El aire a su alrededor crujía con la intensidad de su batalla, una lucha a muerte que bien podía ser el último acto de resistencia de dos emperadores otrora invencibles. El Emperador Grag, un ser que emanaba un aura de crueldad absoluta, y la Emperatriz de la raza Clar, cuya belleza divina contrastaba con la furia en sus ojos, se enfrentaban a Johnathan, un joven mago que los había llevado al borde del abismo. A pesar de la desesperanza en sus corazones, se negaban a rendirse, no por orgullo, sino por una necesidad primordial de supervivencia.
El Emperador Grag, una masa imponente de músculo y escamas, atacó con furia desenfrenada. Su garra, imbuida con la energía destructora de su raza, se movía como una guadaña a través del aire, intentando cercenar a su joven adversario. Cada golpe era una sinfonía de destrucción, destrozando el suelo debajo de él y dejando rastros de cráteres en su estela. Sin embargo, cada uno de sus ataques era hábilmente esquivado o desviado por Johnathan, quien parecía anticipar cada movimiento con una facilidad inquietante.
A su lado, la Emperatriz de la raza Clar, su rostro marcado por la angustia, desataba un aluvión de hechizos en un intento por abrumar a Johnathan. Ella, que una vez fue considerada la más grande de su raza, ahora luchaba con todas sus fuerzas, sus habilidades mágicas creando una tempestad de fuego y hielo que llovía sobre el campo de batalla. Sus hechizos, cada uno de ellos una obra maestra de la magia, eran una explosión de colores y luz que iluminaban el cielo nocturno, pero Johnathan parecía estar en todas partes y en ninguna parte al mismo tiempo, su figura esquivando y evadiendo cada ataque con una precisión sobrenatural.
Ambos emperadores luchaban con la ferocidad de los condenados, sus ataques combinados creando una danza caótica de destrucción que hacía temblar el suelo bajo sus pies. Sin embargo, a pesar de su esfuerzo desesperado, Johnathan permanecía inalterable. Su expresión tranquila y su presencia inmutable eran como un faro en medio de la tempestad, una muestra de su poder absoluto que eclipsaba incluso a los más grandes emperadores. Así continuaba la lucha, con los dos emperadores luchando por su vida y su orgullo, mientras Johnathan observaba con indiferencia, como un dios contemplando a los mortales luchar por su diversión.
La batalla continuaba con furia incesante, el campo de batalla se retorcía bajo la tormenta de poder que se desataba. Pero por mucho que el Emperador Grag y la Emperatriz Clar se esforzaran, cada golpe que asestaban, cada hechizo que lanzaban, no era más que una gota en el océano frente al poder absoluto de Johnathan.
Con cada segundo que pasaba, la verdad se volvía más y más evidente. A pesar de su desesperada lucha, sus esperanzas de victoria se esfumaban. Ninguna ayuda llegaría. No había refuerzos en camino, no había caballeros de la última hora para salvar el día. Sus aliados, aquellos que habían jurado luchar a su lado, habían caído o huido. Estaban solos.
La dura realidad cayó sobre ellos como un mazo de acero, aplastando cualquier rastro de esperanza que pudiera quedar en sus corazones. Podían ver la derrota escrita en sus rostros, la desesperación en sus ojos. Por primera vez en sus vidas, estaban verdaderamente solos.
Sus ataques se volvieron más débiles, sus movimientos más lentos. El Emperador Grag, que una vez había sido una fuerza inamovible, ahora parecía más un animal herido que un guerrero. Sus garras ya no golpeaban con la misma furia, sus rugidos de guerra se habían convertido en gruñidos de dolor.
La Emperatriz Clar tampoco estaba mejor. Su rostro estaba pálido y sudoroso, sus hechizos no eran más que sombras de lo que solían ser. La gran maga, la joya de su raza, estaba agotada, sus reservas de energía se agotaban con cada hechizo lanzado.
A medida que sus espíritus se desplomaban, la figura de Johnathan se alzaba aún más alta. A diferencia de ellos, él no mostraba signos de agotamiento. Su presencia dominante, su aura de invencibilidad, se convirtió en una sombra opresiva sobre ellos, una prueba palpable de su superioridad.
La batalla se había convertido en un espectáculo macabro, un juego cruel donde solo uno podía ser el vencedor. Y para los dos emperadores, la cruel verdad se había hecho evidente: la esperanza había abandonado el campo de batalla.
El campo de batalla, que una vez había sido el escenario de un enfrentamiento de titanes, ahora estaba silencioso. Los únicos sonidos eran el suave susurro del viento y el débil jadeo de dos figuras que una vez habían sido emperadores.
