Rayven volvió corriendo a su habitación con los puños apretados. ¿Qué le sucedía? Quería enterrarse a sí mismo por su estupidez. Se había dicho a sí mismo que mantuviera distancia entre ellos, sabiendo cómo le afectaba su cercanía. En algún lugar lejano podía sentir su corazón actuando de una forma que no debería. Y su cuerpo actuaba como el de un hombre y peor aún. Como el de un demonio hambriento.
Todavía podía sentir el calor de su cuerpo en sus brazos, su dulce aroma, y esos ojos azules hechizantes... maldijo. Se había buscado esto por sí mismo. Solo había dicho esas cosas para hacerla quedarse. Para no arruinar sus planes.
—¿¡Pero por qué estaba llorando?! —se preguntó Rayven, confundido.
¿Cómo podía importarle alguien como él? No debería. Por mucho que aquello le trajera una extraña calidez a su pecho, no debería.
Maldita mujer. Tenía que ser una bruja para tenerlo tan hechizado.