La puerta principal crujía al abrirse mientras Annie entraba en el calor de su hogar. Era un refugio, un santuario que había construido para ella y Ryan, donde el mundo exterior y todos sus peligros parecían lejanos. Pero esta noche, esa sensación de seguridad se sentía frágil.
Antes de que pudiera siquiera dejar su bolso, Ryan corría por el pasillo, sus pequeños pies golpeando contra el suelo de madera. —¡Mamá! —gritó, su rostro se iluminó al correr hacia ella. En una mano sostenía un crayón y en la otra, un papel cubierto de garabatos coloridos.
El corazón de Annie se ablandó al verlo, su alegría inocente en stark contraste con la turbulencia que rugía dentro de ella. Se arrodilló, abriendo sus brazos mientras él se estrellaba contra ella, envolviendo sus pequeños brazos alrededor de su cuello en un fuerte abrazo.
—Hola, dulce niño —murmuró ella, depositando un beso en su frente—. ¿Qué has estado haciendo?