De: Chamrajnagar%sacrediver@ficom.gov Para: Flandes%A-Heg@ldi.gov
Sobre: ColMin Señor Flandes:
El puesto de Hegemón no está y nunca ha estado vacante. Peter Wiggin continúa ostentando ese cargo. Por tanto su deposición del honorable Hyrum Graff como ministro de Colonización no tiene valor. Graff sigue ejerciendo toda la autoridad previa en lo referido a los asuntos del ColMin fuera de la superficie de la Tierra.
Es más, FICom considerará cualquier interferencia con sus operaciones en la Tierra, o con su persona mientras lleva a cabo sus deberes, como obstrucción a una operación vital de la Flota Internacional, y tomaremos todas las medidas adecuadas .
De: Flandes%A-Heg@ldi.gov
Para: Chamrajnagar%sacrediver@ficom.gov Sobre: ColMin
Almirante Chamrajnagar, señor:
No puedo imaginar por qué me escribe sobre este asunto. No soy Hegemón suplente, soy ayudante de Hegemón. Le he remitido su carta al general Suriyawong, y espero que toda correspondencia futura sobre estos asuntos sea dirigida a él.
Su humilde servidor,
Aquiles Flandes
De: Chamrajnagar%sacrediver@ficom.gov Para: Flandes%A-Heg@ldi.gov
Sobre: ColMin
Reenvíe mis cartas a donde quiera. Sé a qué está jugando. Mi juego es diferente. En mi juego, yo tengo todas las cartas. Su juego, por otro lado, sólo durará hasta que la gente se dé cuenta de que no tiene carta ninguna.
Los acontecimientos de Brasil ya estaban en todas las redes y vids cuando el procedimiento de implantación terminó y Petra fue conducida a la sala de espera de la clínica de fertilidad del Hospital Femenino. Bean la estaba esperando. Con globos.
La condujeron a la zona de recepción. Al principio ella no reparó en él, porque estaba entretenida hablando con el doctor. Cosa que a él no le importó. Quería mirarla, a esta mujer que ahora mismo podía llevar dentro a su hijo.
Parecía tan pequeña.
Recordó que tuvo que mirar hacia arriba la primera vez que la vio en la Escuela de Batalla. Una niña... algo raro en un lugar que buscaba agresividad y cierto grado de implacabilidad. Para él, un recién llegado, el niño más joven admitido jamás en la escuela, ella le pareció tan dura, tan fría, la quinta esencia del matón, bocazas y beligerante. Todo era pretensión, pero necesaria.
Bean había visto de inmediato que ella se daba cuenta de las cosas. Reparó en él, para empezar, no con diversión o sorpresa como los otros niños, que sólo podían ver lo pequeño que era. No, ella claramente le dedicó sus pensamientos, lo encontró intrigante. Advirtió, tal vez, que su presencia en la Escuela de Batalla cuando era tan claramente menor implicaba algo interesante en él.
Fue en parte esa tendencia en Petra lo que hizo que Bean se volviera hacia ella: el hecho de que fuera una niña la convertía casi tanto en una marginada como él estaba condenado a serlo.
Petra había crecido desde aquellos días, naturalmente, pero Bean había crecido muchísimo más, y ahora era más alto que ella. No se trataba sólo de altura. Él había sentido bajo sus manos la caja torácica de ella, tan pequeña y frágil, o eso parecía. Sintió como si siempre tuviera que ser amable con ella, o podría inadvertidamente romperla entre sus manos.
¿Se sentían igual todos los hombres? Probablemente no. Para empezar, la mayoría de las mujeres no eran tan livianas como Petra, y además, la mayoría de los hombres dejaban de crecer cuando llegaban a cierto punto. Pero las manos y pies de Bean seguían siendo desproporcionadas para su cuerpo, como las de un adolescente, de manera que aunque ahora era un hombre alto, estaba claro que su cuerpo pretendía crecer más todavía. Sus manos eran como zarpas. Las de ella parecían perdidas dentro de las suyas, como las de un bebé.
¿Cómo me parecerá entonces cuando nazca el bebé que lleva en sus entrañas?
¿Podré acunarlo en una mano? ¿Habrá peligro de que le haga daño? No soy tan bueno con mis manos hoy en día.
