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94.44% Kali, Guardiana del Mundo / Chapter 17: 3 de Noviembre. Un día muy largo.

บท 17: 3 de Noviembre. Un día muy largo.

"El arte de la guerra se basa en el engaño. Por lo tanto, cuando sea capaz de atacar, ha de aparentar incapacidad; cuando las tropas se mueven, aparentar inactividad. Si está cerca del enemigo, ha de hacerle creer que está lejos; si está lejos, aparentar que se está cerca. Poner cebos para atraer al enemigo. Golpear al enemigo cuando está desordenado. Prepararse contra él cuando está seguro en todas partes. Evitarle durante un tiempo cuando es más fuerte. Si tu oponente tiene un temperamento colérico, intenta irritarle. Si es arrogante, trata de fomentar su egoísmo".

Sun Tzu, El arte de la guerra.

 

"Las armas no matan gente, YO mato gente"

Texto impreso en la camiseta del personaje Mr. Larson, interpretado por Richard Kiel en la película Happy Gilmore (1996).

 

Llegué a Serbia de la misma manera en la que los Camerotti querían enviarme a Rusia.

Bueno, casi.

Tal vez no dentro de un pesquero lleno de inmigrantes ilegales, pero sí como "invitada especial" de la tripulación de un transporte de pescado y marisco congelado. Era una de las pocas maneras "furtivas" de llegar a Belgrado, a salvo de las amplias redes de vigilancia de las que debía disponer Anastasia Romanova. El día previo había sido turbulento y lleno de tareas urgentes, como realizar un par de llamadas de larga distancia a Nepal, visitar una de mis casillas de correo de contingencia, y llevar a cabo una breve entrevista en un banco medianamente conocido. Las cosas habían ido bien, dentro de todo.

"¿Qué se supone que está buscando ahí?"

El vozarrón de Oleg era suficiente para ponerte los pelos de punta, aunque te gritara desde el otro extremo de la bodega. Lo miré un momento, sin dejar de hacer fuerza con las cizallas para cortar el precinto del contenedor.

"Eso es ilegal, señorita. No nos aceptarán la carga en esas condiciones"

No tuve más remedio que sacarme de encima a ese pesado. Me acerqué a su puesto, tomé la bolsita que guardaba en el bolsillo derecho de mi pantalón cargo, y se la puse en la mano con firmeza, como para hacerle sentir el peso. El fornido marinero noruego cerró el puño alrededor del paquete.

—Ahí hay quince Águilas Americanas de oro, más que suficiente para pagar todo lo que hay dentro de ese jodido contenedor. Al menos, lo que declaran en ese contenedor. O, en todo caso, puedes usar unas pocas para pagar el soborno a los aduaneros, y quedarte con el resto. Tú decides.

Oleg tomó las monedas sin decir nada. Podía ser cascarrabias, pero no idiota.

El interior del contenedor, refrigerado a un montón de grados bajo cero, era capaz de dejar temblando hasta el más curtido de los hombres que fuera tan idiota de entrar ahí sin un abrigo. Empecé a tiritar, buscando la dichosa caja marcada con una "X". Cerca de la entrada, parecía estar esperándome. Sin duda, alguien había tenido un poco de consideración conmigo.

Abrí la caja lo más rápido que pude. Entre los trozos de pescado congelado y varias bolsas rellenas de un polvo blanco de procedencia indeterminada, se encontraba mi bolso, recubierto con una tela impermeable.

—Perdona la ignominia —me disculpé—, pero fue difícil sacarte de Irlanda. Esa gente está controlando hasta si sacas un cuchillo de pan por las fronteras.

Salí del contenedor semi congelada y con los dedos agarrotados del frío, lo que le dio a Oleg la excusa perfecta para echarme otra bronca, casi en plan paternal. Pero no me importaba.

Lo que sí me importó fue ese olor. Es decir, me lavé las manos antes de tocar el bolso de nuevo, y lo dejé ventilando durante un par de horas, cerca de un extractor de aire a máxima potencia.

Pero Indra seguía oliendo a atún.

