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60.59% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 143: LA SOMBRA DEL HEGEMON .-15.-Asesinato

บท 143: LA SOMBRA DEL HEGEMON .-15.-Asesinato

A: Graff%pilgrimage@colmin.gov

De: Carlotta%ágape@vaticano.net/ordenes/hermanas/ind

Asunto: Por favor envíe

El archivo adjunto está codificado. Por favor espere doce horas después del momento de envío y si no tiene noticias mías, por favor envíelo a Bean. Él sabrá la clave.

Tardaron menos de cuatro horas en asegurar e inspeccionar toda la base del alto mando de Bangkok. Los expertos en informática trataban de averiguar con quién se había comunicado Naresuan en el exterior, y si estaba relacionado con una potencia extranjera o si se trataba de una aventura privada. Cuando Suriyawong terminó su trabajo con el primer ministro, fue solo al barracón donde esperaba Bean.

La mayor parte de los soldados de Bean habían regresado ya, y Bean les había ordenado a casi todos que se acostaran. Seguía viendo las noticias, algo aburrido: no decían nada nuevo, así que sólo le interesaba cómo los presentadores le daban vueltas al terna. En Tailandia, todo estaba cargado de fervor patriótico. En el extranjero, naturalmente, era otro cantar. Todas las emisoras en Común se mostraban escépticas hacia la idea de que agentes indios hubieran planeado un intento de asesinato.

—¿Por qué querría la India provocar a Tailandia para que entre en la guerra?

—Saben que Tailandia intervendrá, lo pida Birmania o no, así que consideraron que tenían que privar a Tailandia de su mejor graduado de la Escuela de Batalla.

—¿Un solo niño es tan peligroso?

—Tal vez debería preguntárselo usted a los fórmicos, si es que encuentra a alguno.

Y así una y otra vez, todo el mundo intentando parecer inteligente, o al menos más inteligente que los gobiernos indio y tailandés, el juego al que siempre jugaban los medios de comunicación. Lo que a Bean

le importaba era cómo afectaría esto a Peter. ¿Había alguna mención a la posibilidad de que Aquiles

estuviera controlando los hilos en la India? Ninguna. ¿Algo sobre el movimiento de tropas pakistaníes cerca de Irán? La «bomba de Bangkok» había hecho desaparecer esa historia de las ondas. Nadie reflexionaba sobre sus implicaciones globales. Mientras la F.I. estuviera allí para impedir que las nucleares saltaran por los aires, era sólo política, como solía suceder en el sur de Asia.

Pero no era así. Todo el mundo estaba tan ocupado tratando de parecer sabio y tranquilo que nadie se levantaba a gritar que esos acontecimientos eran completamente distintos a todo lo que había sucedido antes. La nación más poblada del mundo se había atrevido a dar la espalda a su enemigo ancestral e invadir un pequeño y débil país al este. Ahora la India atacaba Tailandia. ¿Qué significaba eso? ¿Cuál era el objetivo de la India? ¿Y qué posible beneficio podría haber?

¿Por qué no hablaban de esas cuestiones?

—Bueno —dijo Suriyawong—. Creo que no voy a dormir en una temporada.

—¿Todo despejado?

—Más bien todo el mundo que trabajó cerca del chakri ha sido enviado a casa y puesto en arresto domiciliario mientras continúa la investigación.

—Eso significa todo el alto mando.

—En realidad no —dijo Suriyawong—. Los mejores comandantes siguen en su puesto, cumpliendo sus funciones. Uno de ellos será nombrado chakri en funciones.

—Deberían darte el puesto.

—Deberían, pero no lo harán. ¿No tienes hambre?

—Es tarde.

—Esto es Bangkok.

—Bueno, en realidad no —señaló Bean—. Es una base militar.

—¿Cuándo llega el vuelo de tu amiga?

—Mañana al amanecer.

—Vaya. Estará muerta de cansancio. ¿Vas a reunirte con ella en el aeropuerto?

—No lo había pensado.

—Vamos a cenar —dijo Suriyawong—. Los oficiales lo hacen constantemente. Podemos llevarnos a un par de soldados para asegurarnos de que no nos echan por ser niños.

—Aquiles no va a renunciar a la idea de matarme. —De matarnos. Esta vez nos apuntó a los dos. — Puede que tenga un equipo de refuerzo.

—Bean, tengo hambre. ¿Y tú? —Suriyawong se volvió hacia los miembros del pelotón que le habían acompañado—. ¿Vosotros tenéis hambre?

