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50% HIJOS DE LA MAGIA / Chapter 2: II

บท 2: II

En Faroa la luna brillaba de un modo distinto. Me daba la sensación de que su luz era más intensa y pura que en cualquier otro lugar. O quizá fuese que yo había comenzado a observar lo que me rodeaba con otros ojos. Unos que habían descubierto una inquietante verdad a la que aún no me había acostumbrado.

Me sentía una extraña en mi propia vida.

De algún modo, esa sensación siempre me había acompañado: jamás me había sentido cómoda del todo en los límites de la Casa Verde; pese a su generosidad y la de sus gentes, no había logrado encajar en el hogar que Redka me había proporcionado en Asum, y la corte de Onize, sin duda, tampoco era para mí. Por último, incluso en Ciudad de los Árboles, el lugar en el que debía sentirme mejor por ser el que me vio nacer, ese sentimiento se había agudizado hasta resultar realmente desagradable.

Desde que Missendra, la emperatriz de la Luna, me había revelado quién era yo a través de su mirada de hechicera, los recuerdos habían regresado con una nitidez sin igual. Descubrir mi pasado había provocado que las nieblas de mi mente se disiparan y que retazos de mi infancia se mostrasen con una claridad que me aturdía.

Cada noche soñaba con un Arien más joven que me atraía con pequeñas luces hasta llegar a aquella cueva.

—¿Sabes guardar un secreto, Ziara?

Lo había hecho con tanto ahínco que había acabado por borrar su recuerdo y convertirlo en un sueño que, de pronto, me acechaba con fuerza. En cuanto cerraba los ojos, volvía a encontrarme con esa versión de Arien que era físicamente similar a la que conocía, pero con un halo más inocente. Lo veía salvándome de mis propios poderes descontrolados dentro de la charca, los mismos que, pese a lo ya descubierto, aún me negaba a liberar.

Siempre había sentido el remolino de agua como una fuerza externa que intentaba hacerme daño, cuando, en realidad, se trataba del poder de la luna despertando en mí de un modo peligroso.

Eso me habían explicado.

Eso debía ayudarme a entender qué era lo que estaba ocurriendo en mi vida.

Eso me esforzaba por creer, pero me costaba, aunque una parte de mí sabía que era cierto desde el mismo momento en que Arien me había obligado a enfrentarme a su emperatriz y a mí misma.

No quería aceptarlo, pero mi piel había despertado, mis sentidos se habían activado y los presentimientos que me acompañaban en ocasiones, y que no comprendía, habían regresado con intensidad y les había encontrado una lógica. Había algo en mí diferente que siempre había obviado y a lo que, por fin, podía soltar los grilletes con los que lo mantenía oculto.

Allí, en Faroa, no tenía que esconderme. Estaba a salvo. Y, sin embargo, cohibirme era el único modo que había hallado de

enfrentarme a esa nueva situación.

Recordaba detalles que no tenían explicación desde la percepción

humana. Esas sensaciones que me aturdían cuando algo estaba a punto de suceder, premoniciones que me alertaban del peligro, como cuando sentí el ataque de Arien y los suyos antes de abordarnos en la llanura y perder a Masrin. La emoción al ver los movimientos de las llamas siguiéndome cuando bailaba con papá frente al fuego, o aquel otro sueño, menos recurrente, en el que jugaba con una naranja y, de repente, el fuego se alzaba y nos rodeaba a mamá y a mí, hasta que ella me protegía bajo su falda. Y, sobre todo, la creencia siempre presente de que había algo que me hacía diferente a mis hermanas.

Magia. De eso se trataba. Por lo que los míos habían muerto y matado. La razón de todo lo malo que conocía dormía dentro de mí.

Tal vez debería haberme sentido aliviada y agradecida por que Arien al fin me hubiera mostrado quién era yo, pero, si miraba en mi interior, solo encontraba desdicha. La verdad había resultado ser una daga de dos filos, capaz de herirme a mí misma más hondamente que a mis enemigos. Siendo honesta, ni siquiera sabía quiénes eran mis rivales.

