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62.28% Saga de Ender y Saga de la Sombra – Orson Scott Card / Chapter 147: LA SOMBRA DEL HEGEMON .-19.-Rescate

บท 147: LA SOMBRA DEL HEGEMON .-19.-Rescate

A: Wahabi%inshallah@Pakistán.gov De: Chapekar%hope@India.gov Asunto: Para el pueblo indio

Mi querido amigo Ghaffar:

Te honro porque cuando acudí a ti con una oferta de paz entre nuestras dos familias dentro del pueblo indio, aceptaste y mantuviste tu palabra en todo.

Te honro porque has vivido una vida que coloca el bien de tu pueblo por encima de tu propia ambición.

Te honro porque en ti descansa la esperanza del futuro de mi pueblo.

Hago pública esta carta mientras te la envío, sin saber cuál será tu respuesta, pues mi pueblo debe saber ahora, que aún puedo hablarles, lo que te pido y te ofrezco.

Mientras los traicioneros chinos violan sus promesas y amenazan con destruir nuestro ejército, que ha sido debilitado por la traición del llamado Aquiles, a quien tratamos como invitado y amigo, está claro que sin un milagro la gran nación india quedará indefensa contra los invasores que llegan desde el norte. Pronto el implacable conquistador impondrá su voluntad desde Bengala al Punjab. De todo el pueblo indio, sólo el pakistaní, que tú lideras, estará libre.

Ahora te pido que tomes sobre ti todas las esperanzas del pueblo indio. Nuestra lucha de los próximos días te concederá tiempo, espero, para acercar tus ejércitos a nuestra frontera, donde estarás preparado para resistirte al avance del enemigo chino.

Ahora te doy permiso para cruzar esa frontera donde sea necesario, para que puedas establecer posiciones defensivas más fuertes. Ordeno a todos los soldados indios que permanecen en la frontera con Pakistán que no ofrezcan ninguna resistencia a las fuerzas pakistaníes que entren en nuestro país, y que cooperen proporcionando mapas completos de todas nuestras defensas, y todos los códigos y libros de códigos. Todo nuestro material en la frontera debe ser entregado también a Pakistán.

Pido que todos los ciudadanos de la India que queden bajo la tutela del gobierno pakistaní sean tratados con la misma generosidad con que, si la situación fuera a la inversa, desearías que nosotros tratáramos a tu pueblo. Sean cuales sean las ofensas pasadas que se hayan cometido entre nuestras familias, perdonémonos mutuamente y no cometamos nuevas ofensas, y tratémonos como hermanos y hermanas que han sido fieles a rostros distintos del mismo

Dios, y que ahora deben unirse hombro con hombro para defender a la India contra el invasor cuyo único dios es el poder y que sólo adora la crueldad.

Muchos miembros del gobierno indio, el ejército y el sistema educativo huirán a Pakistán. Te suplico que les abras tus fronteras, pues si permanecen en la India, sólo habrá muerte o cautiverio en su futuro. Todos los demás indios no tienen motivos para temer ser perseguidos individualmente por los chinos, y os pido que no huyáis a Pakistán, sino que permanezcáis en la India, ya que, con la voluntad de Dios, pronto seréis liberados.

Yo mismo permaneceré en la India, para soportar la carga que el conquistador coloque sobre mi pueblo. Prefiero ser Mándela que De Gaulle. No habrá ningún gobierno en el exilio. Pakistán controla ahora el gobierno del pueblo indio. Digo esto con toda la autoridad que me otorga el Congreso.

Que Dios bendiga a todas las personas honradas y las mantenga en libertad.

Tu hermano y amigo,

Tikal Chapekar

Para Bean, volar sobre las áridas tierras del sur de la India era como un extraño sueño, donde el paisaje no cambiaba nunca. O más bien, era un videojuego, con un ordenador componiendo cada escenario del vuelo, reciclando los mismos algoritmos para crear el mismo tipo de escenario en general, nunca iguales del todo en detalle.

