo en cuenta su azoramiento para toda clase de conversación previa al coito, su cara modestamente bonita, sus movimientos agarrotados, al principio no eras más que un juguete de su inquietud. Pero, una vez debajo, Gloria era capaz de distinguir todas y cada una de las diferencias que hay entre tener la rabia y estar caliente.
No fue del todo mal, recuerdo, o no especialmente peor que de ordinario. Quince o quizá veinte minutos de esfuerzos para no correrme, con un perlado terror a lo que ocurriría cuando lo hiciese; un orgasmo decente (es decir perceptible); unos dos o tres minutos más de agarrotada detumescencia. La polla alcanza el mínimo prescrito y es suplantada por un pulgar de bien recortada uña; Gloria tiene otros…, ¿cinco? orgasmos; y así termina. Ruedo hacia un lado. Mi pulgar tiene el mismo aspecto que si hubiese estado nadando cinco horas: gris, hinchado, salpicado de manchas en los sitios donde antiguamente me lo mordía. Mi despertador afirma que no son más que las diez y cuarto. Ojalá estuviese de vuelta en Oxford.
Un fenómeno notable para los estudiosos de la condición humana. Mientras pienso en todo esto, mientras hojeo mis notas, tengo una desagradable erección. Si Gloria entrase ahora por esa puerta…, volvería a hacerlo. Es ciertamente una chica de aspecto agradable: un excelente tipo de peso medio, melena pelirroja, labios enormes, un número sensato de pecas, y, paradójicamente, la desnudez le sienta bastante bien. Pero estos atractivos no deberían bastar para oscurecer (y mucho menos para borrar) la elemental correlación que existe entre placer y dolor. ¿Es posible que solo busquemos la experiencia?
Recobrada gracias a un pitillo, Gloria malgastó la siguiente hora tratando de volver a despertar todo mi potencial de joven de diecinueve años. Conquistas y técnicas. Una síntesis. «Ahora se puso a engatusar y agitar mis caracolíneos genitales, a registrarme la oreja con la lengua, a recorrer mis tobillos y escápulas en busca de zonas erógenas por descubrir. Tras nuestro segundo emparejamiento llegó al extremo de fingir un tercer orgasmo. Confunde mis gorgoteos de dolor por exclamaciones de placer viril». Cosas así.
—¡Wow! —dije luego—. Eso sí que ha estado bien. Bueno, ¿tienes suficiente almohada? Buenas noches, que duermas bien. Hasta mañana.
Gloria me dirigió una mirada extraña.
Vuelto hacia la pared, fingí dormir: algún que otro murmullo incoherente…, dos o tres intentos de ronquido…, ciertos espasmos nerviosos. Pero las sábanas seguían susurrando a mi lado. Noté una mano que atravesaba las zonas inferiores de mi espalda. Pocos segundos después —captada por el radar de mis sensibilísimos pelos púbicos— danzaba por encima de mi entrepierna. Y mi entrepierna, en su más puro estilo juvenil, dijo:
«¡Estoy dispuesta!».
Durante la larga sesión precopulativa estuve mirando hacia abajo…, y qué vi sino a Gloria, practicando esa perversión conocida por el nombre de fellatio. Inexplicablemente, lo hacía con el mayor rigor y entusiasmo, girando la cabeza a fin de que su lujosa y larga melena se deslizara sobre mis muslos, caderas y estómago, acariciándolos. Visualmente aquello era de lo más atractivo, pero apenas si pude sentir un lejano e irrelevante entumecimiento, aparte de, en mis piernas, calambres alternados con hormigueos. ¿Acaso me he corrido ya?, me pregunté.
Gloria no era de esa opinión. Ascendió de súbito y dijo: «Solo les hago esto a los chicos que me gustan de verdad»; me dio un espumoso beso en los labios, y me empujó hasta colocarme encima de ella.
Recuerdo que hubo un momento en el que abandoné el fragmento de empapelado que había estado estudiando para observar el rostro de Gloria (solo para mi archivo): y me pareció impresionantemente atávico, tanto como el empapelado. En conformidad con esto, le llegó el orgasmo con los dientes apretados, estremecimientos a modo de latigazos, desmayados gañidos; el mío (pero ¿lo tuve?) estuvo acompañado de dolores lumbares, jadeos bronquíticos y un absoluto derrumbamiento interior. Cuando me retiré se me ocurrió que seguramente iba a dejar toda la habitación de Jenny manchada de sangre.
Gloria, terminada la carrera, se quedó tendida. Al cabo de un rato se enroscó y se puso a dormir. Y yo, rebosante de envidia, me quedé mirando al techo.