—En realidad no —respondió uno de ellos—. Cenamos a la hora normal.

—Yo tengo sueño —dijo otro.

—¿Hay alguien lo bastante despierto para acompañarnos a la ciudad? Inmediatamente todos ellos dieron un paso al frente.

—Nunca le preguntes a unos soldados perfectos si quieren proteger a su oficial al mando —dijo Bean.

—Ordena a un par de ellos que nos acompañen y deja que los demás duerman—dijo Suriyawong.

—Sí, señor —dijo Bean. Se volvió hacia los hombres—. Quiero sinceridad. ¿Cuál de vosotros lo notará menos si no duerme lo suficiente esta noche?

—¿Se nos permitirá dormir mañana? —preguntó uno.

—Sí—aseguró Bean—. Es cuestión de cuánto os afecta perder el ritmo.

—Yo estaré bien.

Otros cuatro dijeron lo mismo, así que Bean eligió a los dos más cercanos.

—Dos de vosotros montad guardia dos horas más, y luego volved a la rotación normal del turno.

Fuera del edificio, con sus dos guardaespaldas caminando a cinco metros tras ellos, Bean y Suriyawong tuvieron la oportunidad de hablar a sus anchas, pero primero Suriyawong tenía que averiguar una cuestión.

—¿De verdad mantienes una rotación de guardia incluso aquí en la base?

—¿He hecho mal?

—Claro que no, pero... sí que eres bastante paranoico.

—Sé que tengo un enemigo que desea mi muerte. Un enemigo que va saltando de una posición de poder a otra.

—Más poderoso cada vez —asistió Suriyawong—. En Rusia, no tenía potestad para empezar una guerra.

—Tal vez en la India tampoco la tenga.

—Hay una guerra. ¿Dices que no es suya?

—Es suya —dijo Bean—. Pero probablemente aún tiene que persuadir a los adultos para que lo acompañen.

—Si ganas unas pocas guerras, seguro que te dan tu propio ejército.

—Y si ganas unas pocas más, acabarán entregándote el país —concluyó Bean—. Como demostraron

Napoleón y Washington.

—¿Cuántas hay que ganar para conquistar el mundo? Bean dejó la pregunta en el aire.

—¿Por qué ha querido matarnos? —preguntó Suriyawong—. Creo que tienes razón, que esta operación al menos ha sido cosa de Aquiles. El gobierno indio no actúa de este modo. La India es una

democracia: matar a niños no está bien visto. No hay manera de que aprobaran eso.

—Puede que ni siquiera fuera la India —dijo Bean—. En realidad no sabemos nada.

—Excepto que es Aquiles. Piensa en las cosas que no acaban de encajar. Una estrategia de campaña evidente y de segunda fila que probablemente podremos deshacer de un plumazo. Un asunto desagradable como éste sólo puede ensuciar la reputación de la India en el resto del mundo.

—Desde luego, no está actuando en función de los intereses de la India —dijo Bean—. Pero ellos creen que sí; en efecto es Aquiles quien hizo ese trato con Pakistán. Está actuando para sí mismo. Y ya entiendo qué gana secuestrando al grupo de Ender y tratando de matarte.

—¿Eliminar rivales?

—No. Hace que los graduados de la Escuela de Batalla parezcan las armas más importantes de la guerra.

—Pero él no es un graduado de la Escuela de Batalla.

—Estuvo en la Escuela, y tiene la misma edad. No quiere esperar para convertirse en el rey del mundo. Quiere que todo el mundo crea que un niño debería liderarlos. Si merece la pena matarte, si merece la pena secuestrar al grupo de Ender...

Eso también actúa en beneficio de Peter Wiggin, advirtió Bean. No asistió a la Escuela de Batalla, pero si los niños son líderes mundiales plausibles, su propio historial como Locke lo sitúa por delante de cualquier otro contendiente. La capacidad militar es una cosa. Terminar la Guerra de las ligas era una cualificación mucho más fuerte que anulaba por completo al «psicópata expulsado de la Escuela de Batalla».

—¿Crees que eso es todo? —preguntó Suriyawong.

—¿Qué es todo? —preguntó Bean. Había perdido el hilo—. Oh, quieres decir si eso explica por qué Aquiles te quiere muerto. No lo sé. Tal vez. Pero no nos dice por qué está llevando a la India a una guerra mucho más cruenta de lo necesario.

—¿Qué te parece esto? Haz que todo el mundo tema lo que traerá la guerra, así querrán reforzar la

Hegemonía para impedir que la guerra se extienda.

