Archi y Dora se habían agotado y dejaron de correr, se sentaron en el césped a esperar a que su amigo Licano llegara.
Unos minutos después, él llegó trotando. —¡Hola! —Los saludó con una sonrisa.
Dora le hizo señas con la mano. —¿Cómo te fue? ¿Finalmente se fue o algo así?
—Nah, lo quemé —dijo él secamente.
—¿Lo quemaste? —Los ojos de Dora casi salen de sus órbitas.
Archi parpadeó. —¿Por qué lo quemaste? —preguntó.
—Era la única manera de calmarlo, si no hubiera hecho lo que hice, todavía estaría atormentándonos —le explicó a Archi.
—Entonces, si quisiera que alguien dejara de molestarme, ¿debería quemarlo también?
Dora rodó los ojos. —Ahora, lo estás haciendo malinterpretar —le golpeó suavemente el brazo.
—Sí, está bien, está bien —él hizo pucheros y cruzó los brazos sobre su pecho.
—No te comportes como un niño aquí —frunció el ceño.
—Como sea —él rodó los ojos.
Archi se recostó en el césped, con la cabeza sobre las piernas de Dora.