Y para cuando el bebé sea lo bastante grande y robusto para que yo pueda manejarlo con seguridad, ya estaré muerto.
¿Por qué consentí en hacer esto?
Oh, sí. Porque amo a Petra. Porque ella quiere tanto a mi bebé. Porque Anton nos contó una historia cursi y retorcida sobre cómo los hombres ansían el matrimonio y una familia aunque no les preocupe el sexo.
Ella lo vio entonces, y advirtió los globos, y se echó a reír. Él se rió también y se acercó y le entregó los globos.
—Los maridos no suelen regalar globos a sus mujeres —dijo ella.
—Pensé que tener implantado un bebé era una ocasión especial.
—Supongo que sí, cuando se hace profesionalmente. La mayoría de los bebés son implantados en casa por aficionados, y las esposas no reciben globos.
—Lo recordaré y trataré de tener siempre unos cuantos a mano.
Él caminó junto a ella mientras un enfermero empujaba su sillita de ruedas hacia la entrada.
—¿Adónde me conseguiste el billete? —preguntó ella.
—Te conseguí dos —dijo Bean—. Líneas aéreas distintas, destinos distintos. Más este billete de tren. Si alguno de los dos vuelos te da mala impresión, aunque no puedas decidir por qué sientes recelos, no lo cojas. Ve a la otra línea aérea. O sal del aeropuerto y coge el tren. El billete de tren es un kilométrico, así que puedes ir a cualquier parte.
—Me malcrías.
—¿Qué crees? —preguntó Bean—. ¿Se enganchó el bebé a la pared uterina?
—No estoy equipada con cámaras internas —dijo Petra—, y carezco de los nervios pertinentes para poder sentir si unos fetos implantados, microscópicamente pequeños, empiezan a desarrollar placenta.
—Es un diseño muy pobre —dijo Bean—. Cuando esté muerto, tendré unas palabritas con Dios al respecto.
Petra dio un respingo.
—Por favor, no bromees con la muerte.
—Por favor, no me pidas que me ponga serio.
—Estoy embarazada. O podría estarlo. Se supone que tengo que salirme siempre con la mía.
El enfermero que empujaba la silla de ruedas de Petra empezó a dirigirla hacia el primer taxi de la fila. Bean lo detuvo.
—El conductor está fumando —dijo Bean.
—Lo apagará —respondió el enfermero.
—Mi esposa no va a subir a un taxi con un conductor cuyas ropas desprendan residuos de humo de cigarrillos.
Petra lo miró con extrañeza. Él alzó una ceja, esperando que ella advirtiera que no se trataba del tabaco.
—Es el primer taxi en la fila —dijo el enfermero, como si fuera una inevitable ley de la física que el primer taxi de la fila tenía que ser el que recibiera a los siguientes pasajeros.
Bean miró a los otros dos taxis. El segundo conductor lo miró, impasible. El tercero sonrió. Parecía indonesio o malayo, y Bean sabía que en su cultura una sonrisa era un puro reflejo cuando te encontrabas con alguien más grande o más rico que tú.
Sin embargo, por algún motivo, no sentía la desconfianza hacia el conductor indonesio que sentía hacia los dos conductores holandeses que tenía delante.
Así que empujó la silla de ruedas hacia el tercer taxi. Bean preguntó y el conductor dijo que sí, que era de Jakarta. El enfermero, verdaderamente irritado por esta ruptura del protocolo, insistió en ayudar a Petra a subir al taxi. Bean cogió su bolsa y la colocó en el asiento trasero junto a ella: nunca ponía nada en el maletero de los taxis, por si tenían que salir corriendo.
Luego tuvo que quedarse allí viendo cómo ella se marchaba. No hubo tiempo para despedidas elaboradas. Él acababa de poner todo lo que le importaba en la vida en un taxi conducido por un desconocido sonriente, y tuvo que dejarlo marchar.
Luego se dirigió al primer taxi en la fila. El conductor mostraba su furia por la manera en que Bean había violado las normas. Holanda volvía a ser un lugar civilizado, ahora que volvía a autogobernarse, y las colas se respetaban. Al parecer los holandeses se enorgullecían ahora de comportarse mejor en las filas que los in- gleses, cosa que era absurdo, porque permanecer alegremente en cola era el deporte nacional inglés.
