Capítulo VII
EN EL CUAL EL JUEZ DE TREBISONDA PROCEDE A LA INFORMACIÓN, DE UNA MANERA BASTANTE INGENIOSA
En efecto, Kerabán y sus compañeros, después de haber dejado la araba y sus monturas en las cuadras exteriores, acababan de entrar en la posada. Kidros los acompañaba, no economizando sus más expresivas cortesías, y depositó en un rincón su linterna encendida, que no proyectaba más que una sutil claridad en el interior del patio.
—Sí, señor —repetía Kidros inclinándose—, entrad. ¿Queréis entrar? Ésta es la posada de Kissar.
—¿Y no estamos más que a dos leguas de Trebisonda? —preguntó
Kerabán.
—¡A dos leguas, lo más!
—Bien; que cuiden a nuestros caballos. Partiremos mañana al despuntar el día.
Después, volviéndose hacia Ahmet que conducía a Amasia a un banco, en donde se sentó con Nedjeb, dijo con tono de buen humor:
—Desde que mi sobrino ha encontrado a su novia no se ocupa más que de ella, y me veo obligado a preparar todas nuestras jornadas.
—Es muy natural, señor Kerabán. ¿De qué serviría, pues, el ser tío?
—respondió Nedjeb.
—No me querréis menos por eso —dijo Ahmet sonriéndose.
—Ni a mí —añadió la joven.
—¡Eh, yo no quiero mal a nadie…! Ni siquiera a Van Mitten, que ha tenido
la idea…, la imperdonable idea de quererme abandonar en el camino.
—¡Oh!, no hablemos de eso —repitió Van Mitten—, ni ahora ni nunca.
—¡Por Mahoma! —exclamó Kerabán—, ¿por qué no hablar de eso? Una pequeña discusión sobre eso… o sobre otra cualquier cosa… os avivaría la sangre.
—Creía, tío —observó Ahmet—, que habíais tomado la resolución de no discutir más.
—¡Es verdad! Tienes razón, sobrino, y verás como no me vuelves a reprender, aunque tuviese cien veces razón.
—¡Veremos! —dijo Nedjeb.
—Por otra parte —repuso Van Mitten—, lo mejor que podemos hacer es descansar unas cuantas horas con un buen sueño.
—Si se puede dormir aquí —murmuró Bruno, de bastante mal humor como siempre.
—¿Tenéis habitaciones que darnos para pasar la noche? —preguntó
Kerabán a Kidros.
—Sí, señor —respondió este último—, tantas como deseéis.
—¡Bien, muy bien! —exclamó Kerabán—. Maña estaremos en Trebisonda; después, en diez días, en Scutari…, donde tendremos una buena comida… la comida a la que os he invitado, amigo Van Mitten, y que celebraremos.
—Nos la debéis, amigo Kerabán.
—¿Una comida en Scutari? —dijo Bruno al oído de su amo—. ¡Sí…, si llegamos!
—¡Vamos, Bruno! —replicó Van Mitten—. Un poco de valor, qué diablo…, aunque no sea más que por el honor de nuestra Holanda.
Scarpante, escondido, escuchaba los párrafos que se cambiaban entre los viajeros, y espiaba el momento oportuno en que le conviniese intervenir.
—Pues bien —preguntó Kerabán—, ¿cuál es la habitación destinada a estas dos jóvenes?
—Ésta —respondió Kidros, indicando una puerta situada a la izquierda del muro.
—Entonces, buenas noches, pequeña Amasia —respondió Kerabán—, y que Alá te proporcione agradables sueños.
—Igualmente, señor Kerabán —respondió la joven—. Hasta mañana, querido Ahmet.
—Hasta mañana, querida Amasia —respondió el Joven, después de haber abrazado a Amasia.
—¿Vienes, Nedjeb? —dijo Amasia.
—Os sigo, querida señorita —respondió Nedjeb—; mas ya sé de lo que tendremos que hablar durante una hora.
Las dos jóvenes entraron en la habitación por la puerta que Kidros tenía abierta.
—Y ahora, ¿dónde pondremos a estos dos bravos mozos? —dijo Kerabán, señalando a Bruno y a Nizib.
—En una habitación exterior, donde voy a conducirlos —respondió Kidros.
Y dirigiéndose hacia la puerta del fondo, hizo señas a Bruno y Nizib para que le siguieran, a lo que los dos bravos mozos, extenuados por una larga mojada de marcha, obedecieron, sin hacerse de rogar, después de haber dado a sus señores las buenas noches.
«He aquí el momento de obrar», se dijo Scarpante.
Kerabán, Van Mitten y Ahmet, aguardando la vuelta de Kidros, se paseaban en el patio del paradero. El tío estaba de buen humor. Todo marchaba a medida de sus deseos. Llegaría, en el plazo fijado, a las millas del Bósforo. Se regocijaba al pensar en las caras que pondrían las autoridades otomanas al verle aparecer. Para Ahmet, la vuelta a Scutari era la celebración tan deseada de su matrimonio. Para Van Mitten, la
vuelta… era la vuelta.
—¡Ah!, se me olvidaba; ¿y nuestra habitación? —dijo Kerabán.