Dos horas más tarde, me encontraba en pleno Belgrado, en medio de un día de sol que casi no parecía de invierno. Podría aburrirlos hablando de política, de cómo empezó la guerra nuevamente, de cómo la gente no aprendió nada. Pero el tema aquí no es quién comenzó primero esta vez: si la República Sprska, los bosnios, los kosovares. Me da igual. Para los caudillos locales, las guerras suelen ser buenas, al menos mientras estén en el lado vencedor. ¿Y…como es el dicho? ¿El que pega primero pega dos veces?

El asunto era que la capital serbia estaba sumida en el caos. Según lo que había podido averiguar Snowden, las mafias albanesas estaban que trinaban porque los serbios habían detenido a un par de peces gordos, y ahora apoyaban abiertamente a una guerrilla kosovar desatada, que no dudaba en lanzar atentados en medio de la ciudad. Oleg me había comentado que el tráfico había sido cortado varias veces en los últimos días, "aunque los taxistas y choferes de autobús de Belgrado son capaces de conducir aún en medio del apocalipsis". Y tal vez tuviera razón. La población había vivido cosas mucho peores, hacía casi 25 años ya.

Revisé las fotos. El edificio al cual debía introducirme era un resabio de fines de los años 50, con colores sosos, y una fachada escalonada que sólo un arquitecto podría amar. Las instalaciones de la Agencia de Seguridad Militar eran una minúscula sección del "ala B" de lo que, hasta 1999, había sido el majestuoso Ministerio de Defensa de Yugoslavia. Dos bombardeos de la OTAN más tarde, poco quedó aprovechable. El nuevo Ministerio usaba menos de la quinta parte de la superficie edificada.

Eso era una ventaja, y a la vez un inconveniente. Con el resto de las instalaciones cerradas a cal y canto, los guardias sólo tenían que enfocarse en defender su pequeño feudo, lo cual quería significar: muchas armas de fuego automáticas por metro cuadrado. Después de pasar por ese pequeño infierno, y si Snowden no me había informado mal, había que abrir una gruesa puerta blindada de acceso. Y con todo eso, aún no se había llegado a las instalaciones subterráneas, defendidas por el contingente internacional: una sección de escaleras más adelante (y abajo), aguardaba la última puerta blindada, que protegía la sala donde se guardaban los dichosos manuscritos.

"Una espada no es rival para un kalashnikov". Pues tendría que serlo, si quería salir de ahí viva.

Para llevar a cabo mi misión, primero debía examinar el objetivo. Lo más inteligente era atacar al ocaso o durante la noche, o tomar ventaja del cambio de guardia para pasar desapercibida. La entrada era el punto de partida para obtener los datos que necesitaba.

Dos calles antes de llegar a destino, intuí que las cosas iban a ponerse feas. Entre los hoteles, los bancos, los edificios históricos y de gobierno, destacaban un par de feos y viejos bloques de apartamentos, que desentonaban con la imagen prolija del resto del centro. En la terraza de uno de ellos, hacia el norte, noté un par de bultos sospechosos. Las figuras eran apenas visibles, pero fáciles de clasificar a la primera que aguzaras un poco el ojo. Por la forma y el tamaño, dos cuerpos humanos tumbados, lado a lado. Uno pareció moverse.

Percibí un destello, el reflejo de la luz del sol en una lente. Agaché la cabeza por instinto, y al instante sentí el impacto de un proyectil peligrosamente cerca de mí, rompiendo el suelo a mis espaldas. El ruido retumbó apenas dos segundos más tarde, como una conmoción cerca de mi oído. Era una bala supersónica, de fusil. Y le había errado por un palmo a mi cabeza.

Francotirador.

Un

maldito

francotirador.

Apreté el bolso contra mi cuerpo, y decidí correr un sprint entre el tráfico, para alejarme de su línea de tiro. Los coches, tranvías y autobuses me darían algo de cobertura.

Estuve cerca de lograrlo. Casi llegando al otro lado de la avenida Nemanjina, sentí como si me hubieran quitado toda la energía en la pierna izquierda. Tropecé, rodando y golpeándome la espalda contra el bordillo de la acera. Un enorme autobús articulado torció su rumbo, para no atropellarme. Sin embargo, el volantazo casi lo hace llevarse puesto una furgoneta, por lo que debió de parar en seco, entre las caras atónitas y los insultos de los conductores cercanos. La maniobra también provocó los bocinazos de varios vehículos detrás del autobús, que debieron frenar o desviarse para esquivar al mastodóntico transporte.