Bean le tendió al conductor una moneda de veinticinco dólares, que el hombre miró con desdén.
—Es más fuerte que el euro ahora mismo —dijo Bean—. Y le voy a pagar la carrera, así que no ha perdido nada porque he metido a mi esposa en otro taxi.
—¿Cuál es su destino? —dijo el conductor, cortante, su inglés cargado con un primoroso acento BBC. Los holandeses necesitaban mejores programas en su propio idioma para que sus ciudadanos no tuvieran que ver vids ingleses y escuchar la radio inglesa a todas horas.
Bean no le respondió hasta que estuvo dentro del taxi, la puerta cerrada.
—Lléveme a Amsterdam —dijo.
—¿Qué?
—Ya me ha oído.
—Eso son ochocientos dólares.
Bean sacó un billete de mil dólares y se lo dio.
—¿Funciona la unidad vídeo de este coche? —preguntó.
El conductor hizo el teatro de estudiar el billete por si era falsificado. Bean deseó haber usado un billete de la Hegemonía. ¿No le gustan los dólares? ¡Pues a ver si le gusta esto! Pero era improbable que nadie aceptara el dinero de la Hegemonía hoy en día, con las caras de Aquiles y de Peter en todos los vids de la ciudad y toda la charla sobre cómo Peter se había apropiado de los fondos de la organización.
Sus caras aparecieron también en el vid del taxi cuando el conductor por fin lo puso en marcha. Pobre Peter, pensó Bean. Ahora sabe cómo se sentían los papas y antipapas cuando los dos reclamaban el trono de San Pedro. Qué sabroso bocado de historia para él. Qué lío para el mundo.
Y para sorpresa de Bean, descubrió que no le importaba tanto que el mundo estuviera hecho un lío... no cuando el jaleo no iba a afectar a su propia familia.
Ahora soy un ciudadano, advirtió. Lo único que me importa es cómo afectarán a mi familia estos acontecimientos mundiales.
Entonces recordó: solía preocuparme por los asuntos del mundo sólo mientras me afectaban a mí. Solía reírme de sor Carlotta porque ella se preocupaba tanto.
Pero sí le importaba. Se mantenía alerta durante sus viajes. Prestaba atención. Se dijo que era para saber si estaría a salvo. Ahora, sin embargo, con muchos más motivos para preocuparse por su seguridad, descubrió que todo el asunto de Peter y Aquiles era fundamentalmente aburrido. Peter fue un tonto al pensar que podía controlar a Aquiles, un tonto por confiar en una fuente china en semejante asunto. Qué bien debía de comprender Aquiles a Peter, para saber que lo rescataría en vez de matarlo. Pero ¿por qué no debería Aquiles comprender a Peter? Lo único que tenía que hacer era pensar en lo que haría él, si estuviera en la posición de Peter, pero fuera más tonto.
Con todo, aunque le aburría, el reportaje del vid empezó a tener sentido cuando se combinaba con las cosas que Bean ya sabía. La historia que contaban era ridícula, por supuesto, obviamente una maniobra de desinformación por parte de Aquiles, aunque todas las naciones eran un clamor que exigía investigaciones: China, Rusia, Francia. Lo que parecía ser cierto era que Peter y sus padres escaparon del
compuesto del Hegemón en Ribeirao Preto justo antes del amanecer de esta mañana, fueron en coche hasta Araraquara, luego volaron a Montevideo, donde recibieron permiso oficial para volar hasta Estados Unidos como invitados del gobierno norteamericano.
Era posible, desde luego, que su súbita huida se hubiera visto precipitada por algo que hizo Aquiles o por alguna información que descubrieran sobre los planes inmediatos de Aquiles. Pero Bean estaba razonablemente seguro de que estos acontecimientos habían sido provocados por los e-mails que Petra y él habían enviado esta mañana temprano, cuando recibieron el mensaje de Han Tzu.
Al parecer los Wiggin habían estado levantados hasta muy tarde o se despertaron muy temprano, porque debieron de recibir las cartas casi al mismo tiempo que fueron enviadas. Las recibieron, descifraron el mensaje, advirtieron las implicaciones del soplo de Han Tzu, y luego, increíblemente, convencieron a Peter para que prestara atención y escapara sin un momento de vacilación.
