Las hojas secas susurraban suavemente conforme ella pisaba sobre ellas. Se abrió camino a través de los densos y largos arbustos, su ropa luchando una guerra con la maleza.
Llevaba una capucha sobre su rostro, no quería que nadie la reconociera, y haría su viaje en paz.
La casa estaba a solo unos metros de distancia, así que aceleró sus pasos. Quería ver a su hijo de nuevo, habían pasado casi tres semanas y no había posado sus ojos en él.
Llegó a la puerta y tocó suavemente, esperando impaciente a que alguien viniera a abrirla.
La puerta se abrió, revelándolo a él. Medía tres pies, nueve pulgadas, bastante por debajo de ella. Su cabello dorado era inconfundible ya que brillaba suavemente al caer el crepúsculo. Él la miró con sus ojos grises. —¡Madre!
Sus ojos se llenaron de agua, extendió sus brazos y él saltó hacia ellos.
—Archi —lo envolvió fuertemente en sus brazos, sus ojos llenándose de lágrimas. Lo había extrañado terriblemente.
—¡Madre! ¡Has vuelto!