Cayeron de rodillas, el orgullo y la dignidad eran un lujo que ya no podían permitirse. La derrota estaba escrita en sus caras, la desesperación teñía sus ojos. Ya no quedaba nada de los poderosos emperadores que habían desafiado a Johnathan. Solo quedaban dos seres rotos, quebrantados por la realidad de su impotencia.
Miraron a Johnathan, sus ojos encontrando los suyos. No había orgullo en sus miradas, solo un miedo primitivo y una súplica silenciosa. En ese momento, ofrecieron su sumisión. Una promesa de lealtad, un juramento de servidumbre. Ofrecieron sus vidas a Johnathan, con la esperanza de que les permitiera mantenerlas.
Sus palabras resonaron en el aire, un eco en el silencio del campo de batalla. Johnathan los miró desde su posición elevada, su expresión inescrutable. Tomó un momento para considerar su oferta, para sopesar las posibilidades. ¿Aceptaría su sumisión, o los eliminaría como había hecho con sus camaradas?
Aceptó.
Sus palabras eran frías y cortantes, pero no había crueldad en su voz. Había una especie de aceptación, un reconocimiento de su derrota. "Serán mis sirvientes", dijo, "desde ahora hasta el final de sus días. Juren su lealtad a mí, y vivirán."
Y así, con esas palabras, el Emperador Grag y la Emperatriz Clar se convirtieron en los sirvientes de Johnathan. Hicieron su juramento de lealtad, sus voces resonando en el silencio del campo de batalla. Y con ese juramento, se ataron a Johnathan, a su destino, a su voluntad.
La batalla había terminado. La victoria era de Johnathan. Y los emperadores, una vez poderosos y temidos, se habían convertido en sus sirvientes. El destino había sido sellado, y el mundo nunca sería el mismo.
Johnathan miró a los dos ex emperadores ahora de rodillas ante él, la sonrisa cruel adornando su rostro demostraba una sádica satisfacción. Sus ropas se movían suavemente con la brisa, y sus ojos brillaban con un brillo indomable. No había en su rostro una pizca de piedad o compasión, solo la dura realidad de su victoria y su absoluta superioridad.
Los había vencido, había desmantelado sus imperios y ahora estaban a su merced. La imagen de ellos postrados, su orgullo roto, parecía proporcionarle una especie de diversión macabra. No se apresuró a aceptar su sumisión, sino que se tomó su tiempo, saboreando el momento.
Johnathan sonrió con satisfacción al escuchar sus palabras. Habían aceptado su destino, elegido la vida sobre la muerte. Su sometimiento era una prueba de su dominio, un testimonio de su poder. Sin una palabra más, él sacó los collares de sumisión de su bolsillo y se los entregó. A medida que se los ponían, la cruel realidad de su elección se hizo evidente: habían perdido todo. Ahora eran meros sirvientes de Johnathan, atados a él por un juramento de alma. La batalla había terminado, y la era de Johnathan apenas comenzaba.
Con los collares de sumisión alrededor de sus cuellos, los emperadores Grag y Clar no eran más que vasallos de Johnathan. La solemneza y la tristeza llenaban el ambiente cuando los dos líderes una vez poderosos aceptaron su destino con dignidad, a pesar de la humillación y la derrota.
Johnathan, mientras tanto, parecía indiferente a su sufrimiento. Sus ojos, sin embargo, brillaban con satisfacción. Miró a sus nuevos subordinados y asintió con la cabeza. Había logrado lo que se había propuesto: había terminado la guerra, había conquistado sus imperios y los había humillado en el proceso. Pero no había triunfalismo en su actitud, sólo un sentido de deber cumplido.
"Levantad la cabeza, servidme bien y os trataré con justicia", les dijo, su tono era frío pero no carecía de cierta calidez. A pesar de la crudeza de la situación, había un brillo de respeto en su mirada. Admiraba su voluntad de vivir y su valentía para aceptar su derrota.
Los emperadores Grag y Clar levantaron sus cabezas, su expresión se suavizó ligeramente al escuchar las palabras de Johnathan. Quizás había un atisbo de esperanza para ellos después de todo. Habían perdido su libertad, pero quizás podrían encontrar una nueva vida bajo el mandato de Johnathan. Con sus mentes llenas de pensamientos y emociones conflictivas, se comprometieron a cumplir con su juramento de alma. Después de todo, era todo lo que les quedaba.
Mientras tanto, la noticia de la rendición de los emperadores Grag y Clar se extendió rápidamente por los reinos, provocando conmoción y consternación entre las demás razas. La guerra había terminado, pero había dejado tras de sí un paisaje irremediablemente cambiado. El mundo tal como lo conocían había sido trastocado, y se avecinaba una nueva era bajo la sombra de un joven mago llamado Johnathan.
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