—Está bien, pero nadie va a proponer a Aquiles como Hegemón.

—Buen argumento. ¿Estamos descartando la posibilidad de que Aquiles sea estúpido sin más?

—Sí, ésa no es una posibilidad que debamos tener en cuenta.

—¿Qué hay de Petra? ¿Y si lo ha engañado para que siga esta estrategia tan estúpida?

—Es posible, aunque no es nada fácil engañar a Aquiles. No sé si Petra podría mentirle. Nunca la he visto mentirle a nadie. No sé si sería capaz.

—¿Nunca la has visto mentir a nadie? —preguntó Suriyawong. Bean se encogió de hombros.

—Al final de la guerra nos hicimos buenos amigos, y sé que es sincera. Puede que se contenga a veces, pero te dice lo que piensa. Nada de trucos. La puerta está abierta o está cerrada.

—Para mentir hace falta práctica —observó Suriyawong.

—¿Como el chakri?

—No se llega a ese puesto por pura habilidad militar. Tienes que parecer muy competente ante un montón de gente, además de ocultar muchas de las cosas que haces.

—No estarás sugiriendo que el gobierno de Tailandia está corrompido —dijo Bean.

—Estoy sugiriendo que el gobierno de Tailandia es político. Espero que esto no te sorprenda, porque había oído decir que eras inteligente.

Tomaron un coche para ir a la ciudad: Suriyawong siempre había tenido la autoridad para requisar un coche y un conductor, pero hasta el momento nunca la había utilizado.

—¿Dónde comemos? —preguntó Bean—. No es que lleve encima una guía de restaurantes.

—Crecí en una familia con mejores chefs que ningún restaurante.

—¿Entonces vamos a tu casa?

—Mi familia vive cerca de Chiang Mai.

—Eso va a ser zona de batalla.

—Por eso pienso que están en Vientiane, aunque las reglas de seguridad les impiden decírmelo. Mi padre dirige una red de fábricas de munición. —Suriyawong sonrió—. Tuve que asegurarme de desviar algunos de esos trabajos de defensa para mi familia.

—En otras palabras, era el mejor hombre para la tarea.

—Mi madre era mejor, pero esto es Tailandia. Nuestro idilio con la cultura occidental terminó hace un siglo.

Terminaron preguntando a los soldados, y como ellos sólo conocían el tipo de lugar que podían permitirse pagar, acabaron cenando en un diminuto restaurante abierto toda la noche en una parte de la ciudad que no era la peor, pero tampoco la más bonita. Y la comida fue tan barata que les pareció

prácticamente gratis.

Suriyawong y los soldados devoraron cuanto les sirvieron como si fuera lo mejor que hubieran probado jamás.

—¿No es magnífico? —preguntó Suriyawong—. Cuando mis padres tenían visita y saboreaban todas esas exquisiteces en el comedor, los niños comíamos en la cocina, como los criados. Esta comida.

Comida de verdad.

Sin duda por eso a los estadounidenses les encantaba lo que comían en el Ñam-Ñam de Greensboro. Recuerdos de la infancia. Comida que sabía a seguridad, y amor y recompensas por haberse portado bien. Si te lo comes, saldremos a dar un paseo. Bean no tenía esos recuerdos, por supuesto. No sentía ninguna nostalgia de los envoltorios de papel que recogía del suelo, ni de lamer el azúcar del plástico y luego intentar recuperar la que se le había quedado pegada a la nariz.

¿De qué sentía nostalgia? ¿De la vida en la «familia de Aquiles? ¿De la Escuela de Batalla? Probablemente

no. Y su estancia con su familia en Grecia había llegado demasiado tarde para formar parte de sus recuerdos de la infancia. Le gustaba estar en Creta, amaba a su familia, pero no, los únicos buenos recuerdos infantiles eran el apartamento de sor Carlotta, cuando ella lo recogió de la calle, y le

proporcionó alimento y seguridad, y le ayudó a prepararse para los exámenes de la Escuela de Batalla...

su billete de salida de la Tierra, para ponerse a salvo de Aquiles.

Fue la única vez en su infancia en que se sintió a salvo. Y aunque no lo había imaginado ni lo había comprendido en aquel momento, también se sintió amado. Si pudiera sentarse en algún restaurante y degustar una comida como las que sor Carlotta preparaba en Rotterdam, probablemente sentiría lo

mismo que sentían aquellos estadounidenses en Ñam-Ñam, o los tailandeses en ese local.