Bean había asumido que pasarían días antes de que Peter advirtiera el significado de lo que le habían revelado. Parte del problema sería su relación con sus padres. Bean y Petra sabían lo listos que eran los Wiggin, pero la mayoría de la gente de la Hegemonía no tenían ni idea, menos que nadie Peter. Bean trató de imaginar la escena cuando le explicaron que se había dejado engañar por Aquiles. ¿Peter, creyendo a sus padres cuando le dijeron que había cometido un error? Impensable.
Y sin embargo debió de creerlos inmediatamente. O lo drogaron.
Bean se echó a reír ante la idea, y luego apartó la mirada del vid Porque el taxi giraba bruscamente.
Se desviaban de la calle principal a una secundaria. Eso no debería ser así.
Por reflejo, Bean abrió la puerta e intentaba salir cuando el conductor sacó la pistola del asiento y le apuntó con ella. La bala zumbó sobre su cabeza mientras Bean golpeaba el suelo y echaba a rodar. El taxi se detuvo y el conductor bajó para terminar el trabajo.
Abandonando su bolsa, Bean consiguió llegar a la esquina. Pero nunca llegaría lo bastante lejos calle abajo (y además no había peatones, pues estaban en la zona de almacenes) para escapar del alcance de una bala cuando el conductor le siguiera.
Otro disparo estuvo a punto de alcanzarlo cuando rodeaba el edificio. Pensó en apretujarse contra la pared, con la esperanza de que el pistolero fuera lo bastante estúpido y doblara la esquina sin mirar.
Pero eso no funcionaría, porque el taxi que estaba segundo en la fila apareció en la curva ante él y el conductor alzaba su propia pistola para apuntar a Bean.
Bean se lanzó al suelo y dos balas alcanzaron la pared donde estaba antes. Por pura casualidad, su salto lo llevó directamente delante del primer conductor, que fue en efecto lo bastante estúpido para doblar la esquina corriendo a toda velocidad. Tropezó con Bean y cuando chocó contra el suelo la pistola se le escapó de la mano.
Bean podría haberse abalanzado hacia la pistola, pero el segundo conductor ya casi había bajado del taxi y podría dispararle antes de que la cogiera. Así que Bean corrió hacia el primer taxi, que esperaba en la calle lateral. ¿Podría interponer el taxi entre él y los pistoleros antes de que pudieran volver a dispararle?
Sabía que no. Pero no podía hacer otra cosa sino intentarlo, y esperar que, como los tipos malos en los vids, no supieran disparar y fallaran siempre. Y cuando subiera al taxi para escapar, estaría muy bien si el tapizado del asiento del conductor estuviera hecho de ese tejido milagroso que detiene las balas que atraviesan el parabrisas trasero.
Pop. Pop-pop. Y luego... el ratatat de un arma automática. Los dos taxistas no tenían armas automáticas.
Bean ya había rodeado el taxi y se mantenía agachado. Para su sorpresa, no había ningún taxista en la esquina apuntándolo. Quizá lo estaban hacía un momento, pero ahora estaban tirados en el suelo, cosidos a balazos y manchando el pavimento con copiosas cantidades de sangre.
Y en la esquina aparecieron dos hombres de aspecto indonesio, uno con una pistola y otro con una pequeña arma automática de plástico. Bean reconoció el diseño israelí, porque ésa era el arma que su pequeño ejército utilizaba en misiones donde tenían que ocultar sus armas el mayor tiempo posible.
.—¡Venga con nosotros! —gritó uno de los indonesios.
Bean pensó que probablemente era buena idea. Ya que el intento de asesinato incluía un asesino de apoyo, podría incluir más, y cuanto más pronto saliera de aquí, mejor.
Naturalmente, no sabía nada de estos indonesios, ni de por qué habían aparecido en este momento para salvarle la vida, pero el heno de que tuvieran armas y no le estuvieran disparando implicaba que de momento, al menos, eran sus mejores amigos.
Cogió su bolsa y echó a correr. La puerta trasera de un vulgar coche alemán estaba abierta, esperándolo. En el momento en que entró, dijo:
—Mi esposa... va en otro taxi.