Había que aprovechar el caos. Intenté correr, pero me daban punzadas fuertes en el pie izquierdo, y alcancé a ver algo de sangre en la pernera del pantalón. Mierda. De todas maneras, tampoco me serviría quedarme quieta por mucho tiempo, por razones obvias. Un patrullero, a lo lejos, encendió las luces y la sirena, tratando de acercarse hacia mí.

No iba a llegar a ningún lado si las cosas seguían así.

Me acerqué a uno de los coches que habían quedado detrás del autobús, un sedán Škoda negro, de lo más común en Europa del Este. Adentro conducía un señor flaco y algo mayor, de anteojos. Le toqué el vidrio del lado del acompañante. No sólo no me hizo caso: miró para otro lado, el muy imbécil. Intenté abrir la puerta, pero sentí al mismo tiempo el "clic" del cierre de seguridad. Se me había adelantado por una décima.

No me quedaba más opción.

El cristal de seguridad se astilló al primer codazo fuerte, y bastó con una patada para mandar parte de sus restos contra el anteojudo, que no sabía si huir, mearse en los pantalones, gritar o pedir clemencia. Se decidió por esto último. Me colé por el hueco que había dejado hacía unos segundos, a la vez que le ordené en perfecto serbio:

—Necesito que me deje en la entrada de la Agencia de Seguridad Militar. Por Kneza Miloša. ¡Ahora!

Al diablo con los planes. Como dijo alguien, los planes nunca resisten el contacto con la realidad.

El autobús ya había logrado ponerse en marcha, por lo que delante nuestro se abría un hueco suficiente para meter el Škoda. El viejo aceleró como si de ello dependiera su vida —lo cual no estaba tan alejado de la realidad—, pasando por la primera y segunda marcha más rápido que un conductor de carreras de cuarto de milla.

No me miren así. Por un tiempo estuve interesada en el automovilismo, más o menos hasta la época de los Nuvolari y Meyer (1).

—Niña... ¡Hay una patrulla policial detrás nuestro! ¡Tenemos que detenernos!

Alcancé a sacar un shuriken de mi bolsillo. El brillo del acero inoxidable era notorio aún para un conductor en estado de pánico.

—Si no sigues acelerando, tu cuello va a probar estas puntas. Dudo que la policía sea capaz de hacerte algo así de doloroso, así que elige sabiamente.

—¡Está bien, está bien! ¡Pero no me hagas nada! ¡Tengo esposa, dos hijos y un nieto en camino! ¡Por favor!

El hombre casi lloraba de la tensión.

—De acuerdo, no hace falta emocionarse tanto. Ahora, métete en la avenida sin frenar.

—¿Qué?

—Lo que dije. Si te paras, la policía va a detenernos. Y tu cuello no quiere eso... ¿verdad?

Le mostré nuevamente el shuriken. El viejo pareció entender.

El Škoda cruzó la intersección de Nemanjina con Resavska en rojo, casi empotrándose contra un autobús. Llegué a ver de cerca el vinilo publicitario del costado, recomendando una clínica dental, tan próximo a mi cara que hasta podía comparar diente por diente las sonrisas del "antes" y el "después". El coche derrapó un poco al hacer el esquive, pero luego se aferró a su nuevo rumbo como si sus neumáticos fueran garras. Eso fue, al menos, por un par de metros. Un pequeño Fiat tocó el paragolpes trasero a nuestra izquierda, lo que casi causa que el sedán haga un trompo. Apoyé la mano izquierda en el volante, para ayudar al viejo a no perder el control. De repente, el tipo dejó de gritar, y su rostro se iluminó con una fugaz sonrisa nerviosa...antes de volver a su estado de justificado pánico.

Ahora, debíamos acelerar a toda máquina por Nemanjina, meternos por la fuerza en la intersección con Kneza Miloša, recorrer unos escasos cincuenta metros...y estaríamos enfrente de nuestro objetivo. El motor del Škoda rugía, con las agujas del velocímetro y el tacómetro moviéndose en zonas que nunca deberían en una conducción normal. Y detrás nuestro, ruido de sirenas.