—A nuestro amigo Borommakot en realidad no le gusta la comida —dijo Suriyawong. Habló en tailandés, pero Bean había aprendido bastante el idioma, y los soldados no se sentían tan cómodos usando el Común.

—Puede que no le guste —observó un soldado—, pero le está haciendo crecer.

—Pronto será tan alto como tú —dijo el otro.

—¿Cuánto crecen los griegos? —preguntó el primero. Bean se quedó de piedra.

Suriyawong también.

Los dos soldados se miraron algo alarmados.

—¿Qué, veis algo?

—¿Cómo sabías que es griego? —preguntó Suriyawong.

Los soldados se miraron el uno al otro y luego contuvieron la sonrisa.

—Supongo que no son estúpidos —dijo Bean.

—Todos vimos los vids de la guerra Insectora, vimos tu cara, ¿crees que no eres famoso? ¿No lo sabías?

—Pero nunca dijisteis nada.

—Eso habría sido una falta de cortesía.

Bean se preguntó cuánta gente lo había identificado en Araraquara y Greensboro, pero fueron demasiado amables para decir nada.

Eran las tres de la madrugada cuando llegaron al aeropuerto. El avión debía llegar a las seis. Bean estaba demasiado nervioso para dormir. Se asignó la guardia, y dejó que los soldados y Suriyawong durmieran.

Fue Bean quien advirtió entonces el revuelo de actividad, unos cuarenta y cinco minutos antes de que

se anunciara la llegada del vuelo. Se levantó y fue a preguntar qué pasaba.

—Por favor, espera, haremos un anuncio —dijo el encargado de los billetes—. ¿Dónde están tus padres? ¿Están aquí?

Bean suspiró. Se acabó la fama. Al menos habrían reconocido a Suriyawong. De todas formas, era poco probable que quienes estaban de servicio esa noche hubiesen oído la noticia del intento de

asesinato, así que no habrían visto la cara de Suriyawong aparecer en los vids una y otra vez. Fue a

despertar a uno de los soldados para que averiguara, de adulto a adulto, qué pasaba.

Probablemente, gracias al uniforme consiguió información que el empleado no habría revelado a un civil. Volvió con aspecto sombrío.

—El avión se ha estrellado —anunció.

Bean sintió que le daba un vuelco el corazón. ¿Aquiles? ¿Había encontrado un modo de llegar a sor

Carlotta? Imposible. ¿Cómo iba a saberlo? No podía estar controlando todos los vuelos del mundo.

De pronto recordó el mensaje que había enviado a través del ordenador del barracón. El chakri podría haberlo visto si no estaba ya arrestado. Tal vez tuvo tiempo para transmitir la información a Aquiles, o al intermediario que empleare. ¿Cómo si no podría haber sabido Aquiles que Carlotta venía de camino?

—Esta vez no es él —dijo Suriyawong, cuando Bean le dijo lo que estaba pensando—. Hay razones de sobra para que un avión desaparezca del radar.

—No dicen que haya desaparecido —insistió el soldado—. Dicen que se ha estrellado. Suriyawong parecía verdaderamente afectado.

—Borommakot, lo siento.

Entonces se dirigió a un teléfono y contactó con el despacho del primer ministro. Ser el orgullo y la alegría de Tailandia y haber salido con vida de un intento de asesinato tenía sus ventajas. En unos minutos los escoltaron a la sala de reuniones del aeropuerto, donde ya se hallaban agentes del gobierno, militares, autoridades de aviación y agencias de investigación de todo el mundo.

El avión había caído en el sur de China. Era un vuelo de Air Shanghai, y China trataba el tema como un asunto interno, negándose a permitir que investigadores externos acudieran al sitio del accidente. Pero los satélites de tráfico aéreo tenían la historia: se produjo una gran explosión y el avión había

quedado reducido a fragmentos antes de llegar al suelo. No había supervivientes.

Sólo quedaba una leve esperanza. Tal vez ella no había hecho alguna conexión a tiempo. Tal vez no viajara a bordo.

Pero sí estaba.

Podría haberla detenido, pensó Bean. Cuando accedí a confiar en el primer ministro sin esperar a que llegara Carlotta, podría haberle enviado un mensaje de inmediato para que volviera a casa. En cambio esperé y me puse a ver los vids y luego salí a pasar la noche en la ciudad, porque quería verla, porque había estado asustado y necesitaba tenerla a mi lado.

