6
En el que Antain se mete en problemas
Durante sus primeros cinco años como Anciano en Formación, Antain hizo lo
posible para convencerse de que llegaría un día en el que su trabajo sería más
fácil. Se equivocaba. No fue así.
Los Ancianos le daban órdenes a gritos durante las reuniones del
Consejo, los actos comunitarios y las conversaciones que mantenían a
cualquier hora. Lo regañaban cuando se cruzaban con él por la calle. O
cuando se sentaban en el comedor de casa de su madre para celebrar una de
aquellas cenas tan suntuosas y a la vez tan incómodas. Lo sermoneaban
cuando los seguía a regañadientes en sus inspecciones sorpresa.
Antain se quedaba siempre atrás, con las cejas juntas por fruncir el ceño
con perplejidad.
—¡Antain! —vociferaban los Ancianos—. ¡La espalda erguida!
—¡Antain! ¿Qué has hecho con los bandos?
—¡Antain! ¡Quítate esa expresión ridícula de la cara!
—¡Antain! ¿Cómo es posible que se te hayan olvidado los tentempiés?
—¡Antain! ¿Qué diablos has derramado sobre las túnicas?
Por lo visto, Antain no hacía nada bien.
Y la vida en casa tampoco iba mejor.
—¿Cómo es posible que seas aún un Anciano en Formación? —
refunfuñaba su madre noche tras noche durante la cena. A veces, dejaba caer
sonoramente una cuchara en la mesa, sobresaltando a los criados—. Mi
hermano me prometió que a estas alturas ya serías un Anciano. Me lo
prometió.
Y seguía llena de furia y rabia hasta que Wyn, su hijo menor, empezaba a
llorar. Antain era el mayor de seis hermanos —una familia pequeña a tenor
de lo que era habitual en aquellos lares—, y desde el fallecimiento de su
padre, su madre solo deseaba que todos sus hijos disfrutaran de lo mejor del
Protectorado.
¿Por qué ella no iba a merecerse lo mejor para sus hijos?
—El tío me dice que estas cosas llevan su tiempo, madre —explicó
Antain en voz baja.
Subió a su hermano pequeño a su falda y lo acunó hasta que el niño se
sosegó. Sacó entonces del bolsillo un juguete de madera que él mismo había
tallado, un pequeño cuervo con ojos en forma de espiral y un sonajero en su
interior. El niño se quedó encantado y al instante se lo metió en la boca.
—Tu tío que diga lo que le venga en gana —soltó su madre—. Nos
merecemos ese honor. Tú te lo mereces, hijo mío.
Antain no lo tenía tan claro.
Se disculpó para levantarse de la mesa, argumentando que tenía trabajo
que hacer para el Consejo, aunque en realidad lo único que quería era entrar a
hurtadillas en la cocina para ayudar un poco allí. Y después ir al jardín para
trabajar con los jardineros antes de que anocheciera. Y luego ir al cobertizo a
tallar madera. A Antain le encantaba modelar la madera: la estabilidad del
material, la delicada belleza de su textura, el aroma reconfortante del serrín y
del aceite. Había pocas cosas en la vida que le gustaran más que eso. Tallaba
hasta altas horas de la noche y, entretanto, intentaba no pensar en su vida. El
Día del Sacrificio estaba al caer. Y Antain necesitaría una nueva excusa para
escabullirse.
A la mañana siguiente, Antain se vistió con su túnica recién lavada y se
encaminó hacia el Salón del Consejo antes de que amaneciera. Cada día, al
alba, su primera tarea consistía en leer las quejas y solicitudes que los
ciudadanos habían dejado escritas con tiza en la gran pared de pizarra, y
considerar cuáles merecían atención y cuáles había que borrar.
(«¿Y si todas son importantes, tío?», le había preguntado en una ocasión
Antain al Gran Anciano.
«No pueden serlo. En cualquier caso, negándoles acceso hacemos un gran
regalo a nuestro pueblo. Aprenden a aceptar lo que les ha tocado en la vida.
Aprenden que cualquier acción carece de consecuencias. Que sus días
seguirán siendo nublados y tristes, tal como debe ser. No existe mayor regalo
que ese. Y bien, ¿dónde está mi té de Zirin?»)
A continuación, Antain tenía que ventilar la estancia, publicar la agenda
del día, sacudir los cojines para los huesudos traseros de los Ancianos, regar
el vestíbulo con un perfume elaborado en los laboratorios de las Hermanas de
la Estrella —concebido, al parecer, para que la gente note que se le doblan las
rodillas, se le traba la lengua, y tengan miedo y se sientan agradecidos, todo a
la vez—, y luego tenía que quedarse de pie en la sala mientras los criados
iban llegando, mirarlos con expresión arrogante cuando entraban en el
edificio, hasta finalmente guardar la túnica en el armario y acudir a la
escuela.
(«¿Y si no me sale una expresión arrogante, tío?», había preguntado el
chico una y otra vez.