Como los seres humanos. El ADN difería sólo en diminutas proporciones de una persona a otra, y sin embargo esas diferencias creaban santos y monstruos, locos y genios, constructores y destructores, amantes y ladrones. En la India vivía más gente que en todo el mundo hacía sólo dos o tres siglos. Más personas vivían en ese país que las que habían vivido en toda la historia del mundo hasta la época de Cristo. Toda la historia de la Biblia y la Ilíada y Herodoto y Gilgamesh y todo lo que habían recompuesto arqueólogos y antropólogos, todas aquellas relaciones humanas, todos aquellos logros, podrían haber sido realizados por la gente que sobrevolamos ahora mismo, con gente que queda para vivir historias nuevas que nadie más oiría.

En pocos días, China conquistaría suficiente gente para componer cinco mil años de historia humana, y los tratarían como si fuesen hierba, para segarla al mismo nivel, y si alguien se alzaba sería arrancado de cuajo.

¿Y qué estoy haciendo yo? Volar en una máquina que habría provocado al profeta Ezequiel un

ataque al corazón antes de poder haber escrito que había visto un tiburón en el cielo. Sor Carlotta solía bromear diciendo que la Escuela de Batalla era la rueda en el cielo que Ezequiel había visto en su visión. Y aquí estoy yo, como una figura salida de una antigua visión, ¿y qué estoy haciendo? De los miles de millones de personas a las que podría haber salvado, elijo a la que mejor conozco y aprecio, y arriesgo las vidas de un par de centenares de buenos soldados para hacerlo. Y si salimos de ésta con vida, ¿qué haré entonces? ¿Pasar los pocos años de vida que me queden ayudando a Peter Wiggin a derrotar a Aquiles para que consiga exactamente lo que Aquiles ya está a punto de llevar a cabo: unir la humanidad bajo el mando de un gobernante demente y ambicioso?

A sor Carlotta le gustaba citar aquello de vanidad de vanidades, todo vanidad. No hay nada nuevo bajo el sol. Un tiempo para dispersar las rocas y otro tiempo para reunirías.

Bueno, mientras Dios no le dijera a nadie para qué eran las rocas, podría dejar las rocas en paz y encontrar a mi amiga, si puedo.

Mientras se acercaban a Hyderabad, captaron un montón de conversaciones por radio. Material táctico de los satrads, no sólo el tráfico de la red que cabría esperar del ataque sorpresa chino a

Birmania que el ensayo de Peter había disparado. A medida que se fueron acercando, los ordenadores de a bordo distinguieron las señales por radio de tropas chinas además de indias.

—Parece que el grupo de recogida de Aquiles se nos ha adelantado —dijo Suriyawong.

—Pero no hay disparos —observó Bean—. Lo cual significa que ya han llegado a la sala de planificación y retienen como rehenes a los miembros de la Escuela de Batalla.

—Eso es —dijo Suriyawong—. Hay tres helicópteros en el tejado.

—Habrá más en el patio, pero vamos a complicarles la vida y acabemos con esos tres. Virlomi no estaba del todo segura.

—¿Y si piensan que es el ejército indio que ataca y matan a los rehenes ?

—Aquiles no es tan estúpido para no asegurarse de quién efectúa los disparos antes de empezar a usar su viaje de regreso a casa.

Fue como una práctica de tiro al blanco, y tres misiles destruyeron a tres helicópteros, así de fácil.

—Ahora pasemos a las aspas y mostremos las insignias tailandesas —dijo Suriyawong.

Fue, como siempre, un momento de tensión antes de que las aspas se hicieran cargo de la caída. Pero Bean estaba acostumbrado a aquella sensación de náusea acuciante y al mirar por las ventanillas advirtió que los soldados indios aplaudían y vitoreaban.

—Oh, de repente nos hemos convertido en los buenos —dijo Bean.

—Opino que sólo somos los no-tan-malos —contestó Suriyawong.

—Creo que estáis corriendo un riesgo irresponsable con las vidas de mis amigos —dijo Virlomi. Bean se puso serio de inmediato.

—Virlomi, conozco a Aquiles, y la única manera de impedir que mate a tus amigos por despecho es mantenerle preocupado y desequilibrado; no darle tiempo a desplegar toda su maldad.