Porque era demasiado egoísta para pensar en el peligro al que la estaba exponiendo. Ella viajaba usando su propio nombre: algo que nunca había hecho cuando estaban juntos. ¿Era culpa suya?

Sí. Porque la había llamado con tanta urgencia que ella no tuvo tiempo de hacer las cosas de manera encubierta. Hizo que el Vaticano dispusiera su vuelo, y eso fue todo. El final de su vida.

El final de su ministerio, así era como lo consideraba. Los trabajos que quedaban por hacer. El trabajo que alguien más tendría que continuar.

Todo lo que Bean había hecho, desde que ella lo había encontrado, había sido robarle tiempo,

impedir que hiciera las cosas que importaban de verdad en su vida. Le había obligado a hacer su trabajo a la carrera, oculta, por su bien. Cada vez que él la necesitaba, ella lo dejaba todo. ¿Qué había hecho para merecerlo? ¿Qué le había dado a cambio? Ahora había interrumpido su trabajo de forma permanente. Seguro que Carlotta hubiese estado muy molesta. Pero incluso así, si pudiera hablar con ella, Bean sabía lo que le diría.

Siempre ha sido decisión mía, diría. Eres parte del trabajo que Dios me encomendó. La vida termina, y no temo regresar a Dios. Sólo temo por ti, porque sigues siendo un extraño para Él.

Ojalá pudiera creer que de algún modo seguía viva, que estaba en compañía de Poke, tal vez,

cuidando de ella como cuidó de Bean hacía tantos años. Y las dos riéndose y recordando la torpeza de

Bean, que siempre conseguía que mataran a la gente.

Alguien le tocó el brazo.

—Bean —dijo Suriyawong—. Bean, vamos a sacarte de aquí.

Bean se dio cuenta de que tenía las mejillas húmedas de lágrimas.

—Me quedo.

—No —dijo Suriyawong—. Aquí ya no va a pasar nada. Vamos a la residencia de oficiales, adonde se dirigen los diplomáticos.

Bean se secó los ojos con la manga, sintiéndose como un crío al hacerlo delante de sus hombres. Pero no importaba: sería mucho peor tratar de ocultar un signo de debilidad o pedirles patéticamente que no se lo contaran a nadie. Hizo lo que hizo, ellos vieron lo que vieron, y asunto concluido. Si sor Carlotta

no se merecía unas cuantas lágrimas por parte de alguien que le debía tanto como Bean, ¿entonces

para qué servían las lágrimas, y cuándo había que derramarlas?

Una escolta policial los esperaba. Suriyawong dio las gracias a sus guardaespaldas y les ordenó que regresaran a los barracones.

—No es necesario que os levantéis hasta que os apetezca—dijo.

Saludaron a Suriyawong. Se volvieron hacia Bean y lo saludaron bruscamente, en el mejor estilo militar. Ni rastro de lástima, sólo honor. Él les devolvió el saludo de la misma manera: ni rastro de gratitud, sólo respeto.

La mañana en la residencia de oficiales transcurrió alternativamente aburrida y exasperante. China se mostraba intransigente. Aunque la mayor parte de los pasajeros eran turistas y hombres de negocios tailandeses, era un avión chino sobre espacio aéreo chino, y como había indicaciones de que tal vez se

había debido a un ataque por medio de misiles tierra-aire en vez de una bomba, todo el asunto se

trataba con la más estricta seguridad militar.

Bean y Suriyawong decidieron que había sido cosa de Aquiles, definitivamente. Pero habían hablado tanto sobre Aquiles que Bean estuvo de acuerdo en dejar que Suriyawong informara a los militares tailandeses y a los líderes del Departamento de Estado que necesitaban disponer de toda la información

necesaria para encontrarle sentido a la situación.

¿Por qué querría la India destruir en pleno vuelo a un avión de pasajeros en China? ¿Para matar a una monja que venía a Bangkok a visitar a un niño griego? Era demasiado increíble. Sin embargo, poco a poco, y con la ayuda del ministro de Colonización, que pudo darles detalles sobre la psicopatología de Aquiles que no aparecían en el informe de Locke sobre él, empezaron a comprender que sí, en efecto, podría haber sido una especie de mensaje desafiante para Bean, en el que Aquiles le decía que podría haberse salido con la suya en esta ocasión, pero que Aquiles todavía podía matar a quien se le antojara.