«Practica, sobrino. Tú sigue practicando.»)
Antain caminó lentamente hacia la escuela, disfrutando de los rayos
temporales de sol. En una hora estaría nublado. En el Protectorado siempre
había nubes. La niebla se aferraba a las murallas y cubría las calles como un
musgo tenaz. A aquellas horas, no había mucha gente circulando. «Una
lástima —se dijo Antain—. Se pierden el sol.» Levantó la cara hacia el cielo
y sintió una oleada momentánea de esperanza y promesas.
Dejó vagar la mirada hacia la Torre, hacia su mampostería negra y
diabólicamente complicada que imitaba las espirales de las galaxias y las
trayectorias de las estrellas, hacia sus ventanitas redondas que parpadeaban
como ojos. Aquella madre, la que se había vuelto loca, seguía allí. Encerrada.
La loca. Llevaba cinco años de encierro, pero no lograba curarse. Antain se
imaginaba aquel rostro desgarrado, aquellos ojos negros, la marca de
nacimiento de la frente, cárdena y enrojecida. Cómo había pataleado, cómo
había trepado, gritado y peleado. Era imposible olvidarlo.
Y Antain no podía perdonarse lo que había hecho.
Cerró los ojos con fuerza e intentó alejar la imagen de su mente.
«¿Por qué tiene que continuar todo esto?» Le dolía el corazón. «Tiene que
haber otra solución.»
Como era habitual, fue el primero en llegar a la escuela. Ni siquiera
estaba el maestro. Se sentó en la escalera de entrada y sacó su diario. Tenía
los deberes hechos, aunque eso carecía de importancia. El maestro insistía en
llamarlo «Anciano Antain» con su voz ronca, por mucho que no lo fuera
todavía, y le ponía notas altas independientemente del trabajo que le
presentara. Podría entregar páginas en blanco y seguir sacando las mejores
calificaciones. Pese a eso, Antain trabajaba duro. Lo único que su maestro
esperaba era obtener de él un trato de favor más adelante. En el diario tenía
varios bocetos de un proyecto de su invención —un armario inteligentemente
diseñado para guardar y organizar herramientas de jardinería que iba sobre
ruedas para que pudiese tirar de él una cabra—, un regalo para el jardinero
jefe, que siempre era muy amable.
De pronto, una sombra cubrió su trabajo.
—Sobrino —dijo el Gran Anciano.
Antain levantó la cabeza a la velocidad del rayo.
—¡Tío! —exclamó, poniéndose de pie y tirando sin querer sus papeles,
que quedaron esparcidos por el suelo.
Los recogió a toda prisa. El Gran Anciano Gherland esbozó una mueca de
exasperación.
—Vamos, sobrino —dijo el Gran Anciano, agitando la túnica e
indicándole que lo siguiera—. Tú y yo tenemos que hablar.
—¿Y las clases?
—No tienes ninguna necesidad de ir a la escuela, eso para empezar. El
objetivo de esta estructura es albergar y entretener a aquellos que no tienen
futuro hasta que alcancen la edad suficiente para trabajar en beneficio del
Protectorado. Los de tu categoría tienen tutores, y no alcanzo a comprender
por qué has rechazado algo tan básico como eso. Tu madre te lo repite sin
cesar. En cualquier caso, nadie te echará de menos.
Y era cierto. Nadie notaría su ausencia. En clase, Antain se sentaba en la
parte de atrás del aula y trabajaba en silencio. Rara vez formulaba preguntas.
Rara vez hablaba. Sobre todo ahora, puesto que la única persona con quien no
le habría importado charlar —y mejor aún si ella le respondía— había dejado
la escuela para siempre. Se había incorporado al noviciado de las Hermanas
de la Estrella. Se llamaba Ethyne, y a pesar de que Antain no había
intercambiado más de tres palabras seguidas con ella, seguía echándola de
menos desesperadamente; ahora, el Anciano en Formación acudía a la
escuela día tras día con la descabellada esperanza de que ella hubiera
cambiado de idea y regresara.
Había pasado un año. Nunca nadie había salido de las Hermanas de la
Estrella. Eso no se hacía. Pero Antain continuaba esperando. Y esperanzado.
Siguió a su tío corriendo.
El resto de los Ancianos no había llegado aún a la Sala del Consejo y
probablemente no lo haría hasta mediodía o más tarde. Gherland le dijo a
Antain que tomara asiento.
El Gran Anciano se quedó mirando un buen rato a Antain, que no podía
dejar de pensar en la Torre. Ni en la loca. Ni en el bebé abandonado en el
bosque, en el patético sonido de sus sollozos cuando se habían marchado. Y
en cómo gritaba la madre. Y en cómo había luchado por su bebé. Y en qué se
habían convertido todos ellos.
Era una punzada de dolor que sentía a diario, una aguja gigante clavada
en el corazón.
