Del oscuro abismo surgió una afilada y tranquila voz:
—Pequeño Siete, tú eres el más astuto. Puedes hacerte cargo de este asunto, deshazte del intruso.
—Sí, reverendo Maestro —respondió sin dudar el joven apuesto.
—Ve entonces.
Justo en el momento en el que pronunció esas palabras, las placas de metal se alzaron nuevamente y cerraron herméticamente el pasillo. Solo entonces los que estaban reunidos suspiraron aliviados, pues aunque eran los discípulos más cercanos al Maestro, seguían aterrorizados cuando estaba cerca. Esto era porque a cualquier discípulo que se había atrevido a ofenderlo lo había torturado hasta la muerte sin la posibilidad de renacer jamás.