Gracias al que decía ser mi hermano de sangre, había descubierto mi auténtico origen o, al menos, la parte de él que me unía a la magia de forma irremediable.

Había sido engendrada por una de las Sibilas de la Luna. Se llamaba Essandora y correspondía a la séptima de las flores con las que los Hijos Prohibidos las representaban y honraban. El lirio de invierno. Recordaba la imagen de ellas que Hermine me había mostrado en su libro y me estremecía. Me costaba comprender que

mi madre fuera aquel ser espectral de largos cabellos blancos y tez mortecina, y no Lorna, la mujer de pelo oscuro y ojos tristes que me había cuidado hasta los cuatro años. Incluso Hermine había sido más madre para mí que uno de esos entes mágicos que habían provocado una guerra sin fin.

Solo pensar que estaba unida a ella me producía un rechazo instantáneo.

Y luego estaba el hecho de que desconocía quién era mi padre. Yo había sido el resultado de los deseos incontrolables de las Sibilas en luna llena, como me había explicado Hermine en mis días de preparación. Una de las razas híbridas desperdigadas por el mundo. Ni siquiera era una auténtica Hija de la Luna, por mucho que ellos me hubieran aceptado como tal, sino que me encontraba en un limbo en el que no era humana pero tampoco pura.

Me sentía en tierra de nadie.

A ratos, me arrepentía de haber seguido las luces. Si no lo hubiera hecho, quizá Arien nunca me habría encontrado y mi vida habría sido muy diferente. No podía imaginar cuánto. Tal vez aún viviría con mis padres, los que me acogieron en mis primeros años de vida y a los únicos que recordaba como tales, habría permanecido oculta del mundo en aquella granja que, aunque por entonces me parecía un lugar aburrido, había sido un refugio en el que mantenerme a salvo. Comprenderlo todo despertó en mí una gratitud hacia ellos que mitigaba el dolor que me invadía cuando recordaba que me habían entregado.

Mi primer pensamiento al descubrir que Arien conocía mi hogar había sido para ambos. Las preguntas se me habían agolpado en la garganta y habían brotado de mis labios con una esperanza que

rápidamente se había hecho pedazos. Arien me contó que la granja se hallaba en el sur de Iliza, en una zona boscosa de difícil acceso y tan escondida que ni siquiera comprendía cómo él había acabado descansando allí. Estaba en una misión de reconocimiento de la frontera con Onize y se había visto rodeado por un grupo de soldados humanos, así que se vio obligado a buscar un lugar seguro donde hacer noche antes de continuar. Al alcanzar la copa de uno de los árboles, había visto un pequeño bulto rojizo atravesando un prado con una cesta. Antes de ser consciente de lo que hacía, ya se encontraba dentro de la gruta y las luces creadas por sus manos habían salido en mi busca.

—No me lo podía creer, pero tenías que ser tú. Percibía que el hilo tiraba de mí.

Me contó que regresó al día siguiente para llevarme con él de vuelta a Faroa, cuando el ejército nómada del que se ocultaba ya se había alejado y tenía vía libre para transportarse con magia sin ser descubierto ni ponerme a mí en peligro. Sin embargo, no solo no me había encontrado, sino que la granja de mi infancia estaba vacía. Mis padres y yo nos habíamos marchado; ni siquiera Flor y su ternero seguían en el establo. Fue como si a todos nos hubiese tragado la tierra.

—Pensé que les habrías hablado a tus padres de nuestro encuentro y que habrían huido contigo. Tardé mucho en comprender que, quizá, alguien más te había descubierto. Fue entonces cuando comencé a estudiar el Bosque Sagrado y a rondar las Casas.

