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46.66% La Niña Que Bebió Luz de Luna / Chapter 7: En el que Antain se mete en problemas

Chương 7: En el que Antain se mete en problemas

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En el que Antain se mete en problemas

Durante sus primeros cinco años como Anciano en Formación, Antain hizo lo

posible para convencerse de que llegaría un día en el que su trabajo sería más

fácil. Se equivocaba. No fue así.

Los Ancianos le daban órdenes a gritos durante las reuniones del

Consejo, los actos comunitarios y las conversaciones que mantenían a

cualquier hora. Lo regañaban cuando se cruzaban con él por la calle. O

cuando se sentaban en el comedor de casa de su madre para celebrar una de

aquellas cenas tan suntuosas y a la vez tan incómodas. Lo sermoneaban

cuando los seguía a regañadientes en sus inspecciones sorpresa.

Antain se quedaba siempre atrás, con las cejas juntas por fruncir el ceño

con perplejidad.

—¡Antain! —vociferaban los Ancianos—. ¡La espalda erguida!

—¡Antain! ¿Qué has hecho con los bandos?

—¡Antain! ¡Quítate esa expresión ridícula de la cara!

—¡Antain! ¿Cómo es posible que se te hayan olvidado los tentempiés?

—¡Antain! ¿Qué diablos has derramado sobre las túnicas?

Por lo visto, Antain no hacía nada bien.

Y la vida en casa tampoco iba mejor.

—¿Cómo es posible que seas aún un Anciano en Formación? —

refunfuñaba su madre noche tras noche durante la cena. A veces, dejaba caer

sonoramente una cuchara en la mesa, sobresaltando a los criados—. Mi

hermano me prometió que a estas alturas ya serías un Anciano. Me lo

prometió.

Y seguía llena de furia y rabia hasta que Wyn, su hijo menor, empezaba a

llorar. Antain era el mayor de seis hermanos —una familia pequeña a tenor

de lo que era habitual en aquellos lares—, y desde el fallecimiento de su

padre, su madre solo deseaba que todos sus hijos disfrutaran de lo mejor del

Protectorado.

¿Por qué ella no iba a merecerse lo mejor para sus hijos?

—El tío me dice que estas cosas llevan su tiempo, madre —explicó

Antain en voz baja.

Subió a su hermano pequeño a su falda y lo acunó hasta que el niño se

sosegó. Sacó entonces del bolsillo un juguete de madera que él mismo había

tallado, un pequeño cuervo con ojos en forma de espiral y un sonajero en su

interior. El niño se quedó encantado y al instante se lo metió en la boca.

—Tu tío que diga lo que le venga en gana —soltó su madre—. Nos

merecemos ese honor. Tú te lo mereces, hijo mío.

Antain no lo tenía tan claro.

Se disculpó para levantarse de la mesa, argumentando que tenía trabajo

que hacer para el Consejo, aunque en realidad lo único que quería era entrar a

hurtadillas en la cocina para ayudar un poco allí. Y después ir al jardín para

trabajar con los jardineros antes de que anocheciera. Y luego ir al cobertizo a

tallar madera. A Antain le encantaba modelar la madera: la estabilidad del

material, la delicada belleza de su textura, el aroma reconfortante del serrín y

del aceite. Había pocas cosas en la vida que le gustaran más que eso. Tallaba

hasta altas horas de la noche y, entretanto, intentaba no pensar en su vida. El

Día del Sacrificio estaba al caer. Y Antain necesitaría una nueva excusa para

escabullirse.

A la mañana siguiente, Antain se vistió con su túnica recién lavada y se

encaminó hacia el Salón del Consejo antes de que amaneciera. Cada día, al

alba, su primera tarea consistía en leer las quejas y solicitudes que los

ciudadanos habían dejado escritas con tiza en la gran pared de pizarra, y

considerar cuáles merecían atención y cuáles había que borrar.

(«¿Y si todas son importantes, tío?», le había preguntado en una ocasión

Antain al Gran Anciano.

«No pueden serlo. En cualquier caso, negándoles acceso hacemos un gran

regalo a nuestro pueblo. Aprenden a aceptar lo que les ha tocado en la vida.

Aprenden que cualquier acción carece de consecuencias. Que sus días

seguirán siendo nublados y tristes, tal como debe ser. No existe mayor regalo

que ese. Y bien, ¿dónde está mi té de Zirin?»)

A continuación, Antain tenía que ventilar la estancia, publicar la agenda

del día, sacudir los cojines para los huesudos traseros de los Ancianos, regar

el vestíbulo con un perfume elaborado en los laboratorios de las Hermanas de

la Estrella —concebido, al parecer, para que la gente note que se le doblan las

rodillas, se le traba la lengua, y tengan miedo y se sientan agradecidos, todo a

la vez—, y luego tenía que quedarse de pie en la sala mientras los criados

iban llegando, mirarlos con expresión arrogante cuando entraban en el

edificio, hasta finalmente guardar la túnica en el armario y acudir a la

escuela.