Sin embargo, mientras Suriyawong los informaba, Bean subió a la residencia privada, donde la esposa del primer ministro lo condujo muy amablemente a una habitación de invitados y le preguntó si tenía un amigo o un familiar a quien pudiera llamar, o si quería un ministro o un sacerdote de alguna religión. Él le dio las gracias y le dijo que todo lo que necesitaba era pasar un buen rato a solas.

Ella cerró la puerta al salir y Bean se quedó llorando en silencio hasta quedar agotado, y luego, enroscado en una esterilla en el suelo, se durmió.

Cuando despertó ya era de día. Tenía los ojos hinchados de llorar y seguía agotado. Seguramente se había despertado por la sed y la necesidad de orinar. Así era la vida. Dentro, fuera. Duerme y despierta,

duerme y despierta. Oh, y un poco de reproducción aquí y allá. Pero él era demasiado joven, y sor

Carlotta había optado por renunciar a esa parte de la vida. De todas formas el ciclo había sido muy similar. Encontrar algún significado a la vida. Pero ¿cuál? Bean era famoso. Su nombre aparecería para siempre en los libros de historia, probablemente como parte de una lista en el capítulo dedicado a Ender Wiggin, pero estaba bien, era más de lo que la mayoría de la gente conseguía. Cuando estuviera muerto no le importaría.

Carlotta no aparecería en ningún libro de historia, ni siquiera en una nota a pie de página. Bueno, no, eso no era del todo cierto. Aquiles iba a ser famoso, y ella lo había encontrado. Después de todo, se merecía más que una nota. Su nombre sería recordado, aunque relacionado para siempre con el cerdo que la asesinó porque había visto lo indefenso que estaba y lo había salvado de la vida en las calles.

Aquiles la ha matado, pero claro, ha contado con mi ayuda.

Bean se obligó a pensar en otra cosa. Ya sentía esa quemazón en los párpados que anunciaba la inminencia de las lágrimas. Se acabó. Necesitaba mantener el control. Era muy importante seguir

pensando con frialdad.

Había un ordenador de cortesía en la habitación, con enlaces estándar y los principales conectores de Tailandia. Bean no tardó en conectar con una de sus identidades menos utilizadas. Graff sabría cosas que el gobierno tailandés ignoraba. Y Peter también. Y le escribirían.

En efecto, había mensajes de los dos, codificados en uno de sus buzones. Los rescató a ambos y descubrió que eran el mismo: un email enviado por la propia sor Carlotta.

El mensaje había llegado a las nueve de la mañana, hora de Tailandia. Tenían que esperar doce horas por si sor Carlotta contactaba con ellos para que retiraran el mensaje, pero cuando confirmaron que no había ninguna posibilidad de que estuviera viva, decidieron no esperar. Fuera cual fuese el

mensaje, sor Carlotta lo había preparado para que si no daba un paso activo para bloquearlo, cada día,

iría automáticamente a Graff y a Peter para que ellos se lo reenviaran.

Lo cual significaba que cada día de su vida ella había pensado en Bean, había hecho algo para impedir que viera esto, y sin embargo se había asegurado también de que viera lo que contenía este mensaje.

Su despedida. No quería leerla. Ya había llorado. No quedaba nada más.

Sin embargo, ella había querido que lo leyera. Y después de todo lo que había hecho por él, sin duda podría hacer esto por ella.

El archivo tenía una doble codificación. Cuando lo abrió con su propio decodificador, continuó con el código de ella. Bean no tenía ni idea de cuál sería la clave, y por tanto tenía que ser algo que ella

esperaba que se le ocurriera.

Y como él sería el único que intentaría encontrar la clave después de que ella estuviese muerta, la elección era obvia.

Introdujo el nombre Poke y la decodificación actuó de inmediato. Era, como esperaba, una carta para él.

Querido Julian, querido Bean, querido amigo:

Tal vez Aquiles me ha matado, tal vez no. Ya sabes lo que pienso sobre la venganza. El castigo pertenece a Dios, y además, la ira convierte a las personas en seres estúpidos, incluso a gente tan inteligente como tú. Aquiles debe ser detenido por lo que es, no por lo que haya podido hacerme a mí. La forma de mi muerte carece de importancia. Sólo la forma en que he vivido reviste interés, y eso es mi Redentor quien ha de juzgarlo.

Todo eso tú ya lo sabes, de manera que el propósito de esta carta es otro: creo que tienes derecho a saber alguna información que hay sobre ti. No es agradable, y quería esperar a decírtela a que estuvieras preparado. Sin embargo, no estoy dispuesta a permitir que mi muerte te deje en la ignorancia. Eso sería darle a Aquiles, o a las casualidades de la vida (sea cual fuese la causa de mi súbita muerte) demasiado poder sobre ti.