Entre los dos habíamos asumido que, sin su aparición en la cueva, las Ninfas Guardianas no habrían averiguado mi refugio ni me habrían llevado con ellas por orden del concilio hasta la Casa Verde.

Él mismo me había confesado que llevaba años culpándose por aquella imprudencia con la que consiguió perderme la pista y que provocó que no volviéramos a vernos hasta el día que nos reencontramos en el Bosque Sagrado.

Yo me responsabilizaba por haber actuado de aquel modo infantil que me había conducido hasta Hermine, pese a que sabía que no era la culpable ni de mi destino ni de las decisiones de otros. Solo tenía cuatro años. Solo quería ver hadas y que el ternero de Flor creciera sano. Solo era una niña que deseaba un amigo y que se había cruzado con uno capaz de crear luz con sus manos.

Aunque tampoco había verdad en eso. La aparición de Arien se había debido a otro objetivo que no tenía nada que ver con la amistad, lo que había provocado que una desconfianza inmediata creciera en mi interior al pensar en él, de igual manera que la decepción por sentirme de nuevo esclava de los intereses de otros.

Su engaño me dolía. Y tal vez lo hacía más porque en ningún momento me había mentido, solo había jugado con las palabras y yo había caído en ese juego y tomado las decisiones que me habían llevado hasta aquel instante, en el que observaba mi reflejo en el espejo de una casa construida en un árbol legendario en Faroa, la ciudad de mis antiguos enemigos. Así que, de algún modo, la culpa caía nuevamente en mí.

Pensé en mis padres humanos y deseé que, estuvieran donde estuviesen en aquel momento, no se sintieran decepcionados por lo que estaba a punto de hacer.

—¿Estás lista?

—Sí.

Me volví, y la sonrisa de Feila me hizo escapar de mis cavilaciones. Aún no me había acostumbrado a esa versión tranquila y feliz que había surgido en ella desde que nos despertamos en Faroa después de huir del castillo de Cathalian y, con ello, de nuestro destino. Para Feila aquel lugar se había convertido enseguida en hogar, pese a no ser más que una humana que sus habitantes, aunque respetaban y habían aceptado con una cordialidad que a ambas nos había sorprendido, consideraban anodina. Se movía por la ciudad con soltura, sin miedo y con una fuerza que la hacía destacar por encima de la multitud. Pensaba a menudo que no me importaban las consecuencias de mis actos si el resultado era que estuviera lejos del duque y dichosa como jamás la había visto. Ansiaba el día en que todas las Novias del Nuevo Mundo pudieran sentirse igual y no presas de un destino escrito.

Salimos de la casa y fuimos en busca de Missendra, hacia lo que los Hijos de la Luna llamaban la Ciudadela Blanca. Se trataba de una construcción de anchas columnas y aspecto solemne que usaban para reunirse y que, entre otras cosas, era también el alojamiento de la emperatriz; una especie de centro de mando y toma de decisiones vitales para su raza.

Pese a la comodidad recién descubierta de llevar pantalones, la inquietud por lo que estaba a punto de suceder hacía que me encontrara a disgusto y percibía que la tela se me pegaba en exceso. Para tratarse de una ceremonia importante, no había gran diferencia en mi atuendo con el que usaba a diario, solo un ribete de plata adornaba los bordes de las mangas y el escote, una cenefa de lirios de invierno bordada que lanzaba destellos a cada paso que daba.

Eso y el brillo plateado en mis mejillas; al mirarme al espejo me había parecido que un manto de estrellas sobrevolaba mi piel. Me recordaba levemente a las espirales ocres con las que Redka honraba al mar de Beli y me estremecí.

Pensar en él se había convertido en una costumbre, pese a que me había prohibido hacerlo para no derrumbarme. Necesitaba centrarme en los motivos que me habían llevado hasta allí y no en los remordimientos ni en las emociones que despertaban en mí al recordar a Redka y todo lo vivido a su lado.

