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61.11% BORUTO & NARUTO: Lo Que Algún Día Seremos / Chapter 33: Parte Tercera, Capítulo Doceavo.

Chương 33: Parte Tercera, Capítulo Doceavo.

— Deberíamos vender comida. — Dijo Osuka, sosteniendo la canasta llena de flores entre sus dedos mientras caminaba. Su tono condescendiente y formal volvía a dominar su voz. — Ya saben, esas galletas de pescado rellenas de chocolate.
Las otras dos niñas que la acompañaban, Sumire y Himawari, la miraron al escuchar la mención de ese alimento. Se trataba de un postre del futuro, actualmente en fase experimental. No podían estar seguras de si el chocolate era una opción viable para añadirlo en el interior de las galletas.
Hinata Hyuga, la madre de Himawari, provenía de una buena familia, con conexiones con otras familias prominentes. Himawari solía llevar esas galletas a casa desde la Academia, y su madre le contaba cómo antes eran simples galletas saladas sin forma. El creador de las galletas había optado por la peculiar forma de pescado y la variedad de sabores después de tener sus primeros nietos. La galleta se llamaba 'Taiyaki'.
— ¿No sería eso robar? — Preguntó Himawari, compartiendo la anécdota con sus amigas mientras caminaban por las concurridas calles de la nocturna Konoha. Himawari balanceaba sus brazos y miraba con tristeza a Osuka, quien se le unía más, asegurándose de no elevar demasiado la voz. — No me parece correcto quitarle el éxito a alguien. Esas galletas podrían haber sido su gran invento, su sustento.
Sumire asintió en silencio desde el otro lado, y Osuka simplemente sostuvo la canasta con una mano mientras con la otra hacía un gesto a Himawari.
— ¿Quieres seguir durmiendo en el suelo y comiendo ramen todos los días? — Cuestionó Osuka a Himawari de manera retórica, hablándole de cerca. — Estamos trabajando honestamente para ganar dinero, pero debes recordar que nuestro trabajo también tiene sus desventajas.
Agitando la canasta casi a la altura de su cabeza, Osuka detuvo el paso de las otras dos niñas. Sumire era una simple espectadora, pero parecía igual de interesada y metida que Himawari, y quería conocer más la opinión de Osuka.
Las personas a su alrededor seguían su rutina sin sospechar nada, lo cual era bueno. Aunque Sumire se mantenía erguida, no dejaba de mirar a su alrededor, alerta ante cualquier ojo curioso.
— Desear vender más flores implicaría desearle la muerte a alguien, ¿no es así? — Comentó Himawari, sintiendo cómo la temperatura bajaba de repente. Su expresión mostraba una clara sorpresa ante esa palabra inesperada. — Muchas de las personas que compran los collares y coronas son aquellas que van a enterrar o visitar a alguien en el cementerio. Tú misma lo sabes.
Osuka frunció una ceja, y uno de sus ojos pareció fulminar directamente a Himawari. Aunque ella no lo sabía, Himawari pensaba que la manera en que Osuka apretaba los labios, formando una especie de puchero desviado hacia un lado, y su notorio cabello rosa esponjado asemejaba a un pez rosa.
Bueno, tenía que admitir que la niña tenía un punto. La idea de vender flores no llevaba mucho tiempo, pero ya habían vendido una gran variedad de coronas florales. Sin embargo, la mayoría de ellas eran compradas por personas de los alrededores del departamento que iban a visitar a algún familiar fallecido, o por la misma cazadora, que también se dedicaba a venderlas en las zonas menos concurridas de la aldea.
La moralidad se cuestionaba, y aunque Eho y Harika no tardaron en cuestionar el hecho de que la cazadora revendía cosas, Himawari siempre callaba las quejas con unas simples palabras:
— Al menos no estamos robando, fuimos recibidos por una persona amable, tenemos donde dormir y comemos todos los días.
Desde entonces, ellos no protestaron.
— Pero eso no quita que esté mal. — Manifestó la Uzumaki con su habitual tono que reflejaba una madurez inocente propia de su edad. — Que sepas que la idea ya tiene dueño, así que hacerlo sería un acto incorrecto.
— ¡Himawari-san! ¡Eres demasiado amable! — Le increpó Osuka en un tono bajo, como si escupiera. Claramente no estaba enojada con Hima, sino con las circunstancias. — Tienes razón al decir que está mal. Pero no hay otra opción, ¿no? Necesitamos el dinero.
— Pero... — Intentó intervenir Himawari. —
— Verás, es tan simple como... — Comenzó Osuka, pero fue interrumpida por Sumire, quien se atrevió a sumarse al pequeño encuentro. —
Al igual que Himawari y Osuka, tenía una canasta llena de flores en sus manos.
— Yo opino que Himawari-chan tiene razón, Osuka-chan. — Dijo Sumire con un tono amigable y sensato que había ganado ímpetu en los últimos días. — Por más que necesitemos el dinero, no podemos quitarle el sustento a alguien de aquí para ganar más.
Osuka chistó y frunció el ceño, aunque se notaba que estaba ejerciendo autocontrol en sus ojos amarillentos.
— ¡Pero...! — Intentó protestar Osuka nuevamente, pero Sumire prosiguió con su resolución, con una expresión intranquila bajo su fachada templada. —
— Podremos encontrar muchas soluciones para nuestros conflictos actuales, y estas podrían beneficiarnos de muchas maneras. — Continuó Sumire, con un tono más serio. — Pero no debes olvidar que tomar ese tipo de decisiones conlleva consecuencias. Desde ahora, hacer ese tipo de cosas será como un tabú para nosotros: no se deben hacer. No podemos interferir en la vida de personas inocentes para nuestro propio beneficio. Jamás.