El acelerón duró hasta encontrarnos con un tapón de tráfico a la salida de un semáforo en verde. Con la policía en nuestros talones, había que pensar rápido.

—¡Métete por la calzada del tranvía, hasta que la calle esté despejada!

—¿Qué? ¿Quieres que me quiten la licencia de por vida?

—¡Hazlo, carajo!

Mi grito debió ser bastante convincente, porque el viejo maniobró el auto sin rechistar. La suspensión se quejó al subir el bordillo, y los neumáticos chillaron un poco, pero el sedán siguió su camino casi sin perder velocidad, como entusiasmado con el trato que le estaban dando. Los policías del patrullero decidieron que las maniobras que hacíamos eran demasiado locas incluso para ellos, por lo que decidieron quedarse atrás, supongo que reportando nuestra última ubicación. En la intersección con Kneza Miloša, por suerte, la circulación era más fluida, aunque moverse entre los demás coches a casi ochenta kilómetros por hora convertía al resto del tráfico en obstáculos a esquivar. Un Volkswagen compacto que no puso las intermitentes al cambiar de carril, se llevó de regalo parte de la pintura negra del Škoda, arrancando también maldiciones del viejo.

—Hace tres meses que le arreglé esa misma puerta, joder —farfulló.

—Baja un poco la velocidad, ya estamos cerca.

—¿Ahora me lo dices? ¿Después que destrocé medio coche jugando a las carreras y huyendo de la policía?

—Es la entrada de un edificio militar. ¿Quieres que te disparen?

El hombre suspiró, molesto, pero levantó el pie del acelerador. El auto redujo su marcha a sesenta kilómetros por hora, luego a treinta, y tomó la calle de entrada al complejo a unos escasos quince. Frenó con facilidad frente al portón, mientras el guardia salía de su garita a ver qué pasaba. Detrás del pórtico, alcanzaba a verse un pequeño estacionamiento al aire libre.

—Gracias por su ayuda, señor. Estoy segura de que la humanidad se lo agradecerá.

El viejo torció el gesto, confundido. No obstante, se abstuvo de preguntar más.

—Esta carrerita tuya va a traerme problemas...niña. Pero, justo es decirlo, por unos momentos me hiciste recordar mis viajes a Nürbugring. El au...

—El autódromo, ya sé.

Sonreí. El viejo tenía la camisa completamente empapada de sudor en las axilas y el cuello, y resoplaba como si la "carrera" la hubiera corrido él y no su coche. Pero se había comportado bien, dentro de todo.

—A todo esto... ¿Tienes un nombre?

—Mis amigos me dicen Kali.

—Diab... ¿Kali? ¿Cómo la diosa de la muerte hindú?

—Exacto.

El tipo suspiró.

—Sólo espero que lo que vayas a entregar ahí dentro no sea muerte y destrucción. Eso me traería aún más problemas.

Evité contestarle. Mirando hacia atrás, tal vez la policía hubiera tenido problemas para creer que el viejo había sido secuestrado por una niña de etnia hindú, armada con estrellas ninja; pero por lo menos había testigos. Con un poco de suerte, tal vez habría podido salir de la cárcel antes de que naciera su nieto.

El guardia, aburrido, decidió meterse de nuevo en la garita, al ver que nadie se decidía a ingresar. Un par de transeúntes cruzaba la calle de acceso de manera despreocupada. Todo parecía ir bien.

De repente, sentí un silbido descendente, agudo. Esa clase de silbido. Miré hacia arriba, pero ya era demasiado tarde.

 

Notas al pie: 

(1) Tazio Nuvolari (italiano) y Louis Meyer (norteamericano) fueron dos conocidos pilotos de carreras, en las décadas de 1920 y 1930. Mientras que Tazio Nuvolari fue una leyenda en las pruebas europeas, compitiendo (incluso lesionado) con coches Bugatti y Alfa Romeo, Louis Meyer fue tres veces ganador de las 500 millas de Indianápolis, y campeón (también tres veces) del campeonato de velocidad de la AAA, la Asociación Americana de Automovilismo.


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