«¿Qué pasaría por su cabeza si pudiera verme en este instante?», me pregunté, aunque prefería no meditar las posibles respuestas. La decepción estaba en cada una de ellas.

Según nos acercábamos, notaba la trenza de mis cabellos más tirante y el cuerpo más pesado.

Al llegar al final del pasillo y oír los murmullos del gentío que esperaba con impaciencia mi presencia, me temblaron las manos. También percibí el calor que desprendía el amuleto colgado en mi cuello. Seguía sin conocer su significado; no iban a concederme respuestas si no aceptaba mi destino o, más bien, el que ellos consideraban, aunque a esas alturas ya intuía que tenía relación con lo que eran y defendían. Lo rocé con los dedos y no supe cómo sentirme al respecto. La sensación de que me protegía siempre me había acompañado, pero de pronto conocer su origen me incomodaba y la palabra «traidora» se repetía sin cesar en mi cabeza como un mantra del que me costaba desprenderme.

Eso era. En eso me había convertido. Había traicionado el único mundo que conocía para descubrir lo que fuera que me esperase en aquella sala sin puerta.

Feila me estrechó el brazo en un gesto inesperado de apoyo antes de retirarse y marcharse, ya que su condición humana no le daba derecho a presenciar el ritual. Debía hacer aquello sola. Cogí aire y caminé con determinación y la mirada fija en la bóveda sin cristal que nos dejaba ver a la diosa Luna en todo su esplendor.

La estancia se había liberado de muebles y su blancura brillaba como si poseyera rayos de luz, pese a que estuviéramos sumergidos en la noche cerrada. A mi alrededor, los Hijos de la Luna me observaban en silencio. Vestían sus mejores galas, sencillas pero solemnes a su manera. Decenas de individuos de sangre plateada pura, los únicos verdaderos que quedaban después de la Gran Guerra, capaces de combatir con miles de soldados humanos y salir victoriosos. Los hijos de las siete Madres de la Luna engendrados junto con los Antiguos Hechiceros. Era imposible averiguar su edad por su aspecto, ni siquiera ellos sabían cuál sería su esperanza de vida, ya que eran los primeros de un linaje único, pero todos parecían jóvenes y en su mejor momento vital; destilaban fuerza y belleza; parecían invencibles.

Al fondo, la emperatriz Missendra me esperaba de pie y con las manos entrelazadas. Una mujer menuda, única entre sus hermanos, con su tez oscura y los ojos del color de ambas especies; uno, gris, y el otro, dorado. Tan Hija de la Luna como los demás y, a su vez, medio hechicera.

Por primera vez, un medallón colgaba en su cuello. Un trozo de luna del tamaño de una nuez.

Una parte de mí ansiaba huir, correr en dirección contraria y desaparecer, pero mis pies se movieron hacia ella, como si mi cuerpo hubiera aceptado mi sino antes que el resto de mi ser. Un paso tras

otro que acortaba la distancia hacia un destino inesperado para el que me habían estado buscando, pero que yo tampoco había asimilado del todo.

El suelo crujía bajo mis pisadas. Un sonido suave y apenas audible que me retumbaba en los oídos. Mi respiración pausada se asemejaba a un gemido constante en mis entrañas. Mi corazón latía desenfrenado, pese a que mis movimientos transmitían una fingida serenidad que me erizaba la piel.

La sensación de seguir estando en manos ajenas me acompañaba. Pese a haberme alejado de Redka y de lo que hasta hacía poco creía que los dioses habían escogido para mí, continuaba sintiéndome fuera de lugar también aquí. Incómoda en un papel otorgado que, nuevamente, no había sido el resultado de mi elección.

—La libertad es relativa.

Recordé esa afirmación de Amina, la Novia de la Casa Ámbar que conocí en Asum, y me odié por valorar la posibilidad de que tuviera razón. ¿Y si la libertad no existía? ¿Y si la voluntad de uno no era más que la orden implícita de otro?