—Quería decir que si uno de esos misiles se hubiera desviado, habría alcanzado la sala en la que están y los podría haber matado a todos.

—Oh, ¿eso es lo que te preocupa? Virlomi, yo he entrenado a esos hombres. Soy consciente de que

hay situaciones en las que tal vez fallarían, pero ésta no es una de ellas.

Virlomi asintió.

—Comprendo. La confianza del comandante en jefe. Ha pasado mucho tiempo desde que tuve un escuadrón propio.

Unos cuantos helicópteros permanecieron en el aire, controlando el perímetro; la mayoría se posó delante del edificio donde se encontraba la sala de planificación. Suriyawong ya había informado por

satrad a los líderes de las compañías de que iba a entrar en el edificio. Saltó del helicóptero en cuanto la puerta se abrió, Virlomi echó a correr tras él, y el grupo empezó a ejecutar el plan.

De inmediato, el helicóptero de Bean despegó y, seguido por otro helicóptero, rodeó el edificio para

posarse al otro lado. Allí encontraron a los otros dos helicópteros chinos con las aspas rotando. Bean hizo que su piloto se posara de forma que las armas del aparato apuntaran a los lados de los dos helicópteros chinos. Entonces salió junto con los treinta hombres que le acompañaban cuando los soldados chinos hacían lo mismo.

El otro helicóptero de Bean permaneció en el aire, esperando a ver si eran necesarios primero sus misiles o las tropas de dentro.

Los chinos superaban en número a los hombres de Bean, pero ése no era el problema. Nadie disparó, porque los chinos querían salir de allí con vida, y no había ninguna esperanza de hacerlo si

empezaban a disparar, porque el helicóptero que estaba en el aire se limitaría a destruir ambos aparatos chinos y entonces no importaría lo que sucediera en tierra, porque nunca regresarían a casa y su misión

sería un fracaso.

Los dos pequeños ejércitos formaron como los regimientos de las guerras napoleónicas, en filas ordenadas. A Bean le dieron ganas de gritar algo parecido a «calen las bayonetas» o «carguen», pero nadie usaba mosquetes y, además, el principal objetivo estaba a punto de salir por la puerta del edificio.

Y allí estaba, corriendo hacia el helicóptero más cercano, sujetando a Petra por el brazo y casi arrastrándola. Aquiles tenía una pistola. Bean deseó que uno de sus tiradores lo abatiera, pero sabía que entonces los chinos abrirían fuego y sin duda Petra moriría. Así que llamó a Aquiles, quien no le hizo el menor caso.

Bean sabía cuál era su propósito: entrar en el helicóptero mientras todo el mundo mantenía el alto el fuego; entonces Bean estaría indefenso, incapaz de hacerle nada por miedo a dañar a Petra.

Bean utilizó su satrad y el helicóptero en el aire hizo lo que el artillero estaba entrenado para hacer:

disparó un misil que estalló justo detrás del helicóptero chino más cercano. El aparato bloqueó el estallido, de modo que Petra y Aquiles no resultaron heridos, pero la nave se estremeció y cayó de costado y, cuando las aspas chocaron contra el suelo, se dio la vuelta y quedó destrozado contra un barracón. Unos cuantos soldados intentaron sacar a otros que habían sufrido fracturas o heridas diversas antes de que el helicóptero se incendiara.

Aquiles y Petra se encontraban ahora en el centro del patio despejado. El único helicóptero chino restante estaba demasiado lejos para alcanzarlo corriendo. Aquiles hizo lo único que podía hacer, dadas

las circunstancias: colocó a Petra delante y le apoyó el cañón de la pistola en la cabeza. No era un movimiento que enseñaran en la Escuela de Batalla, estaba sacado directamente de los vids.

Mientras tanto, el oficial chino al mando (un coronel, si Bean recordaba correctamente cómo traducir las insignias de rango, lo cual era un escalafón muy alto para una operación a pequeña escala como

ésa) avanzó con sus hombres. Bean no tuvo que indicarle que cualquier movimiento para situarse entre

los hombres de Aquiles y los de Bean iniciaría los disparos, ya que la situación sólo sería de empate mientras Bean tuviera capacidad para matar a Aquiles en el momento en que causara daño a Petra.