—Sobrino —dijo por fin el Gran Anciano. Unió las manos y se las acercó
a la boca. Respiró hondo. Antain se dio cuenta de que su tío estaba pálido—.
El Día del Sacrificio se acerca.
—Lo sé, tío —replicó Antain, con un hilo de voz—. Faltan cinco días.
No... —Suspiró—. No espera por nadie.
—El año pasado no estuviste presente. No acudiste junto a los demás
Ancianos. Una infección en el pie, si no recuerdo mal.
Antain bajó la vista.
—Sí, tío. Y tenía fiebre, además.
—Y se curó, por suerte, al día siguiente.
—Alabada sea la ciénaga —dijo Antain con voz débil—. Fue un milagro.
—Y el año anterior —continuó Gherland— fue neumonía, ¿verdad?
Antain movió la cabeza en sentido afirmativo. Sabía adónde quería ir a
parar su tío.
—Y el anterior, un incendio en el cobertizo, ¿verdad? Suerte que nadie
salió malherido. Y allí estabas tú. Completamente solo. Batallando contra el
fuego.
—Todo el mundo estaba en la procesión —dijo Antain—. No había nadie
rezagado. Por eso estaba solo.
—Efectivamente. —El Gran Anciano miró a Antain entrecerrando los
ojos—. Jovencito —dijo—, ¿a quién diablos te piensas que estás engañando?
Cayó el silencio.
Antain recordó de nuevo los ricitos oscuros, cómo enmarcaban aquellos
ojos negros. Recordó los sonidos que emitió el bebé cuando lo abandonaron
en el bosque. Recordó el golpe de las puertas de la Torre al cerrarse para
encerrar en su interior a la loca. Se estremeció.
—Tío... —empezó a decir Antain, pero Gherland lo acalló con un gesto.
—Escucha, sobrino. Te ofrecí este puesto en contra de mi opinión. No lo
hice por el acoso incesante de mi hermana, sino por el gran amor que sentía,
y siento, hacia tu querido padre, que en paz descanse. Quería que tu
trayectoria estuviese asegurada y no pude negárselo. Y tenerte aquí... —Las
duras arrugas del rostro de Gherland se suavizaron un poco— ha sido un
antídoto para mi tristeza. Y lo aprecio. Eres un buen chico, Antain. Tu padre
se sentiría orgulloso.
Antain se relajó. Aunque solo por un instante. Agitando la túnica, el Gran
Anciano se puso en pie.
—Pero —habló, y su voz reverberó de forma extraña en la pequeña
estancia— el cariño que siento por ti tiene sus límites.
La voz tenía un matiz crispado. Sus ojos estaban muy abiertos. La mirada
tensa. Incluso con cierta humedad.
«¿Estará mi tío preocupado por mí? —se preguntó Antain—. Seguro que
no —se dijo.»
—Jovencito —prosiguió su tío—. Esto no puede continuar así. Los demás
Ancianos empiezan a murmurar. No... —Hizo una pausa. Las palabras se
habían quedado atoradas en la garganta. Se había ruborizado—. No están
satisfechos. Mi protección llega hasta muy lejos, hijo mío. Pero no es infinita.
«¿Por qué necesito protección?», se preguntó Antain, observando el
rostro tenso de su tío.
El Gran Anciano cerró los ojos y trató de calmar su respiración
entrecortada. Le indicó con un gesto al chico que se levantara. Su rostro
recuperó la expresión de arrogancia.
—Vamos, sobrino. Es hora de volver a la escuela. Esperaremos tu llegada
a media tarde, como es habitual. Confío en que al menos consigas humillar
hoy a una persona. Serviría para apaciguar los muchos recelos de los demás
Ancianos. Prométeme que lo intentarás, Antain. Por favor.
El chico se dirigió hacia la puerta arrastrando los pies, con el Gran
Anciano siguiéndolo de cerca. Gherland levantó la mano con la intención de
posarla en el hombro de su sobrino, pero la dejó en el aire unos instantes
antes de pensárselo mejor y bajarla de nuevo.
—Me esforzaré más, tío —dijo Antain, cruzando ya la puerta—. Te lo
prometo.
—Eso espero —dijo el Gran Anciano en un ronco susurro.
Cinco días más tarde, mientras las túnicas se arrastraban por la ciudad hacia
la casa maldita, Antain seguía en cama, enfermo del estómago, vomitando la
comida. O eso dijo al menos. Los Ancianos refunfuñaron durante toda la
procesión. Refunfuñaron cuando recogieron al niño de manos de sus
suplicantes padres. Refunfuñaron de camino hacia el claro de los sicomoros.
—Habrá que hacer algo con el chico —murmuraron.
Y todos sabían a qué se referían.
«¡Ay, Antain, mi chico, ay, Antain, mi chico! —pensaba Gherland
mientras andaban; la preocupación se apoderaba de su corazón, apresándolo
en un nudo fuerte y tenso—. ¿Qué has hecho, criatura ignorante? ¿Qué has
hecho?»
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