Osuka tragó saliva, sintiendo un dolor punzante en la garganta al ser el foco de atención principal de los ojos ennegrecidos de Sumire.
Por supuesto, la menor de los Uzumaki no pasó desapercibido este ligero encuentro. Sumire ya había dado señales, y hasta ahora ese pensamiento se había estado presentando con más frecuencia cada vez que surgía una discusión similar.
Parecía como si quisiera mostrarles algo, pero no pudiera. Protegerlos, pero a su vez, alejar del peligro a las personas del pasado que son ignorantes del peligro que yace afuera. No importaba cuántas veces Himawari recorría con la mirada a Sumire.
Experimentaba cómo se le atenazaban las entrañas cada vez que sus ojos se cruzaban con los de Kakkei. Ya no sentía lo mismo cuando la veía. No sabría decir si era desconfianza o miedo generado por sus circunstancias, pero podría afirmar que confiaba plenamente en Sumire, aunque pondría en duda cada palabra que le dijera sobre "estar bien".
Sabía lo que era problema cuando observaba las expresiones de la gente. Papá solía ponerle la misma expresión, con una pizca especial que solo él sabía añadir. Himawari había crecido, y no es hasta ahora que aprendió a rechazar la idea de aceptar una única opción.
— ¡Uwawa...! — Exclamó Sumire, sorprendiendo tanto a Osuka como a Himawari. —
La niña del cabello violeta agitaba sus manos para apaciguar la situación en la que, inconscientemente, se había metido.
— ¡Pero no te lo tomes a mal, Osuka-chan! — Le dijo a la pelirosa, colocando su mano en su hombro, mientras que la canasta colgaba de su muñeca en la mano contraria. — Sé que tus intenciones son muy buenas. Ayudar a tus amigos es algo muy admirable, y más aún, considerando que vienes de una familia que tuvo muchas cosas que muchos de tus amigos no.
En un momento de silencio, Sumire dejaba que las personas cercanas pasaran a su alrededor. Himawari y Osuka esperaron pacientemente.
— Pero abstengámonos de interrumpir el flujo de las cosas, ¿está bien? — Propuso Sumire. —
— Hai, Sumire-san. — Asintió Osuka cabizbaja, comenzando a sentirse avergonzada. —
— Muy bien, ahora que tenemos todo... — Kakkei cambió de tema, como si se tratara de una neblina pasada. Su sonrisa suave también se hizo presente. — ¿Les parece dirigirnos a casa? Los demás ya deben estar esperándonos para cenar.
Aplicando un poco de firmeza en sus labios, Osuka hizo una mueca de disgusto mientras hablaba de manera condescendiente.
— Sigo sin acostumbrarme a llamar "casa" a esa pocilga...
— Ejeje... — Sumire soltó una risa nerviosa ante la queja de la exestudiante de la Academia. —
Esta última mantenía sus ojos cerrados, mientras que su mano derecha parecía estar rebuscando algo en el bolsillo de su ropa. Himawari la miraba de reojo, sin perder el más mínimo detalle de sus movimientos, hasta que Sumire quiso iniciar el regreso a casa.
Pero cuando esta había dado los primeros pasos, Osuka dejó escapar un grito ahogado.
— ¿Qué sucede?
Himawari se mostró igual de confundida que Sumire y se mantuvo en silencio. Osuka dejó la canasta de flores en el suelo suavemente y usó ambas manos para toquetearse los bolsillos, luciendo más desesperada al notar el fracaso de su búsqueda.
— ¿Osuka-chan? — Preguntó Himawari, mientras Sumire se aproximaba a la de pelo rosa. —
La de ojos cafés la miró con los ojos saltones, la preocupación más que dibujada en su rostro.
— ¡Lo he perdido! — Exclamó. — El colgante de mi madre... ¡Ya no está!
— ¿Colgante? — Indagó Sumire en la repentina lluvia de desesperación, pues no estaba al tanto de la existencia de ese colgante. —
Osuka se agachó para abrir la canasta y rebuscar entre las flores. Eran muy delicadas y cualquier mal trato podría dañarlas, haciéndolas inutilizables para las coronas o collares. Pero eso parecía no importarle ahora.
— Es el colgante que Mamá ganó como reconocimiento en su papel protagónico en una película... ella me lo dio a mí como regalo de cumpleaños. — Dijo Osuka, mirando con ojos de naranja a la mayor de las tres, con lágrimas crecientes. — ¡No puedo perderlo! ¡Es lo único... que me queda de Mamá!
— Uwawa...
Cuando Osuka retomó su búsqueda y Sumire se agachó para ayudarla, la pelirosa se rindió exasperadamente. Lo que buscaba ya no se encontraba con ella.
— ¿Cómo luce? ¿De qué material es? — Preguntó Sumire mientras Himawari rebuscaba en su propia canasta. Sumire recorrió con la mirada el camino por el que habían venido y suspiró. — Santo cielo... y ya todo está oscuro. A este paso...
Sumire quiso decir: "Podemos retomar la búsqueda mañana", porque de los muchos campos de flores que tenía Konoha, ellas habían estado en uno de los más apartados. Por lo que sería difícil que ese colgante se perdiera si nadie lo movía.