Sabes que naciste como parte de un experimento científico ilegal que usó embriones robados a tus padres. Tienes recuerdos preternaturales de tu sorprendente huida de la matanza de tus hermanos cuando el experimento fue interrumpido. Lo que hiciste a esa edad avisa a todo el mundo que conoce la historia de que eres extraordinariamente inteligente. Lo que no sabías, hasta ahora, es el motivo de esa inteligencia y qué implica para tu futuro.

La persona que robó tu embrión congelado era un científico, por así decirlo. Su propósito era aumentar genéticamente la inteligencia humana y basó su experimento en el trabajo teórico de un científico ruso llamado Antón. Aunque Antón estaba sometido a un control de intervención y no pudo decírmelo directamente, encontró un modo de evitar la programación y transmitirme el cambio genético que operaba en ti. (Aunque Antón tenía la impresión de que el cambio sólo podía producirse en un óvulo sin fertilizar, se trataba sólo de un problema técnico, no teórico.)

En el genoma humano existe una doble clave. La primera de ellas se encarga de la inteligencia humana. Si se conecta de una manera, coloca un bloqueo en la habilidad del cerebro para funcionar al máximo. En ti, la clave de Antón ha sido activada. Tu cerebro no se detuvo en su crecimiento. No dejó de fabricar neuronas en su primera fase. Tu cerebro sigue creciendo y estableciendo conexiones. En vez de tener una capacidad limitada, con pautas formadas durante las primeras etapas del desarrollo, tu encéfalo añade nuevas capacidades y nuevas pautas a medida que son necesarias. Mentalmente eres como un niño de un año, pero con experiencia. Las hazañas mentales que los niños ejecutan por rutina, que son mucho mayores que nada de lo que consiguen los adultos, estarán siempre a tu alcance. Durante toda tu vida, por ejemplo, serás capaz de aprender nuevos idiomas hasta adquirir la competencia de un hablante nativo. Podrás establecer y mantener conexiones con tu propia memoria que no se parecerán a las de nadie más. En otras palabras, Bean: eres territorio inexplorado, o tal vez territorio auto-explorado.

Pero esa facultad tiene un precio que probablemente ya habrás adivinado. Si tu cerebro sigue creciendo, ¿qué le pasará a tu cabeza? ¿Cómo se queda dentro toda esa masa cerebral?

Tu cabeza sigue creciendo, claro. Los huesos del cráneo nunca han llegado a soldarse. He hecho medir tu cerebro, naturalmente. El crecimiento es lento, y gran parte de este crecimiento ha implicado la creación de más neuronas, más pequeñas. También tu cráneo se ha hecho un poco más fino, así que tal vez te

hayas dado cuenta —o tal vez no— del crecimiento del perímetro craneal, pero es real.

El otro aspecto de la clave de Antón se refiere al crecimiento humano. Si no dejáramos de crecer, moriríamos muy jóvenes. Sin embargo, para vivir mucho hace falta que renunciemos cada vez más a nuestra inteligencia, porque nuestros cerebros deben cerrarse y dejar de crecer durante nuestro ciclo vital. La mayoría de los seres humanos fluctúan dentro de un lapso muy estrecho. Tú ni siquiera apareces en los gráficos.

Bean, Julian, mi niño; lo que quiero decirte es que morirás muy joven. Tu cuerpo continuará creciendo, no como pasaría en la pubertad, sino con un estirón y luego para alcanzar la talla de un adulto. Como lo expresó un científico, nunca llegarás a tu altura de adulto, porque no existe. Sólo existe la altura en el momento de la muerte. Seguirás haciéndote más alto y más grande hasta que tu corazón ceda o tu espalda ya no lo soporte. Te lo digo de forma tan brusca y directa porque no hay forma de aliviar el golpe.