Sin mirar a los soldados que tenía cerca, Bean dijo:

—¿Quién tiene una pistola de dardos? Le dieron una.

—Prepare una de verdad también —murmuró alguien.

—Espero que el ejército indio no se dé cuenta de que Aquiles no tiene a ningún chico indio con él —

añadió otro—. No creo que tengan el menor respeto por una armenia.

Bean apreció que sus hombres fueran capaces de calibrar la situación, pero no era momento de halagos.

Se apartó de sus hombres y se dirigió hacia Aquiles y

Petra. Cuando lo hacía, vio que Suriyawong y Virlomi salían por la puerta por la que acababa de salir también el coronel chino.

—Todo seguro —gritó Suriyawong—. Cargando. Aquiles ha matado sólo a uno de los nuestros.

—¿Uno de los «nuestros»? —replicó Aquiles—. ¿Cuándo se convirtió Sayagi en uno de los vuestros?

¿Quieres decir que no te importa a quien mate, siempre que no sea un mocoso de la Escuela de Batalla soy un asesino?

—Nunca vas a escapar en ese helicóptero con Petra —dijo Bean.

—Sé que nunca voy a escapar sin ella —contestó Aquiles—. Si no la tengo en mi poder, volarás ese helicóptero en trocitos tan pequeños que tendréis que usar una cucharilla para recogernos.

—Entonces supongo que uno de mis tiradores de precisión tendrá que dispararte. Petra sonrió.

Le estaba diciendo que sí, que lo hiciera.

—El coronel Yuan-xi considerará la misión un fracaso, y matará a tantos de vosotros como pueda. A Petra primero.

Bean vio que el coronel había ordenado a sus hombres que subieran al helicóptero, aquellos que le habían acompañado al salir del edificio y los que se habían desplegado de los helicópteros antes de que

llegara Bean. Sólo él, Aquiles y Petra permanecían fuera.

—Coronel —dijo Bean—, la única forma de que esto no termine en un baño de sangre es que confiemos el uno en el otro. Le prometo que mientras Petra siga con vida, ilesa y conmigo, usted podrá despegar sin ninguna interferencia por mi parte ni de mi fuerza de choque. Lo cierto es que para mí carece de importancia si se lleva a Aquiles o decide dejarlo.

La sonrisa de Petra se desvaneció, sustituida por un rostro que era una clarísima máscara de furia. No quería que Aquiles escapara.

No obstante, seguía deseando vivir, por eso no decía nada, para que Aquiles no supiera que exigía su muerte, incluso al coste de su propia vida.

Lo que ignoraba era el hecho de que el comandante chino tenía que cumplir unas condiciones

mínimas para el éxito de su misión: tenía que llevarse a Aquiles consigo cuando se marchara. De lo contrario, mucha gente moriría, ¿y para qué? Las peores acciones de Aquiles ya estaban hechas. A partir de ese momento, ya nadie confiaría en su palabra. El poder que ahora consiguiera sería a través de la fuerza y el miedo, no mediante el engaño y la persuasión. Lo cual significaba que se labraría enemigos cada día, empujando a la gente a los brazos de sus oponentes.

Aún podría ganar más batallas y más guerras, incluso podría parecer que triunfaba por completo, pero, como Calígula, las personas más cercanas a él acabarían convertidas en asesinos. Y cuando muriera, hombres igual de malvados, pero quizá no tan locos, ocuparían su lugar. Matarle en ese

momento no supondría tanta diferencia para el mundo.

Salvar a Petra, sin embargo, sí representaría una diferencia para el mundo de Bean. Había cometido errores que condujeron a la muerte de Poke y sor Carlotta. No pensaba cometer ninguno más. Petra viviría porque Bean no podría soportar que no fuera así. Ella ni siquiera tenía voto en ese asunto.

El coronel sopesaba la situación. Aquiles, no.

—Voy a avanzar hacia el helicóptero ahora. Tengo el dedo apoyado en el gatillo. No me hagas vacilar, Bean.