Pero Osuka la tomó por el brazo, arrodillada en el suelo y dispuesta a suplicarle.
— ¡No puedo perder ese colgante! ¡Es demasiado importante para mí! — Exclamó. Las palabras resbalaban en su garganta, gracias a la presión asentada por estar siendo rodeadas por personas del pasado. Decidida a no ser escuchada por otros, le rogaba a Sumire con los ojos como dos platos enormes. — Por favor... ¡Te lo ruego! ¡He de recuperarlo a como dé lugar!
Sumire la miró como si no entendiera lo que estaba tratando de decirle.
Pero ella lo sabía. Lo había entendido perfectamente.
Por alguna razón que Himawari no pudo descifrar mientras alzaba un poco la vista de su propia canasta, Sumire no estaba dispuesta a ceder. En su rostro se vislumbraba la pena y las ganas de prestar ayuda, pero parecía que simplemente algo se lo impedía.
Ese algo estaba relacionado con lo que ella había llamado "casa". Sumire estaba, por algún motivo, decidida a regresar a casa. Himawari la había estado observando en cada salida, tanto desde el punto de vista de una acompañante como el de alguien que la esperaba en casa.
Sumire siempre solía llegar a la misma hora. Porque cuando las calles se vaciaban, los ninjas solían patrullar las calles y tomar en cuenta a cualquier persona que viera caminando por allí. Claramente, no quería verse envuelta en algo así teniendo a las dos niñas bajo su cuidado.
Sin embargo, Himawari sintió el peso en las palabras de su amiga. Perder a alguien ya de por sí es horrible, pero perder a una persona en un tiempo distinto al actual lo hacía aún más lejano, más imposible. Como si su madre estuviera aún más lejos de lo que podría sentirse su muerte. Un futuro destruido, inexistente. Ni siquiera habrían sobrevivido fotografías como consuelo.
— Yo puedo ir. — Ofreció Himawari. El ofrecimiento de ayuda dejó perplejas a las otras dos. Para mostrarse más segura, Himawari arrastró la canasta de flores hacia Osuka, casi obligándola a tomarla. Allí mismo, dirigió sus susurros a Sumire. — Soy muy pequeñita y puedo esconderme con facilidad si llegase a ver ninjas. — Le dijo, señalándose a sí misma con el pulgar. — Bajo mis circunstancias, también soy indetectable.
Osuka levantó rápidamente la cabeza para opinar y para sumarse a la búsqueda de su colgante. Sin embargo, Sumire se interpuso.
— Es imposible, Himawari-chan. Ya está muy oscuro y no podemos permanecer fuera por mucho tiempo. — Dijo Sumire, con una expresión apenada que hizo que Osuka volviera a hundirse en la depresión. Kakkei intentó ganarse su interés nuevamente, pero fue en vano. —
Himawari apretó los puños.
— Por favor, Sumire-san. No es nada. — Suplicó Himawari. — No es como si fuera a perderme para luchar.
— Pero eso...
— Además... — La pequeña Uzumaki escudriñó su entorno. Cuando una señora de yukata colorida pasó a su lado, rozando la tela por el cabello lavanda de la niña, Himawari ahuecó su boca con una de sus manos para privatizar sus palabras. — La oscuridad no es nada si tengo el Byakugan de mi lado.
Sumire no dejó escapar ese detalle. Su sorpresa fue absoluta cuando lo escuchó de los labios de la pequeña, y la miró con estupor, sus pestañas abriéndose sobre sus ojos rasgados.
Escuchó rumores cuando estaba en la Academia. Un rumor que involucraba a Boruto y a su propio padre. Cuando le preguntó aquello a Sarada, en un viaje escolar en la aldea de la niebla, la Uchiha solo pudo reírse nerviosamente y tacharlo como "una anécdota familiar muy graciosa".
Sumándole que, bien pues, sea otro rumor que exageraba lo anterior, también escuchó que Himawari se había ganado el respeto del mismo Shukaku de la Arena, cuando éste se encontraba de alguna manera sellado en una especie de chatarra.
Sabía que Himawari tenía el Byakugan, pues lo había heredado de su madre. Pero su habilidad para usarlo estaba lejos del conocimiento de Kakkei.
— Por favor. — De nuevo, Himawari le suplicó, uniendo sus palmas. Por esta vez, la niña hizo hincapié en su expresión, formalizando la seguridad y confianza que tenía en sí. — Prometo que volveré a casa en menos de cinco minutos. Pero si Osuka-chan pierde esto...
La pelirosa levantó la mirada del suelo para poder visualizar a la Uzumaki. La del cabello lavanda se vio dolida.
— Yo propuse el plan de vender las coronas. Que Osuka-chan haya perdido su colgante, de alguna manera también me convierte en la responsable.
La niña mayor, que solo había llegado al nivel de Genin antes de retirarse, le dio a Himawari una expresión apenada. Pues no sabía qué era lo mejor. No podía descuidar a los niños que estaban en casa, estando Hinoko-san y Ro-san a las afueras de la aldea por su protección. Pero tampoco debía ser indulgente y permitir que Himawari fuese sola.
Pero viendo las circunstancias... Himawari era confiable, segura, responsable, y supo por comentarios de Shikamaru-san hacia el Séptimo, que tuvo muy buenos comentarios por parte de sus profesores de la Academia.
Se decía que aprobaría el examen de graduación...