Aparté como pude esos pensamientos de mi cabeza, me erguí y caminé con la mirada fija en Missendra.

A mi derecha, noté la presencia de Arien sin verlo; desde nuestro reencuentro, me resultaba fácil sentirlo cuando estaba cerca. También percibí su orgullo por ser yo quien era; por ser él sangre de mi sangre. Su confianza depositada en mí. Su amor innato, tan grande como para jugarse la vida una y otra vez con el único objetivo de encontrarme y llevarme a la que creía que era mi casa.

El corazón me latió más fuerte.

No era el único que se sentía orgulloso por mi presencia; lo advertía en muchos otros que me contemplaban con un cariño que para mí no tenía sentido, porque no me conocían. No sabían nada de mí. Solo me asociaban con una creencia desconocida de la que muy pronto me harían partícipe. Podía respirar la esperanza que exudaban y que se me pegaba al cuerpo de una manera incómoda.

Sin embargo, tampoco podía ignorar la tensión de algunos Hijos de la Luna que no parecían confiar del todo en mi papel en su mundo. Aunque eran los menos, a ellos sí los comprendía, pese a que sus reticencias me mantenían en un estado constante de alerta.

Clavé la mirada en Missendra con seguridad, como si llevara toda la vida preparándome para ese momento, y no parpadeé cuando asintió con una pequeña reverencia que no creí merecer. Se colocó frente a mí, tan cerca que podía atisbar los remolinos centelleantes de sus ojos mágicos.

—Ziara, es un verdadero honor ser quien te inicie en tu renacer. Yo, Missendra, hija de Fineora, cuarta Madre de la Luna, y primera hechicera de Faroa, te presento hoy y aquí, en la Ciudadela Blanca, como nuestra hermana.

Las rodillas de todos los Hijos Prohibidos tocaron el suelo en señal de aceptación y respeto. La emperatriz retiró la piedra de su cuello y la alzó hasta que la luz de la luna la tocó y la iluminó. Después la posó sobre mi corazón, que latía desenfrenado bajo la liviana tela de mi camisa gris.

No quería estar allí, pero tampoco podía escapar. Sentí la asfixia que tantas veces me había angustiado en la Casa Verde en las tardes de invierno; tan parecida a la que me había aturdido dentro del claro de agua siendo solo una niña que buscaba hadas; tan

diferente al alivio cuando salí del castillo de Dowen, aunque lo hiciera con el recuerdo de la boca de Redka sobre la mía.

—Ziara de Faroa, hija de Essandora, séptima Madre de la Luna, y descendiente de los últimos hombres —Missendra cerró los ojos con devoción y noté la humedad repentina que cubrió los míos, una emoción inexplicable que me brotó del interior y que se extendió por mi cuerpo hasta percibir que me ardía la piel—, yo te nombro primera hija híbrida de Faroa. Contigo, la historia cambia. Contigo, nuestro futuro es posible.

Sus palabras seguían siendo un enigma. Me faltaban respuestas que solo me darían cuando fuera una de los suyos. Por ese motivo estaba allí, asumiendo mi renacimiento como Hija de la Luna, pero ¿de verdad deseaba escucharlas? ¿Estaba segura de querer conocer la razón por la que resultaba valiosa para las manos que habían asesinado a mi pueblo?

No podía respirar. Me costaba poner orden a la constante incertidumbre en mi mente. Sentía que los ojos de los que me observaban me traspasaban hasta vislumbrar todas mis emociones.

Cuando el miedo se apoderó por completo de mí, el medallón lunar de la emperatriz se adhirió a mi pecho con una fuerza descomunal que me oprimía los pulmones y que se imantaba a mi propio collar.

Tiré de él para liberarme de su ahogo, pero fui incapaz de separarlos.

Me tambaleé y percibí que el suelo vibraba bajo mis pies.

