La luz del mediodía bañaba el bosque, transformando el verde oscuro en destellos dorados que saltaban entre las hojas. Marisel se adentraba cada vez más en la espesura, como si una fuerza invisible la guiara hacia lo desconocido. Los sonidos del caserío se habían desvanecido, la calma del bosque era ahora su único refugio. Sus pasos eran suaves, calculados, como si temiera perturbar la paz sagrada que allí habitaba.
Con cada paso, Marisel sentía cómo el peso de su compromiso se diluía. Aquel hombre, su prometido, le parecía una sombra lejana, un eco que se perdía entre los murmullos de las hojas. No podía entender por qué alguien como él había sido elegido para ser su destino, por qué su madre había sellado su vida con un hombre que no amaba. El fondo de su ser, sabía que esa unión era más una sentencia que una bendición, que los únicos que realmente ganaban eran sus padres.
La tierra bajo sus pies era suave y húmeda, Marisel se sentía como si cada centímetro del bosque le susurrara, ofreciéndole consuelo y fuerza. Las raíces se enroscaban en el suelo como arterias antiguas, cargadas de secretos y memorias que se hundían en el pasado. Ella sentía una conexión profunda, una intuición que la invitaba a seguir adelante.
Mientras avanzaba, la presencia que había percibido antes volvía a manifestarse. No era sólo una sensación de vigilancia; era algo más íntimo, casi como una caricia invisible que recorría su piel y la hacía estremecer. El viento susurraba en sus oídos, y en esos susurros creyó escuchar un nombre, un eco que la llamaba desde lo profundo.
Marisel detuvo sus pasos, dejando que el silencio del bosque la envolviera. El nombre resonaba en su mente, familiar y desconocido al mismo tiempo. Se preguntaba quién o qué era, y por qué el sonido de esa palabra hacía que su corazón latiera con fuerza. Sin poder explicarlo, sentía una especie de añoranza, una necesidad de encontrar a esa entidad desconocida que parecía llamarla desde las sombras.
En ese momento, en lo profundo del bosque, alguien la observaba. La mística criatura de cabello blanco como cenizas y ojos azules intensos se encontraba a pocos metros de la humana, oculta entre la vegetación. Su piel, pálida como la luna, brillaba débilmente bajo la luz filtrada, y sus movimientos eran ligeros, casi imperceptibles. Es figura era de una raza que pocos conocían, seres antiguos que habitaban en los bosques y custodiaban los secretos de la naturaleza. Durante mil años, había vivido en soledad, guardando su mundo del avance insaciable de los hombres.
Pero aquella humana despertaba en ella una inquietud extraña, una chispa que se encendía en su pecho y que no podía ignorar. La curiosidad le carcomía, y a pesar de su desconfianza hacia la raza humana, algo en Marisel le resultaba familiar, como si el destino hubiera trazado un lazo invisible entre ambas.
La figura cerró los ojos, sintiendo el latido de la tierra bajo sus pies, un latido que se entrelazaba con el de Marisel. En ese instante, supo que no podría permanecer al margen, que esa humana no era una intrusa cualquiera. El bosque había guiado a Marisel hacia ella, y el peso de los siglos parecía empujarla a acercarse, a descubrir la razón de ese encuentro inesperado.
Marisel, por su parte, continuaba caminando, cada vez más absorta en sus pensamientos. Los árboles parecían inclinarse a su paso, como si quisieran susurrarle secretos olvidados. Las flores se agitaban al roce de sus dedos, y los pájaros la miraban desde las alturas, curiosos y expectantes. En sus ojos marrones se reflejaba la fascinación por ese mundo que comenzaba a sentir como propio.
De pronto, al girar en un claro, la figura apareció ante ella, apenas un destello entre los troncos. Marisel parpadeó, confundida, pero al instante la figura desapareció como un espejismo en medio de la bruma. Sin embargo, algo en su interior le decía que no estaba sola, que había alguien más compartiendo ese espacio sagrado.
Con cautela, Marisel se acercó al lugar donde creyó ver la silueta. El silencio era absoluto, y podía escuchar el latido acelerado de su propio corazón. Sentía una mezcla de temor y excitación, una tensión que recorría su cuerpo y la mantenía alerta. Era como si el bosque mismo la empujara hacia adelante, hacia ese punto desconocido.
La figura oculta detrás de un árbol, observaba cada uno de los movimientos de la humana. Su corazón, normalmente apacible, palpitaba con fuerza y una emoción desconocida se apoderaba de ella. Sabía que debía permanecer oculta, que acercarse a una humana era un riesgo, pero algo en Marisel le resultaba imposible de ignorar.
Con un último vistazo, se desvaneció entre las sombras, dejando tras de sí un rastro apenas perceptible, una fragancia suave que Marisel captó sin entender de dónde provenía. La joven cerró los ojos y aspiró profundamente, dejándose envolver por aquel aroma indescriptible que le provocaba una sensación de nostalgia y deseo. Era como si esa presencia invisible hubiera dejado una marca en su alma, un anhelo que la impulsaba a seguir adelante.
La noche comenzaba a caer, y Marisel decidió detenerse bajo la sombra de un árbol inmenso, cuyas ramas parecían abrazarla. Se recostó sobre el tronco y miró hacia el cielo, donde las primeras estrellas aparecían tímidamente. Sus pensamientos revoloteaban en torno a la figura misteriosa que había vislumbrado, a esa presencia que, sin saberlo, ya se había incrustado en su corazón.