Sus ojos brillaban con confianza, y su pelo, abrazado por la brisa, danzaba. Sumire no evitó pensar en el futuro que le deparaba a Himawari, de no haber ocurrido el Cataclismo. Quizás se hubiera convertido en una buena Genin, o incluso hubiese ascendido antes.
De todas formas, ese futuro ahora ya era solo trozos de papel rasgado.
Sumire soltó un poco de aire.
— Ese lugar está a las afueras de la Aldea...
— Estoy consciente. — Garantizó Himawari, apretando los puños y mostrando la expresión más serena que pudiese dar. —
— Está lejos de la puerta. — Contraatacó Sumire. —
— Corro muy rápido. — Se defendió Himawari. —
— ¡No falta mucho para que cierren las puertas!
— ¡Puedo colarme de alguna manera!
La pequeña discusión con falta de fuerzas era vista por Osuka, quien intercambiaba su visión de Sumire a Himawari y viceversa. Sumire no quería dar su brazo a torcer, aun si ella estaba claramente consciente de que era la mejor opción para todos.
Sumire observaba a Himawari desde arriba, conteniendo el impulso de soltar algún "¡Uwawa!" en cualquier momento. La Uzumaki seguía decidida, manteniéndose en cuclillas sin retroceder en su palabra.
Realmente quería ayudar a Osuka-chan.
Sin más remedio, Sumire soltó aire desde lo más profundo de sus pulmones y puso una mano en el hombro de Himawari. La niña la miró con esos ojos cerúleos, más claros pero idénticos a los de su hermano cuando se trataba de defender a sus amigos.
— No te distraigas con nada. Y no hables con nadie. — Aconsejó Sumire. — Si me ven mucho en la calle, comenzarán a sospechar, así que...
— No tardaré, confía en mí. — Declaró Himawari con firmeza. — No habrá necesidad de que me vayas a buscar, Sumire-san.
— ...
Las tres se levantaron del suelo, sosteniendo cada una su canasta llena de flores. Osuka, con los ojos hinchados, recibía la canasta de Himawari, mientras que un hombre en un puesto cercano no dejaba de anunciar las rebajas que ofrecía en su verdulería.
Himawari miró tristemente a Osuka, como si compartiera la misma pena que se reflejaba en los ojos cafés de la pelirrosa. La Uzumaki rozó sus dedos pálidos y suaves con los de ella, y después de apretarle la mano que sujetaba su propia canasta, le susurró:
— Perdóname, Osuka-chan.
— Eh, no es necesario... — Respondió vacilante la niña. — Mejor dímelo cuando lo tengas en la mano y regresa antes de que te vean.
— Sí.
La del suéter amarillo apartó su mano y miró a Sumire. Después de asentirle con firmeza con la cabeza, Himawari dio media vuelta y corrió en dirección opuesta a la que se dirigían. No pasó mucho tiempo hasta que su figura se perdió entre el tumulto de gente.
— Nosotras también tenemos que darnos prisa.
— Hai.
Sumire caminó junto a Osuka de manera más calmada, aunque debía admitir que esperaba seguir viendo la figura de Himawari entre la multitud que se arremolinaba en los puestos nocturnos.
Finalmente, se rindió en su búsqueda y continuó caminando hacia la casa que compartían con los niños.
Una luz blanquecina y azulada iluminaba casi por completo sus pies, gracias a las diversas luces de la aldea. Aquella luz extraña no era visible para todos, incluso a Sumire le costó notarla hasta que levantó la vista y se dio cuenta de que provenía de la luna.
La luna estaba diferente esa noche. Una media luna se alzaba en un fondo ennegrecido, radiando una luz viva. Partículas de luz podían percibirse si se esforzaba la vista, y si tenías suerte, alguna pasaba justo por delante de tu nariz. Sumire no lo encontró extraño ni alarmante.
Pero, al igual que ella, muchas personas a su alrededor notaron el precioso fenómeno.
— Qué hermosa...
— Es preciosa, simplemente sublime. — Comentó el verdulero de antes a la señora maravillada. — ¿Sabe? Los pepinos que coseché tienen una forma similar. Estoy seguro de que el sabor también ha mejorado...
El intento del verdulero por vender su mercancía se desvaneció entre los murmullos de la gente.
Esos murmullos acallaban un pesar que se arremolinaba sobre un edificio; una casa que era tratada como un reino a los ojos de un joven solitario.
La luna no había sido vista por sus ojos, pero su brillo lo había bañado por completo. Su ventana siempre estaba descubierta, y sus ronquidos escasearon hace unos días, un cambio bastante notable para él. Sin embargo, incluso si su sueño parecía ser ameno y tranquilo, si su cabeza no se movía de la cómoda almohada que atestiguaba sus sueños, ese chico rubio quería hacer cualquier cosa menos dormir.
La misma sensación que experimentó el día de la aparición de los portales había crecido en su interior, tomando la forma de una pesadilla.
Era una pesadilla enorme, rojiza y demoníaca.
Una que se parecía mucho a él.
Shikadai no podía encontrar el apetito.
Se sentía ausente, como si su cuerpo pesara demasiado.
Sus amigos, Inojin y Chouchou, seguían el ritmo del resto de sus compañeros mientras practicaban los movimientos enseñados por la Gran Anciana. 