(«¿Y si no me sale una expresión arrogante, tío?», había preguntado el

chico una y otra vez.

«Practica, sobrino. Tú sigue practicando.»)

Antain caminó lentamente hacia la escuela, disfrutando de los rayos

temporales de sol. En una hora estaría nublado. En el Protectorado siempre

había nubes. La niebla se aferraba a las murallas y cubría las calles como un

musgo tenaz. A aquellas horas, no había mucha gente circulando. «Una

lástima —se dijo Antain—. Se pierden el sol.» Levantó la cara hacia el cielo

y sintió una oleada momentánea de esperanza y promesas.

Dejó vagar la mirada hacia la Torre, hacia su mampostería negra y

diabólicamente complicada que imitaba las espirales de las galaxias y las

trayectorias de las estrellas, hacia sus ventanitas redondas que parpadeaban

como ojos. Aquella madre, la que se había vuelto loca, seguía allí. Encerrada.

La loca. Llevaba cinco años de encierro, pero no lograba curarse. Antain se

imaginaba aquel rostro desgarrado, aquellos ojos negros, la marca de

nacimiento de la frente, cárdena y enrojecida. Cómo había pataleado, cómo

había trepado, gritado y peleado. Era imposible olvidarlo.

Y Antain no podía perdonarse lo que había hecho.

Cerró los ojos con fuerza e intentó alejar la imagen de su mente.

«¿Por qué tiene que continuar todo esto?» Le dolía el corazón. «Tiene que

haber otra solución.»

Como era habitual, fue el primero en llegar a la escuela. Ni siquiera

estaba el maestro. Se sentó en la escalera de entrada y sacó su diario. Tenía

los deberes hechos, aunque eso carecía de importancia. El maestro insistía en

llamarlo «Anciano Antain» con su voz ronca, por mucho que no lo fuera

todavía, y le ponía notas altas independientemente del trabajo que le

presentara. Podría entregar páginas en blanco y seguir sacando las mejores

calificaciones. Pese a eso, Antain trabajaba duro. Lo único que su maestro

esperaba era obtener de él un trato de favor más adelante. En el diario tenía

varios bocetos de un proyecto de su invención —un armario inteligentemente

diseñado para guardar y organizar herramientas de jardinería que iba sobre

ruedas para que pudiese tirar de él una cabra—, un regalo para el jardinero

jefe, que siempre era muy amable.

De pronto, una sombra cubrió su trabajo.

—Sobrino —dijo el Gran Anciano.

Antain levantó la cabeza a la velocidad del rayo.

—¡Tío! —exclamó, poniéndose de pie y tirando sin querer sus papeles,

que quedaron esparcidos por el suelo.

Los recogió a toda prisa. El Gran Anciano Gherland esbozó una mueca de

exasperación.

—Vamos, sobrino —dijo el Gran Anciano, agitando la túnica e

indicándole que lo siguiera—. Tú y yo tenemos que hablar.

—¿Y las clases?

—No tienes ninguna necesidad de ir a la escuela, eso para empezar. El

objetivo de esta estructura es albergar y entretener a aquellos que no tienen

futuro hasta que alcancen la edad suficiente para trabajar en beneficio del

Protectorado. Los de tu categoría tienen tutores, y no alcanzo a comprender

por qué has rechazado algo tan básico como eso. Tu madre te lo repite sin

cesar. En cualquier caso, nadie te echará de menos.

Y era cierto. Nadie notaría su ausencia. En clase, Antain se sentaba en la

parte de atrás del aula y trabajaba en silencio. Rara vez formulaba preguntas.

Rara vez hablaba. Sobre todo ahora, puesto que la única persona con quien no

le habría importado charlar —y mejor aún si ella le respondía— había dejado

la escuela para siempre. Se había incorporado al noviciado de las Hermanas

de la Estrella. Se llamaba Ethyne, y a pesar de que Antain no había

intercambiado más de tres palabras seguidas con ella, seguía echándola de

menos desesperadamente; ahora, el Anciano en Formación acudía a la

escuela día tras día con la descabellada esperanza de que ella hubiera

cambiado de idea y regresara.

Había pasado un año. Nunca nadie había salido de las Hermanas de la

Estrella. Eso no se hacía. Pero Antain continuaba esperando. Y esperanzado.

Siguió a su tío corriendo.

El resto de los Ancianos no había llegado aún a la Sala del Consejo y

probablemente no lo haría hasta mediodía o más tarde. Gherland le dijo a

Antain que tomara asiento.

El Gran Anciano se quedó mirando un buen rato a Antain, que no podía

dejar de pensar en la Torre. Ni en la loca. Ni en el bebé abandonado en el

bosque, en el patético sonido de sus sollozos cuando se habían marchado. Y

en cómo gritaba la madre. Y en cómo había luchado por su bebé. Y en qué se

habían convertido todos ellos.

Era una punzada de dolor que sentía a diario, una aguja gigante clavada

en el corazón.