Bean sabía lo que estaba pensando Aquiles: ¿Puedo matar a Bean en el último momento y escapar, o debo postergar ese placer?

Y ésa era otra ventaja para Bean, porque su pensamiento no estaba nublado por ideas de venganza

personal.

Aunque eso no era del todo cierto, porque también él estaba intentando pensar en algún modo de salvar a Petra y matar a Aquiles.

El coronel se situó detrás de Aquiles antes de darle su respuesta a Bean.

—Aquiles es el arquitecto de la gran victoria china, y debe venir a Beijing, donde se le espera para recibirlo con todos los honores. Mis órdenes no dicen nada de la armenia.

—Nunca nos dejarán despegar sin ella, idiota —intervino Aquiles.

—Señor, le doy mi palabra. Aunque Aquiles ya ha asesinado a una mujer y una niña que no le hicieron más que bien, y merece morir por sus crímenes, le dejaré marchar con usted.

—Entonces nuestras misiones no entran en conflicto —concluyó el coronel—. Acepto sus términos, siempre que también acepte cuidar de los hombres que queden detrás según las reglas de la guerra.

—Acepto.

—Yo estoy al mando de esta misión —objetó Aquiles—, y no acepto.

—Usted no está al mando de nuestra misión, señor —repuso el coronel.

Bean sabía exactamente qué iba a hacer Aquiles. Apartaría la pistola de la cabeza de Petra el tiempo suficiente para dispararle al coronel. Esperaba que ese movimiento sorprendiera a la gente, pero Bean no se dejó sorprender. Alzó la mano con la pistola de dardos antes de que Aquiles empezara a volverse hacia el coronel.

Pero Bean no fue el único que sabía qué cabía esperar de Aquiles. El coronel se había acercado lo suficiente para poder arrancarle la pistola a Aquiles de un manotazo. Al mismo tiempo, con la otra mano, el coronel golpeó a Aquiles cerca del codo, y aunque el golpe pareció sin fuerza, el brazo de Aquiles se dobló en un ángulo extraño hacia atrás. Aquiles emitió un grito de dolor y cayó de rodillas al tiempo que soltaba a Petra. Ella inmediatamente se hizo a un lado, y en ese momento Bean disparó el dardo tranquilizante. Pudo ajustar el tiro en el último segundo, y la diminuta bala golpeó la camisa de Aquiles con tanta fuerza que aunque el casquillo chocó contra la tela, el tranquilizante atravesó el tejido y penetró en la piel de Aquiles, que se derrumbó inmediatamente.

—Sólo es un tranquilizante —explicó Bean—. Despertará dentro de unas seis horas, con dolor de cabeza.

El coronel se quedó allí de pie, sin mirar todavía a Aquiles, con los ojos fijos en Bean.

—Ahora no hay ningún rehén. Su enemigo está en el suelo. ¿Hasta qué punto puedo confiar en su palabra, señor, ahora que las circunstancias han cambiado?

—Los hombres de honor son hermanos, sin importar el uniforme que vistan. Puede subirlo a bordo y despegar. Le recomiendo que vuele en formación con nosotros hasta que estemos al sur de las defensas

que rodean Hyderabad, entonces podrá seguir su propio rumbo, y nosotros el nuestro.

—Es un buen plan —dijo el coronel.

Se arrodilló y empezó a recoger el cuerpo inerte de Aquiles. Fue difícil, así que Bean, a pesar de su pequeño tamaño, se adelantó a ayudarlo cogiendo a Aquiles por las piernas.

Petra estaba ya de pie, y cuando Bean la miró descubrió que estaba observando la pistola de Aquiles, que yacía en el suelo junto a ella. Bean casi pudo leerle los pensamientos. Matar a Aquiles con su propia

arma sería tentador, y Petra no había dado su palabra.

Pero antes de que pudiera moverse hacia el arma, Bean le apuntó con su pistola de dardos.

—Tú también podrías despertarte dentro de seis horas con dolor de cabeza.

—No será necesario —dijo ella—. Sé que también me ata tu palabra.

En lugar de agacharse a recoger la pistola, ayudó a Bean a cargar con el cuerpo de Aquiles.