Todos, incluido Shikadai, estaban afuera. Era la segunda vez que salían después del descanso del entrenamiento de la mañana. La única diferencia era el lugar, ya que la Abuela había decidido que, por seguridad, era mejor cambiar el lugar de entrenamiento de vez en cuando.
Aunque sus cuerpos estaban en movimiento, Shikadai no prestaba atención, ni siquiera cuando Chouchou le preguntó por qué se veía tan perturbado. Sabía que Shikadai era tranquilo, y aunque la muerte violenta de su padre lo había afectado, estaba segura de que él encontraría una manera de seguir adelante.
Sin embargo, allí estaba él, sentado y observando a los demás entrenar.
Si la Abuela no lo hubiera dejado atónito justo después de la partida de Mirai, Shikadai habría seguramente exigido explicaciones por su ausencia hoy. Pero ahora, ni siquiera tenía ganas de pensar.
Se sentía estúpido e innecesario.
Con la Gran Anciana observándolos desde el frente, todos los genin y chunin se organizaban en columnas, manteniéndose notablemente separados para evitar cualquier choque accidental. E
ra como si estuvieran realizando una especie de movimiento de yoga, pero mezclado con artes marciales y estilos similares a los de la familia materna de Boruto, los Hyuga.
Aunque las posiciones eran similares, los "ataques" no se ejecutaban de la misma manera. Incluso Boruto había tenido problemas más de una vez desde la mañana por ejecutarlos incorrectamente. Estaba tan acostumbrado a sus propias técnicas de lucha que provenían directamente de su familia.
Lo más sencillo que Shikadai podría usar para describir lo que estaban haciendo sus compañeros ahora sería una "unión".
El objetivo de la Gran Anciana era unirlos a través de la naturaleza, enseñándoles técnicas básicas de combate desde cero en las que debían considerar el entorno mediante su propio cuerpo. Si podían sentir las piedras bajo sus pies, la brisa que venía de lejos y las raíces de las plantas moribundas debajo de la tierra, significaba que tenían posibilidades de ejecutar correctamente los movimientos.
El entrenamiento "básico" había sido el de superar obstáculos, algo que Shikadai había visto como una molestia en los primeros días. Este entrenamiento buscaba estimular sus nervios para mantenerlos alerta cuando llegaran al nivel actual: el combate.
Se detuvo por un momento para reflexionar sobre ello cuando salieron al exterior por primera vez. Shikadai recordó todo, desde los términos del pergamino hasta las posibles complicaciones que enfrentarían como involucrados.
Esto lo llevó a creer que esos obstáculos que entrenaban sus reacciones eran una especie de inmersión en el pasado.
Ellos, para esta fecha, no existían, lo que significaba que estar aquí les traería problemas; problemas que aún estaban lejos de la comprensión absoluta de Shikadai. Había observado todo, incluso las más mínimas reacciones, y había estudiado cada detalle.
De sus recuerdos extraía incluso las lecciones más pequeñas de su padre, todas dirigidas a una sola persona en particular: Sarutobi Mirai.
Para él era evidente: la muy mentirosa estaba planeando algo, intentando cumplir la promesa que le había hecho al padre de Shikadai.
Y él no estaba dispuesto a aceptarlo sin confrontarla primero. Shikadai, como un niño de casi trece años, no recordaba haberse sentido tan decepcionado en su corta vida. Si revisara las cosas en su cabeza, seguramente encontraría solo tonterías. Pero no, había una cosa que lo había sacudido desde el primer grito.
Por eso, dadas las circunstancias, no le sorprendió en absoluto cuando comenzó a notar las primeras señales de que algo no andaba bien con Mirai. Siendo alumna de su padre, era normal que también heredara su peculiaridad.
Sin embargo, considerando que Mirai era la mayor admiradora de su padre y estaría dispuesta a mover cielo y tierra por él, la cantidad de tonterías que pasaban por su cabeza superaría fácilmente cien bolsas completas de papas fritas, del mismo modo que el tío Chōji solía comer cuando estaba vivo.
Shikadai no quería pensar en ello, y mucho menos creerlo. Sus sentimientos eran un tumulto, y lo último que deseaba era provocar una pelea. Era consciente de la situación y, por ende, del peso que Mirai tenía sobre sus hombros.
Como cualquier hijo, maldeciría a quien lo separara del cuerpo moribundo de su padre. Sin embargo, ninguno de sus sentimientos hacia Mirai era similar. La quería, y, por lo tanto, la respetaba, aunque nunca lo admitiría frente a ella, porque ella podía ser muy pretenciosa cuando estaba cerca de él.
Pero todo eso había cambiado ahora. El futuro, su presente... se había llevado consigo todo lo que quería, todo lo que admiraba. Todo lo que respetaba.
Nunca esperó que Mirai fuera una de las cosas succionadas por los portales. Esas creencias, esos pensamientos, todos esos planes con un fin estúpido. Esos sacrificios propios y ese maldito Rey.
Con esperanza, había dejado a su madre sola en casa. Con la firme convicción de no romperse frente a ella, se dirigió hacia la Torre Hokage, solo para ser despedido y nunca ser recibido por el hombre que decía ser su padre.
Todos esos buenos recuerdos, esos abrazos, esas palabras de aliento. Todo se había ido, incluso antes del mismo Cataclismo, porque este había llegado antes, devorando toda sinceridad y convirtiéndola en simple codicia.