—Sobrino —dijo por fin el Gran Anciano. Unió las manos y se las acercó

a la boca. Respiró hondo. Antain se dio cuenta de que su tío estaba pálido—.

El Día del Sacrificio se acerca.

—Lo sé, tío —replicó Antain, con un hilo de voz—. Faltan cinco días.

No... —Suspiró—. No espera por nadie.

—El año pasado no estuviste presente. No acudiste junto a los demás

Ancianos. Una infección en el pie, si no recuerdo mal.

Antain bajó la vista.

—Sí, tío. Y tenía fiebre, además.

—Y se curó, por suerte, al día siguiente.

—Alabada sea la ciénaga —dijo Antain con voz débil—. Fue un milagro.

—Y el año anterior —continuó Gherland— fue neumonía, ¿verdad?

Antain movió la cabeza en sentido afirmativo. Sabía adónde quería ir a

parar su tío.

—Y el anterior, un incendio en el cobertizo, ¿verdad? Suerte que nadie

salió malherido. Y allí estabas tú. Completamente solo. Batallando contra el

fuego.

—Todo el mundo estaba en la procesión —dijo Antain—. No había nadie

rezagado. Por eso estaba solo.

—Efectivamente. —El Gran Anciano miró a Antain entrecerrando los

ojos—. Jovencito —dijo—, ¿a quién diablos te piensas que estás engañando?

Cayó el silencio.

Antain recordó de nuevo los ricitos oscuros, cómo enmarcaban aquellos

ojos negros. Recordó los sonidos que emitió el bebé cuando lo abandonaron

en el bosque. Recordó el golpe de las puertas de la Torre al cerrarse para

encerrar en su interior a la loca. Se estremeció.

—Tío... —empezó a decir Antain, pero Gherland lo acalló con un gesto.

—Escucha, sobrino. Te ofrecí este puesto en contra de mi opinión. No lo

hice por el acoso incesante de mi hermana, sino por el gran amor que sentía,

y siento, hacia tu querido padre, que en paz descanse. Quería que tu

trayectoria estuviese asegurada y no pude negárselo. Y tenerte aquí... —Las

duras arrugas del rostro de Gherland se suavizaron un poco— ha sido un

antídoto para mi tristeza. Y lo aprecio. Eres un buen chico, Antain. Tu padre

se sentiría orgulloso.

Antain se relajó. Aunque solo por un instante. Agitando la túnica, el Gran

Anciano se puso en pie.

—Pero —habló, y su voz reverberó de forma extraña en la pequeña

estancia— el cariño que siento por ti tiene sus límites.

La voz tenía un matiz crispado. Sus ojos estaban muy abiertos. La mirada

tensa. Incluso con cierta humedad.

«¿Estará mi tío preocupado por mí? —se preguntó Antain—. Seguro que

no —se dijo.»

—Jovencito —prosiguió su tío—. Esto no puede continuar así. Los demás

Ancianos empiezan a murmurar. No... —Hizo una pausa. Las palabras se

habían quedado atoradas en la garganta. Se había ruborizado—. No están

satisfechos. Mi protección llega hasta muy lejos, hijo mío. Pero no es infinita.

«¿Por qué necesito protección?», se preguntó Antain, observando el

rostro tenso de su tío.

El Gran Anciano cerró los ojos y trató de calmar su respiración

entrecortada. Le indicó con un gesto al chico que se levantara. Su rostro

recuperó la expresión de arrogancia.

—Vamos, sobrino. Es hora de volver a la escuela. Esperaremos tu llegada

a media tarde, como es habitual. Confío en que al menos consigas humillar

hoy a una persona. Serviría para apaciguar los muchos recelos de los demás

Ancianos. Prométeme que lo intentarás, Antain. Por favor.

El chico se dirigió hacia la puerta arrastrando los pies, con el Gran

Anciano siguiéndolo de cerca. Gherland levantó la mano con la intención de

posarla en el hombro de su sobrino, pero la dejó en el aire unos instantes

antes de pensárselo mejor y bajarla de nuevo.

—Me esforzaré más, tío —dijo Antain, cruzando ya la puerta—. Te lo

prometo.

—Eso espero —dijo el Gran Anciano en un ronco susurro.

Cinco días más tarde, mientras las túnicas se arrastraban por la ciudad hacia

la casa maldita, Antain seguía en cama, enfermo del estómago, vomitando la

comida. O eso dijo al menos. Los Ancianos refunfuñaron durante toda la

procesión. Refunfuñaron cuando recogieron al niño de manos de sus

suplicantes padres. Refunfuñaron de camino hacia el claro de los sicomoros.

—Habrá que hacer algo con el chico —murmuraron.

Y todos sabían a qué se referían.

«¡Ay, Antain, mi chico, ay, Antain, mi chico! —pensaba Gherland

mientras andaban; la preocupación se apoderaba de su corazón, apresándolo

en un nudo fuerte y tenso—. ¿Qué has hecho, criatura ignorante? ¿Qué has

hecho?»


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