Lo subieron a la amplia puerta del helicóptero. Los soldados del interior del aparato lo agarraron y se lo llevaron al interior, presumiblemente a un lugar donde pudieran asegurarlo durante las maniobras. El helicóptero estaba abarrotado, pero sólo de hombres: no había suministros ni munición pesada, así que volaría con normalidad. Tan sólo sería incómodo para los pasajeros.

—No querrá usted volver a casa en ese helicóptero —dijo Bean—. Le invito a venir con nosotros.

—Pero nuestros destinos no coinciden —respondió el coronel.

—Conozco a ese chico que acaba de subir a bordo —dijo Bean—. Aunque no recuerde lo que ha

hecho usted cuando despierte, alguien se lo dirá algún día, y cuando lo sepa, estará usted marcado. Nunca olvida. Acabará matándolo.

—Entonces habré muerto obedeciendo mis órdenes y cumpliendo mi misión.

—Asilo pleno y una vida dedicada a liberar China y todas las demás naciones del tipo de mal que representa.

—Sé que pretende usted ser amable —observó el coronel—, pero me hiere en el alma que me ofrezcan tales recompensas por traicionar a mi país.

—Su país está en manos de hombres sin honor —insistió Bean—. Sin embargo, se mantienen en el

poder gracias al honor de hombres como usted. ¿Quién, entonces, traiciona a su país? No, no tenemos tiempo para discutir. Yo me limito a plantar la idea para que arraigue en su alma.

Bean sonrió y el coronel le devolvió la sonrisa.

—Entonces es usted un diablo, señor, como los chinos hemos sabido siempre que son los europeos. Bean lo saludó. Él devolvió el saludo, subió a bordo y la puerta del helicóptero se cerró.

Bean y Petra se apresuraron a apartarse de la corriente de aire mientras el aparato chino se elevaba. Permaneció allí flotando mientras Bean ordenaba que todos entraran en el helicóptero que quedaba en

tierra. Menos de dos minutos después, también su helicóptero se elevó y los dos aparatos salieron juntos

del edificio, donde fueron escoltados por los otros helijets de la fuerza de choque de Bean.

Volaron juntos hacia el sur, lentamente, usando los rotores. Los indios no les dispararon. Sin duda los oficiales indios sabían que sus mejores mentes militares iban a un sitio donde estarían mucho más seguros que en Hyderabad, o cualquier otro lugar de la India, una vez que llegaran las tropas chinas.

Entonces Bean impartió la orden, y todos sus helicópteros se elevaron, detuvieron las aspas para poner los jets en funcionamiento y pusieron rumbo a Sri Lanka.

Dentro del helicóptero, Petra contemplaba sombría su cinturón de segundad. Virlomi estaba junto a ella, pero ninguna de las dos hablaba.

—Petra —dijo Bean.

Ella no alzó la cabeza.

—Virlomi nos encontró, no nosotros a ella. Gracias a ella, hemos podido venir a buscaros.

Petra siguió sin alzar la cabeza, pero extendió una mano y la colocó sobre las manos de Virlomi, cruzadas sobre su regazo.

—Fuiste valiente y buena —dijo Petra—. Gracias por compadecerte de mí. Entonces alzó la cabeza para mirar a Bean.

—En cambio a ti no te doy las gracias, Bean. Estaba dispuesta a matarlo y lo habría hecho. Habría encontrado un modo.

—Al final acabará encontrando la muerte. Cometerá un error, como Robespierre, como Stalin. Otros verán su pauta y cuando se den cuenta de que va a llevarlos a la guillotina, decidirán que ya han tenido

bastante y entonces morirá.

—Pero ¿a cuántos matará por el camino? Y ahora tus manos están manchadas con toda su sangre, porque lo subiste vivo a ese helicóptero. Y las mías también.

—Te equivocas —replicó Bean—. Él es el único responsable de sus asesinatos. Y te equivocas sobre lo que habría sucedido si hubiéramos permitido que te llevara. No habrías sobrevivido a ese viaje.

—Eso no lo sabes.

—Conozco a Aquiles. Cuando ese helicóptero se hubiera elevado veinte pisos, te habría empujado por la puerta. ¿Y sabes por qué?