¿Con tantos puestos, no pudo siquiera darle una corta visita a su esposa? No lo entendió hasta que papá desapareció. Shikadai se había enfrentado a más de un enemigo, apoyado por su equipo y chūnin de respaldo. Moegi-sensei había dicho que regresaría, dándoles la orden de permanecer justo en las afueras de la aldea.
Con una gota de esperanza, Shikadai se dirigía de regreso a casa, sumando a su propia madre como un civil a rescatar, dado las condiciones de su desconocida enfermedad.
Se había separado de su equipo, dirigiéndose cada uno hacia un destino inimaginable.
Había escuchado del Rey. Pero su figura, su significado en sí, nunca estuvo presente de manera clara en su cabeza.
Como un niño, Shikadai no fue testigo de la aparición del Rey hasta que vio a ninja tras ninja desvanecerse en su camino hacia el desastre. Para cuando Shikadai lo analizó todo, recordó las palabrerías de su padre, sus constantes intentos por minimizar la enfermedad de su esposa y las súplicas de su madre para que no se entrometiera, su padre ya estaba muerto.
Aquella imagen nunca se borraría de su mente.
Papá frente a él, justo detrás de Mirai, con una roca afilada atravesando todo su pecho. La profundidad del golpe era tal que la roca, que más parecía un mazo de punta filosa gigante, alzaba su punta hacia arriba, controlando el cuerpo entumecido y sin vida del Nara.
Los ojos de su padre estaban abiertos, tan abiertos que parecían mirar hacia la nada y más allá, pasando por todo el campo lluvioso del cielo mientras las gotas de agua sangrienta y los relámpagos sacudían el mundo.
Algo en su mirada dejó a Shikadai congelado, algo más significativo que todas las palabras del viejo Nara que constantemente le decía que no fuera como su padre.
La mirada perdida y profunda de su padre daba la sensación de que ya había previsto ese final, como si ya estuviera preparado para ello.
Shikadai jamás lo olvidaría.
La manera en que la sangre brotaba a borbotones, los restos internos de su padre colgando o pegados a la roca que no abandonaba su pecho perforado.
Sus intestinos, si no estaban adheridos a la roca, buscaban desesperadamente salir de entre la burbuja de sangre que amenazaba con explotar en el interior de su padre.
Y la persona que controlaba la roca...
No recordaba haberla visto. Pero tampoco, aunque su encuentro no duró lo suficiente para haber sabido su nombre, Shikadai sería capaz de olvidarlo, fuese como fuese. Pues esa persona se convirtió en la primera, además de su madre, que lo hizo temblar de miedo.
Unos ojos rojizos, sangrientos, con el blanco resplandeciendo en cada vello de su cara; Cada mechón de su cabello y cada pestaña sobre sus ojos. Afectado por la lluvia de sangre que descendía sin permiso del cielo, el tono gris había teñido su cabello, y el cinturón negro sobresaliente de su cabeza caía sobre su frente, pasando justo entre sus dos ojos y descendiendo por encima de su nariz.
Y su voz...
Nunca pensó que, después de tantas historias que había escuchado de su padre, tantos relatos del maestro del mismo, tantos juegos de shōgi y demasiadas lecciones, tanto estratégicas como físicas, el responsable de su agonía, de su partida, de su extinción, se tratara de alguien que compartía la generación de Mirai.
Su asesino no era más que un niño, un joven que no sobrepasaba los veinte años.
Un joven que, incluso si se ocultara en algún sitio, irradiaba la esencia de sus víctimas. El olor a sangre como un perfume costoso, vestido con un traje casi vampírico y elegante, con un pañuelo blanco como intento de corbata prestigiosa.
Ese momento se había quedado grabado en su mente, como si el mundo se hubiera detenido. Había entendido lo que su padre quería decir con "proteger al rey", cuando Mirai le juró cuidar de Shikadai. Y seguramente, Mirai también lo entendió.
Pero una brecha se había abierto desgarradoramente frente a los ojos verdes del joven.
Cuando la piedra fue extraída a sangre fría del pecho de su padre, el joven albino apartó la roca con un gesto brusco y lanzó a Nara Padre fuera del camino con una sola patada, haciéndolo impactar contra un árbol cercano donde, en pocos minutos, ascendería al otro plano, siendo testigo de su partida sus hijos.
Code los miró con un desprecio inexpresivo. En su rostro no había nada más que el deseo de matar.
Algunas de las entrañas de su padre yacían a los pies del chico cuando este dio un paso hacia ellos, mientras Mirai sentía el firme agarre que el joven Nara había impuesto en sus caderas. El asesino de Shikamaru estaba frente a ellos, y con unas simples palabras, les había perdonado la vida:
— Matarlos sería tan fácil que me daría vergüenza andar por aquí con sus cabezas.
El joven delgado, con sus zapatos manchados de sangre y el líquido que evidenciaba el parentesco de Shikadai con el hombre tumbado en el árbol, se derramaba por el suelo debido a las gruesas gotas de lluvia. Escupió palabras venenosas, palabras que Shikadai jamás olvidaría. Un pequeño discurso que sería la llave para sospechar de Mirai.
 Aunque, si fuera por mí, no me molestaría pasearme por ahí con tu cabeza. — Había dicho, sus ojos rasgados entrecerrándose como si la grotesca escena anterior hubiera sido solo un calentamiento para él. —
Mirai abrazaba a Shikadai, poniéndose frente a él, pero con los nervios tensos en su garganta. En ese momento, era desconocido a quién estaban dirigidas esas palabras.