No comprendía qué estaba sucediendo y, al observar el desconcierto en los ojos de Missendra, entendí que ella tampoco.

No pude controlar el temblor de las rodillas y caí bajo la atenta mirada de aquellos enemigos que se habían convertido en familia. «Familia». La palabra se me atragantaba y me dolía. El dolor se transformó en ira al pensar en Syla, en Guimar, en Leah, en todos aquellos que habían perdido y sufrido por la guerra y por culpa de los que me rodeaban en ese instante y me abrían las puertas de su vida.

Al pensar en Redka.

Los murmullos de asombro crecían a mi alrededor y se transformaban en un ruido sobrecogedor para mis oídos.

Apoyé las manos en el suelo y jadeé, intentando hallar aliento y consuelo para esa emoción desmedida imposible de manejar. Jamás había sentido nada igual. Era como si algo dentro de mí se expandiera y buscase paso para estallar hacia fuera, pero era incapaz de encontrarle una salida que aliviase ese desasosiego.

Percibí que esa fuerza incontrolable se deslizaba por mis extremidades y se concentraba en las yemas de mis dedos. Quemaban. Intenté moverlos, pero solo logré que me temblara el cuerpo y que ese poder inesperado se clavase contra el suelo con una furia que acabó por rajarlo. Una pequeña grieta casi imperceptible, pero que ahí estaba. Yo la había provocado con lo que fuera que aquella ceremonia de renacimiento estuviese despertando en mí.

Recordé la asfixia y el pánico que había sentido en el claro de agua ante el poder descontrolado de la luna activándose en mi interior y me esforcé por creer que estaba sucediendo nuevamente, pero, en el fondo de mi ser, sabía que no se trataba de eso. Era otra cosa. Algo desmedido. Desconocido. Imparable.

Lo sentía creciendo en mí.

Lo veía en los ojos temerosos de Missendra.

Levanté la mirada hacia la bóveda que se abría al cielo y busqué

respuestas en su luz, pero no vi más que blancura inerte.

—Ziara, concéntrate en la piedra —me susurró la emperatriz—.

Intenta tranquilizarte. Si no lo haces, estallará en ti.

Colocó el medallón, ya separado del mío, entre mis manos y lo

apretó con las suyas. Entonces, sucedió. Fue solo una chispa, pero ambas la sentimos con tanta fuerza como para separarnos e impulsarnos hacia atrás. La piedra cayó al suelo. Yo me dejé caer con ella, derrotada, exhausta y con lágrimas empapándome el rostro y llevándose tras de sí el brillo plateado que coronaba mis pómulos.

La emperatriz contempló la quemadura de su mano antes de escondérsela a sus súbditos.

Mi piel latía por el calor del fuego, pero estaba sana.

El trozo de luna descansaba a mis pies partido en dos pedazos. —Hermanos, ¡celebremos que nuestra hermana ha llegado a casa! Con esas palabras, la emperatriz dio por finalizada la ceremonia y

la algarabía rompió a nuestro alrededor. Arien apareció a mi lado y me ayudó a levantarme. Su expresión era de asombro y gozo, igual que la de los demás, mientras comenzaban un magnífico festejo que duraría hasta el amanecer.

Missendra recuperó la compostura y se unió a los suyos, ocultando eso que ambas sabíamos que no respondía a lo que debía ser una celebración como aquella. Otro secreto que despertaba y tomaba el control de mis instintos. Nuevas preguntas sin respuesta que cargar sobre mis hombros.

Recuperé el aliento y las fuerzas y me dejé llevar por la emoción ajena, que no sentía, mientras la música me rodeaba, los licores corrían y la alegría se desbordaba, pero mi mente volaba a otro baile muy diferente. A una mirada verde. Al calor de la burbuja que creamos aquel día el uno en brazos del otro.

A un beso.

Al mirar el anillo en mi dedo, creí ver que sus formas se desdibujaban.


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