Nadie sabe qué rumbo tomará tu crecimiento. Al principio me alivió comprobar que tu crecimiento era más lento de lo que se había calculado inicialmente. Me dijeron que al llegar a la pubertad, habrías alcanzado a los niños de tu edad... pero no lo hiciste. Seguiste por detrás. Tuve la esperanza de que se hubieran equivocado, que pudieras vivir hasta los cuarenta o cincuenta años, o aunque sólo fuera hasta los treinta. Pero en el año que estuviste con tu familia, y en la temporada que pasamos juntos, te midieron y vimos que tu ritmo de crecimiento se aceleraba. Todo apunta a que continuará de este modo. Si llegas a cumplir los veinte años, habrás desafiado todas las expectativas racionales. Si mueres antes de los quince años, representará sólo una leve sorpresa. Lloro mientras escribo estas líneas, porque si alguna vez hubo un niño que pudiera servir a la humanidad, teniendo una larga vida adulta, ése eres tú. No, seré sincera: mis lágrimas son porque en muchos aspectos te considero mi propio hijo, y lo único que me alegra de que descubras tu futuro a través de esta carta es que eso significa que yo habré muerto antes. El peor temor de todo padre es enterrar a su hijo. Los sacerdotes y las monjas nos ahorramos ese sufrimiento, excepto cuando aceptamos esa carga como yo he hecho de forma tan imprudente contigo.

Tengo toda la documentación sobre los descubrimientos que ha hecho el equipo que te está estudiando. Seguirán adelante, si se lo permites. El enlace con la red está al pie de esta carta. Son de confianza, porque son personas cabales y porque también saben que si la existencia de su proyecto se hace pública correrán grave peligro, pues investigar en la ampliación genética de la inteligencia humana está penado por la ley. Tú debes decidir si quieres cooperar en el proyecto. Ellos ya tienen datos valiosos. Puedes vivir sin tratarlos para nada, o puedes continuar proporcionándoles información. No me interesa demasiado el aspecto científico de todo esto. Trabajé con ellos porque necesitaba saber qué te sucedería.

Perdóname por haberte ocultado esta información. Sé que piensas que habrías preferido saberlo desde el principio. Sólo puedo decir, en mi defensa, que es bueno que los seres humanos tengan un período de inocencia y esperanza en sus vidas. Temí que si lo averiguabas demasiado pronto te verías privado de esa esperanza y sin embargo, arrebatarte ese conocimiento te robó la libertad de decidir cómo quieres pasar los años que te quedan. Por eso iba a decírtelo pronto.

Algunos opinan que debido a esa pequeña diferencia genética no eres humano, ya que la clave de Antón requiere dos cambios en el genoma, no uno, algo que nunca se habría producido por azar. Por tanto puede considerarse que representas una nueva especie, creada en el laboratorio. No obstante, créeme cuando te digo que Nikolai y tú sois gemelos, no especies separadas, y yo, que te conozco mejor que nadie, nunca he visto en ti nada más que la mejor y más pura humanidad. Soy consciente de que no aceptarás mi terminología religiosa, sin embargo ya sabes lo que significa para mí. Tienes un alma, hijo mío. El Salvador murió por ti y por todos los otros seres humanos que han nacido. Tu vida tiene un valor infinito para Dios. Y también para mí, hijo mío.

Descubrirás el sentido de tu existencia en el tiempo que te quede por vivir. No seas demasiado imprudente, sólo porque tu vida no vaya a ser larga. Pero tampoco la guardes con un exceso de celo. La muerte no es una tragedia para el que muere. Desperdiciar la vida antes de la muerte, ésa sí es la tragedia. Ya has empleado tus años mejor que la mayoría. Sin embargo, encontrarás aún muchos nuevos propósitos que has de cumplir. Y si alguien en el cielo oye la voz de esta vieja monja, los ángeles te guardarán y muchos santos rezarán por ti.

Con amor, Carlotta.

Bean borró la carta. Podía recuperarla de su buzón y decodificarla de nuevo, si necesitaba consultarla más tarde, aunque por supuesto había quedado grabada a fuego en su memoria. Y no sólo como texto en la pantalla. La había oído con la voz de Carlotta, incluso mientras sus ojos leían las palabras que la consola le iba poniendo delante.

Apagó la consola. Se acercó a la ventana y la abrió. Contempló el jardín de la residencia oficial. A lo lejos oyó los aviones que se aproximaban al aeropuerto, igual que otros, que acababan de despegar, se alzaban al cielo. Trató de imaginar el alma de sor Carlotta alzándose como uno de aquellos aviones.

Pero la imagen no dejaba de cambiar a un vuelo de Air Shanghai que aterrizaba, y a sor Carlotta que

bajaba del avión y lo miraba de arriba abajo y comentaba:

—Necesitas unos pantalones nuevos.

Volvió al interior y se tendió en la esterilla, pero no para dormir. No cerró los ojos. Se quedó contemplando el techo y meditó acerca de la vida, la muerte, el amor y la pérdida. Y mientras lo hacía, le pareció que incluso sentía el crecimiento de sus huesos.


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