— Sería precioso... un tierno y cautivador momento. Ganas no me faltan de postrarte frente a las puertas para que todo el mundo te vea, y sea testigo de lo que le hice a Shikamaru y a su querido hijo. Más le vale a ese maldito morirse de una vez. Ya me ha dado bastantes problemas como para fijar toda mi atención en él.
El corazón de Shikadai dio un vuelco en el momento en que sus compañeros soltaron un grito unánime.
Sudoroso y con el latido de su corazón retumbando en sus oídos, dirigió su mirada hacia donde se encontraban sus amigos. No tardó en descubrir lo que estaban presenciando.
Denki, con su cuerpo flacucho tembloroso, se defendía de los ataques de Tsubaki.
Aunque Tsubaki no destacaba en combate cuerpo a cuerpo, siendo más bien una samurái que maneja la espada, se lanzaba hacia Denki con agilidad y precisión, dirigiendo principalmente patadas hacia su cuello.
Denki se defendía como podía, retrocediendo cuando Tsubaki giraba sobre sus pies o saltaba de un lado a otro como un saltamontes.
A pesar de ser más baja que Denki, su postura era impresionante. Con el pecho en alto y los hombros rectos, mantenía los puños bajos y daba pequeños saltos como preparación.
No le daba a Denki la oportunidad de contraatacar, y cuando menos lo esperaba, Tsubaki dio un salto lateral asombroso que provocó gritos en todos los presentes, y luego tomó impulso para correr hacia Kaminarimon.
Denki usó sus antebrazos para protegerse, pero había abierto los ojos como platos incluso antes de hacerlo, lo que le hizo perder unos segundos cruciales. Aprovechando su agilidad y peso ligero, Tsubaki se agachó y golpeó las muñecas de Denki que protegían su rostro, en un movimiento similar al de Boruto.
El simple contacto hizo que el niño titubeara, buscando torpemente recuperarse, mientras Tsubaki daba una vuelta elegante y, con un movimiento fluido, derribaba a Denki al suelo con precisión.
Al mismo tiempo, con una destreza rápida y hermosa, Tsubaki atrapaba una de las muñecas de Denki en el aire, mientras su pie servía de apoyo para la cabeza de Kaminarimon.
Los gritos no se hicieron esperar y el asombro fue generalizado: Tsubaki parecía sorprendida por su propia capacidad, como si ni siquiera ella fuera consciente de su habilidad. Incluso Shikadai, quien había salido de un trance traumático, quedó perplejo.
Tsubaki no era experta en combate cuerpo a cuerpo, y Denki era un Chunin. La ironía del enfrentamiento dejó a todos atónitos.
— No está nada mal. — Dijo la Anciana, acallando a los demás. — Quiero que recuerdes esa sensación, esa fluidez que invadió tu cuerpo. Eso es lo que quiero para ustedes. Quiero que sean capaces de defenderse, incluso si el tiempo les ha vendado los ojos.
Muy pocos hicieron el intento de comprenderlo (los primeros en hacerlo fueron sus amigos, Inojin y ChouChou), mientras que la mayoría simplemente fingía hacerlo. Habían aprendido no solo absorbiendo las enseñanzas sin cuestionarlas, sino también que, si dejaban a la anciana tranquila, eventualmente explicaría las cosas con claridad.
Era como si disfrutara alargar las palabras.
Si Shikadai no la hubiera visto por la mañana, también pensaría lo mismo. Pero en ese momento, lucía seria, sumergida en sus pensamientos más profundos y dejando que las cosas avanzaran por sí mismas, incluso si no le gustaban.
Él pensaba que esa táctica de alargar las palabras más de lo necesario era simplemente para evitar preguntas. Sabía que esa anciana no estaba loca. Si lo estuviera, habría permitido que Shikadai acompañara a Mirai.
Incluso él sabía que eso habría sido una locura.
Pero no había nada más loco que sacrificarse a uno mismo. Renunciar y darlo todo por perdido. Había muchas otras opciones, y podría haberlas considerado si no lo hubieran tratado como a un niño.
Si fuera el Shikadai de antes, habría obedecido a su padre sin protestar. Pero ahora... con Mirai haciendo quién sabe qué, no sabía en quién creer ni en qué creer. La creencia en la paciencia, el crecimiento y la esperanza que le inculcaron de niño ahora eran solo burbujas diminutas que se desvanecían por sí solas.
Estaba entendiendo a su padre. Pero al mismo tiempo, no quería hacerlo y quería gritarle todas las palabras obscenas que conocía.
Estaba en la brecha entre lo que está bien hacer y lo que se debe hacer.
El acto de su padre lo dejó en una encrucijada, como si hubiera abordado ambos lados de una misma moneda, y ahora estaba confundido.
¿Qué intentaba hacer Mirai? ¿Lo correcto? ¿O lo que ella consideraba correcto?
¿Y si lo que consideraba correcto era algo malo? ¿Algo que simplemente "debía hacerse"?
El bien y el mal tenían significados diferentes para cada uno. ¿Qué era importante para Mirai? ¿Sacrificarse para que Shikadai simplemente viviera muerto en vida?
Su mente estaba hecha pedazos. Un mar de pensamientos, todos ellos creencias, palabras, recuerdos; alguna vez utilizados por él, pero ahora arrastrados por la corriente hacia el abismo del desconocido.
Estaba cambiando, ya no podía reconocerse.