—Está a salvo —dijo el hombre del asiento trasero, el que llevaba el arma automática—. Su conductor es uno de los nuestros. Muy buena elección de taxi para ella. Mala elección para usted.
—¿Quiénes son ustedes?
—Inmigrante indonesio —dijo el conductor con una mueca.
—Musulmán —dijo Bean—. ¿Los envía Alai?
—No, no es mentira.* Verdad —dijo el hombre.
Bean no se molestó en corregirlo. Si el nombre Alai no significaba nada para él,
¿qué sentido tenía presionar sobre el tema?
—¿Dónde está Petra? ¿Mi esposa?
—Camino del aeropuerto. No va a usar el billete que usted le dio. —El hombre del asiento trasero le tendió un billete de avión—. Ella va aquí.
Bean miró su billete. Damasco.
Al parecer la misión de Ambul había salido bien. Damasco era, para todo, la capital del mundo musulmán. Aunque Alai hubiera desaparecido de escena, era improbable que estuviera en otro sitio.
—¿Vamos allí como invitados? —preguntó Bean.
—Turistas.
—Bien —dijo Bean—. Porque dejamos algo en el hospital que tal vez tengamos que recuperar.
Aunque era obvio que la gente de Aquiles (o quien fuera) sabían todo lo que habían estado haciendo en el Hospital Femenino. De hecho... casi no había ninguna posibilidad de que nada suyo quedará ya en el hospital.
Miró al hombre del asiento trasero. Estaba sacudiendo la cabeza.
*Juego de palabras intraducibie. Alai suena igual que «es mentira», a lie. (N. del T.)
—Lo siento, me dijeron cuando paramos aquí y matamos a los tipos por usted, guardia de seguridad robó lo que dejaron allí.
Por supuesto. No te abres paso a tiros con un guardia de seguridad. Tan sólo lo contratas.
Y ahora todo estuvo claro para él. Si Petra hubiera subido al primer taxi, no habría sido un asesinato, sino un secuestro. No pretendían matar a Bean... eso no era más que un añadido. Lo que pretendían era conseguir sus bebés.
Bean sabía que no los habían seguido hasta aquí. Los habían traicionado desde el principio. Volescu. Y si Volescu estaba en el ajo, entonces los embriones robados probablemente tenían la Clave de Anton después de todo. No había ningún motivo concreto para que nadie quisiera sus bebés si no había al menos una posibilidad de que fueran portentos como lo era Bean.
Las pruebas de Volescu eran probablemente un fraude. Volescu probablemente no tenía ni idea de cuál embrión tenía la Clave de Anton y cuál no. Los implantarían en madres de alquiler y luego ya verían qué pasaba cuando nacieran.
Bean se había dejado engañar por Volescu igual que Peter se había dejado engañar por Aquiles. Pero no podía decirse que hubiera confiado en Volescu. Simplemente habían confiado en que no estuviera conchabado con Aquiles.
Aunque no tenía por qué ser con él.
El hecho de que Aquiles hubiera sido el secuestrador del grupo de Ender no significaba que fuera el único secuestrador posible en el mundo. Los hijos de Bean, si tenían sus dones, serían anhelados por cualquier nación ambiciosa o por cualquier líder militar. Si los criaban sin saber nada de sus padres reales y los entrenaban aquí en la Tierra tan intensamente como Bean y los otros niños habían sido entrenados en la Escuela de Batalla, para cuando tuvieran nueve o diez años se les podría poner al mando de secciones de tácticas y estrategia.
Podría incluso ser un plan empresarial. Tal vez Volescu hizo esto solo, contrató pistoleros, sobornó al guardia de seguridad, para poder vender los bebés más tarde al mayor postor.
—Malas noticias, lo siento —dijo el hombre del asiento trasero—. Pero todavía tiene un bebé, ¿no? Dentro de su esposa, ¿verdad?
—Todavía hay uno —dijo Bean. Si tenían buena suerte. Cosa que no parecía ser la tendencia en este momento.
Con todo, ir a Damasco... Si Alai los estaba realmente tomando bajo su protección, Petra estaría a salvo allí. Petra y tal vez un niño... que podría tener la Clave de Anton después de todo, podría estar condenado a morir sin llegar jamás a cumplir los veinte años. Al menos ellos dos estarían a salvo.