—Para que tú vieras el espectáculo.

—No, habría esperado a que yo me fuera —dijo Bean—. No es tan estúpido. Considera su supervivencia más importante que tu muerte.

—¿Entonces por qué matarme ahora? ¿Por qué estás tan seguro?

—Porque te rodeaba con el brazo como un amante. Mientras te apuntaba a la cabeza con la pistola, te sujetaba con afecto. Creo que antes de subirte a bordo pretendía besarte. Quería que yo viera eso.

—Ella nunca permitiría que la besara —dijo Virlomi con disgusto.

Pero Petra miró a Bean y las lágrimas de sus ojos eran más sinceras que las valientes palabras de

Virlomi. Ya había permitido que Aquiles la besara. Igual que Poke.

—Te marcó —dijo Bean—. Te amaba. Tenías poder sobre él. Cuando ya no te necesitara como rehén para que yo no lo matara, no podías seguir viviendo.

Suriyawong se encogió de hombros.

—¿Qué lo hizo ser así?

—Nada —respondió Bean—. No importa por qué terribles trances hubiese tenido que pasar, no importa qué temibles ansias surgieran en su alma: él eligió actuar siguiendo esos deseos, él eligió las acciones que llevó a cabo. Él es responsable de sus propias acciones, y nadie más. Ni siquiera los que le salvaron la vida.

—Como tú y yo hoy —dijo Petra.

—Quien le ha salvado la vida hoy ha sido sor Carlotta. Lo último que me pidió fue que dejara la venganza en manos de Dios.

—¿Crees en Dios? —preguntó Suriyawong, sorprendido.

—Cada vez más —asintió Bean—. Y también cada vez menos. Virlomi tomó las manos de Petra entre las suyas y dijo:

—Ya basta de culpas y basta de Aquiles. Estás libre. A partir de ahora ya no tendrás que pensar en qué te hará si oye lo que dices, y cómo actuar cuando podría estar vigilando. A partir de ahora sólo podrá

hacerte daño si sigues conservándolo en tu corazón.

—Escúchala, Petra—dijo Suriyawong—. Es una diosa, ya sabes. Virlomi se echó a reír.

—Salvo puentes y atraigo helicópteros.

—Y me bendijiste —añadió Suriyawong.

—Nunca he hecho eso.

—Cuando me pisaste la espalda—dijo Suriyawong—. Todo mi cuerpo es ahora el camino de una diosa.

—Sólo la parte trasera —dijo Virlomi—. Tendrás que encontrar a alguien que te bendiga por delante. Mientras bromeaban, medio ebrios por el éxito y la libertad y la abrumadora tragedia que dejaban

atrás, Bean miró a Petra, vio las lágrimas que caían sobre su regazo, y deseó extender la mano y secar esas lágrimas. Pero ¿de qué serviría? Aquellas lágrimas habían surgido de profundos pozos de dolor, y

su mero contacto no haría nada por secarlas en su fuente. Haría falta tiempo para eso, precisamente

algo de lo que él no disponía. Si Petra había de conocer la felicidad (felicidad, esa cosa preciosa de la que había hablado la señora Wiggin), sería cuando compartiera su vida con alguien más. Bean la había salvado, la había liberado, no tanto para formar parte de su vida, sino para no tener que soportar la culpa de su muerte como soportaba las muertes de Poke y Carlotta. Lo había hecho por egoísmo, en cierto modo. Pero en otro sentido no habría nada para él después de todo el trabajo de ese día.

Excepto que cuando llegara su muerte, más temprano que tarde, bien podría mirar el trabajo de ese día con más orgullo que ninguna otra cosa en su vida. Porque había vencido. En medio de toda la

terrible derrota, había encontrado una victoria. Había impedido que Aquiles cometiera un nuevo

asesinato. Hab��a salvado la vida de su más querida amiga, aunque ella no se lo había agradecido todavía. Su ejército había hecho lo que debía, y no habían perdido ni una sola vida de los doscientos hombres que le habían encomendado. Antes siempre había formado parte de la victoria de otro. Ese día había ganado él.


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