— Muchos morirán si no hago lo correcto. — Había Dicho Mirai, la última vez que se vieron. —
Mirai se veía diferente. Igual que su padre en las últimas semanas de vida.
Había encontrado un culpable.
Esos ojos.
Esos malditos y abominables ojos, rebosantes de confianza para devorar el mundo con palabras e inteligencia, sin importar quién se preocupara por ellos.
Todos los que habían sido influenciados por esa creencia habían acabado muertos. El Rey, el Rey, el Rey. Shikadai podría entenderlo, protegería a ese rey a su manera si estuviera en casa.
Pero ahora, solo había tierra, roca y arena.
Sus amigos dormían en el suelo, apenas comían, y el paso del tiempo parecía afectarlos incluso en su apetito. Aquellos que eran como ellos, menores de quince a dieciséis años, habían perdido la capacidad de sentir hambre.
El enemigo estaba en paradero desconocido. Con Mirai fuera, Shikadai sabía que debía haber algo que hacer, si la Gran Anciana tanto le guardaba. No importaba cuántas veces le hubiera preguntado, incluso amenazando con contárselo a uno de los Chunin restantes.
— Hazlo. — Le espetó la Abuela. — Tenerlos muertos será tu castigo.
Lo trataban como a un niño. Lo veían como alguien incapaz de protegerse a sí mismo, ni a sus amigos. Incluso Mirai, que era solo unos pocos años mayor, lo veía como un estorbo. Un simple mocoso que no sabía ni cómo utilizar sus sombras para eliminar a un enemigo.
Porque sí, él nunca había matado a una persona. Pero por lo que él sabía, Mirai tampoco lo había hecho. ¿No se suponía que, como Chunin, él tendría que proteger a sus amigos? Bajando la cabeza frente a Mirai, no era más que un mocoso vestido de Chunin. Si se diera el caso de que alguien sujetara a Inojin o a su amiga ChouChou de la misma manera en que Sarada fue agarrada antes de caer bajo el cuidado de la Gran Anciana, no estaba seguro de cómo actuaría.
¿Sería capaz de matarlo? ¿Qué aprendería estando encerrado? Incluso si fuera tan hábil como Tsubaki o tan fuerte como Iwabee, él no veía útil quedarse encerrado aprendiendo cosas que jamás utilizaría.
— Tienes estos tres días para pensar. Para ser comprendido, uno tiene que tener la capacidad de comprender. Piensa más en los deseos de Mirai, Nara. — Le dijo la Anciana. La sensación que experimentó al escuchar esas palabras era difícil de describir. —
Era la misma sensación que tuvo cuando se peleó con Papá, la misma cuando Mirai le gritó, la misma que tuvo cuando vio a Papá impactar contra el árbol. La misma con la que vio a Mamá quedarse, toda sudorosa y con los ojos perdidos, en el futón. Eran náuseas. Las mismas náuseas que surgían al ver esos ojos, guiados por una moralidad que en su momento era buena, pero que ahora creía que conducía a la perdición.
El Rey. Si ellos eran los únicos niños que quedaban en la aldea, entonces no había más rey que proteger. Ellos eran el futuro, incluso en el pasado, según la lógica de Papá y otros dementes. Él no tendría que luchar. Pero bajo sus circunstancias, siendo el último niño de los Nara y sin nadie menor que proteger, no rompería ninguna regla si se armara y luchara contra quien se le interpusiera.
Pensaría en estrategias, planearía un sinfín de situaciones que lo convirtieran en ganador. Su generación ya estaba perdida, no tenía salvación. Por lo tanto, ya no tenían ningún rey al que proteger. No debía mostrarse débil frente a nadie, ni pedirle favores a nadie para que le prestara un arma.
Incluso si tenía que usar sus sombras o sus propias manos, Shikadai mataría. Pero no sin antes descubrir el motivo por el que Mirai andaba tan secreta con la Abuela. Él no era un idiota, y tampoco haría nada que pusiera en riesgo a sus compañeros y su posición.
Como Chunin, estaba obligado a estar informado y actuar conforme a las reglas establecidas por su estrategia, burlando al enemigo en el proceso. Debía actuar con sentido y evitar perturbar a Mirai de cualquier manera. Aunque no estuviera de acuerdo, la obedecería.
Sin embargo, no seguiría el camino de hacer cosas buenas que parecieran malas. Reconocía que su debilidad residía en él mismo, un niño huérfano al igual que todos sus amigos. Para él, estaba claro que las acciones de Mirai se debían a esa situación. No la culpaba por ello.
Esperaba que ella tampoco lo culpase a él al verlo actuar de esa manera. No quería enfrentarse nuevamente a esos ojos autoritarios, que seguían una moral que le dictaba lo que no podía hacer. Como última generación restante, sentía una profunda impotencia al no poder hacer nada debido a una promesa maldita.
En medio de todo esto, solo anhelaba una cosa: que su madre no hubiera sufrido si realmente estaba tan enferma. Deseaba que su partida de este mundo no fuera tan dolorosa como la de su abuela.
Sin embargo, rápidamente descartó esa posibilidad. Sabía que ninguna buena madre se iría tan tranquilamente si dejaba a su hijo expuesto en un mundo consumido por el pasado distante.
Su madre no estaba tan cegada como su padre. Aunque amaba y respetaba a su padre, solo esperaba que él no hubiera creído que Shikadai seguiría ciegamente las órdenes de Mirai.
 Siempre debió haber sabido que no cumpliría tan fácilmente con ese juramento.

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