Pero los otros estarían ahí fuera, hijos de Petra y de Bean que serían criados por desconocidos, como herramientas, como esclavos.
Había nueve embriones. Uno había sido implantado, y tres fueron eliminados. Eso dejaba a cinco en posesión de Volescu o de Aquiles o de quienquiera que se los hubiera llevado. A menos que Volescu hubiera encontrado un modo de quedarse con los tres que supuestamente había eliminado, intercambiando los contenedores. Podría haber ocho embriones desaparecidos.
Pero probablemente no, probablemente sólo eran los cinco que conocían. Bean y Petra estaban observando a Volescu con demasiada atención para que pudiera haberse escapado con los primeros tres, ¿verdad?
Por pura fuerza de voluntad, Bean apartó sus pensamientos de preocupaciones sobre las que no podía hacer nada en este momento, y controló su situación.
—Gracias —les dijo a los hombres del coche—. Fui descuidado. Sin ustedes,
estaría muerto.
—Descuidado no —dijo el hombre del asiento trasero—. Joven y enamorado. Su esposa lleva un niño en su interior. Es tiempo de esperanza.
Seguido inmediatamente, advirtió Bean, por un tiempo de desesperación. Nunca debería haber accedido a engendrar hijos, no importaba cuánto lo quisiera Petra, no importaba cuánto amara a Petra, no importaba cuánto ansiara él también tener retoños, una familia. Tendría que haberse mantenido firme, porque entonces esto no habría sido posible. No habría habido nada para que sus enemigos se lo robaran. Petra y él todavía seguirían escondiéndose, sin ser detectados, porque nunca hubieran tenido que acudir a una serpiente como Volescu.
—Los bebés son buenos —dijo el hombre del asiento trasero— Te asustan, te vuelven loco. Alguien se lleva a los bebés, alguien les hace daño, y te vuelves loco. Pero son buenos de todas formas. Los bebés son buenos.
Sí. Bien. Tal vez Bean viviría lo suficiente para experimentar eso y tal vez no.
Porque ahora conocía la obra de su vida, durante el tiempo que le quedara antes de morir de gigantismo.
Tenía que recuperar a sus bebés. Debieran haber existido o no ahora sí que existían, cada uno con su propia identidad genética separada, cada uno vivo. Hasta que se los llevaron, no habían sido para él más que células en una solución: lo único que importaba era que uno sería implantado en Petra, el que crecería y se convertiría en parte de su familia. Pero ahora importaban todos. Ahora todos estaban vivos para él, porque otra persona los tenía y pretendía utilizarlos.
Incluso sentía pesar por los que habían sido eliminados. Aunque las pruebas hubieran sido reales, aunque hubieran tenido la Clave de Anton, ¿qué derecho tenía a quebrar su identidad genética, sólo porque de manera oh-tan-altruista quería aliviarles la pena de una vida tan corta como la suya?
De repente advirtió lo que estaba pensando. Lo que significaba.
Sor Carlotta, siempre quisiste que me convirtiera en cristiano... y no sólo cristiano, sino católico. Bueno, aquí estoy, pensando que desde que esperma y óvulo se combinan son una vida humana, y está mal hacerles daño.
Bueno, no soy católico, y no es malo querer niños que crezcan para tener una vida plena en vez de esta quinta parte de vida a la que yo estoy condenado.
¿Pero en qué me diferencié, al eliminar esos tres embriones, de Volescu? Él eliminó veintidós, yo a tres. Él esperó a que casi tuvieran dos años en su desarrollo (la gestación más un año), pero al final, ¿es realmente tan distinto?
¿Lo condenaría sor Carlotta por eso? ¿Había cometido un pecado mortal?
¿Estaba recibiendo tan sólo lo que se merecía, perdiendo cinco porque había eliminado conscientemente a tres?
No, no podía imaginársela diciéndole eso. Ni siquiera pensándolo ella misma. Se alegraría de que hubiera decidido tener un hijo. Se alegraría si Petra estaba realmente embarazada.
Pero también estaría de acuerdo con él en que los cinco que ahora estaban en otras manos, los cinco que podrían ser implantados en otra persona y convertidos en bebés... no podía dejarlos perder. Tenía que encontrarlos y salvarlos y llevarlos a casa.