Al volverse, percibió a Scarpante, que se adelantaba lentamente hacia él.
—¿Preguntáis por la habitación destinada al señor Kerabán y sus compañeros? —dijo inclinándose, como si fuese uno de los sirvientes del parador.
—Sí.
—Hela aquí.
Y Scarpante mostró a la derecha la puerta de la habitación ocupada por la vieja curda, cerca de la que velaba Yanar.
—¡Venid, amigos míos, venid! —respondió Kerabán, empujando vivamente la puerta que le indicaba Scarpante.
Los tres penetraron en el corredor; pero, antes que hubiesen tenido tiempo de cerrar la puerta, ¡qué agitación, qué gritos, qué clamores, y qué terrible voz de mujer se oyó, a la cual se unió bien pronto una da hombre!
Kerabán, Van Mitten y Ahmet, no comprendieron nada de lo que sucedía, salieron prestamente al patio de la posada.
En seguida todas las puertas se abrieron, los viajeros salieron de sus habitaciones. Amasia y Nedjcb también habían acudido al oír el ruido. Bruno y Nizlb volvían por la izquierda. Después, entre aquella senil oscuridad, se distinguía la silueta del feroz Yanar, Y finalmente, una mujer se precipitó fuera del pasadizo en el que Kerabán y sus compañeros tan imprudentemente se habían introducido.
—¡Ladrones! ��Asesinos! ¡Criminales! —gritaba aquella mujer.
Era la noble Sarabul, gruesa, fuerte, de enérgico paso, viva mirada, rostro coloreado, negra cabellera, labios imperiosos que dejaban ver inquietantes dientes; en una palabra, Yanar vestido de mujer.
Evidentemente, la vieja velaba en su habitación en el momento en que los intrusos habían empujado la puerta, porque aparecía vestida. Llevaba un minian
de paño con bordados de oro en las mangas y en el cuerpo; una entari de seda brillante con adornos da seda amarilla, y unida al cuerpo por un chal, en el que no faltaba ni la pistola damasquina ni el yatagán a su vaina de terciopelo verde; en la cabeza, un fez sujeto con una banda de vistosos colores, de donde pendía un largo puskul como el asa de un cascabel; en los pies, botas de cuero rojo, en las que se perdía el bajo del chalwar, el pantalón de las mujeres de Oriente. Algunos viajeros han pretendido que la mujer curda, vestida de esta manera, se asemeja a una avispa. ¡Sea! La noble Sarabul no desmentía aquella comparación, y aquella avispa debía de poseer un formidable aguijón.
—¡Qué mujer! —dijo a media voz Van Mitten.
—¡Y qué hombre! —respondió Kerabán, mostrando a Yanar. Entonces éste exclamó:
—¡Se ha cometido un nuevo atentado! Que detengan a todo el mundo.
—Resistamos —murmuró Ahmet al oído de su tío—, porque me temo que hayamos sido causado todo este trastorno.
—¡Bah!, nadie nos ha visto —respondió Kerabán—, y ni Mahoma nos reconocería.
—¿Qué hay, Ahmet? —preguntó la joven, que acababa de reunirse con su prometido.
—Nada, querida Amasia —respondió Ahmet—, nada.
En aquel momento, Kidros apareció en el umbral de la puerta grande, en el fondo del patio, y exclamó!
—¡Sí, llegáis a tiempo, señor juez!
En efecto, el juez, pedido a Trebisonda, acababa da llegar a la posada, donde debía pasar la noche, a fin de proceder a la mañana siguiente a la información reclamada por la pareja curda. Seguíale su escribano, y se detuvo en el umbral.
—¿Cómo? —dijo—. ¿Habrán repetido esos bribones su tentativa de la noche última?
—Así parece, señor juez —respondió Kidros.
—Que cierren las puertas de la posada —dijo el magistrado con una voz grave—. ¡Prohíbo que salga nadie sin mi permiso!
Estas órdenes fueron ejecutadas prontamente, y todos los viajeros pasaron al estado de detenidos, a los que la posada iba a servir momentáneamente da prisión.
—Y ahora, señor juez —dijo la noble Sarabul— pido justicia contra esos malhechores, que han osado, por segunda vez, atacar a una mujer indefensa…
—¡No solamente a una mujer, sino a una curda! —añadió Yanar con un gesto amenazador.
Scarpante, como es fácil comprender, seguía toda aquella escena sin perder el menor detalle.
El juez, de aspecto astuto, de hundidos ojos, nariz puntiaguda, boca comprimida que desaparecía bajo su barba buscaba reconocer con la vista la fisonomía de ludas las personas encerradas en la posada, cosa que no dejaba de ser difícil, por la poca claridad que esparcía la única linterna depositada en un rincón del patio.
Hecho rápidamente este examen, dirigiéndose a la noble viajera, le preguntó:
—¿Afirmáis que la noche última han intentado penetrar algunos malhechores en vuestra habitación?
—¡Lo afirmo!
—¿Y que acaban de repetir su criminal tentativa?
—¡Ellos, u otros!
—¿No hace más que un momento?
—¡No hace más que un momento!
—¿Los reconocerías?
—¡No…! ¡Mi habitación estaba a oscuras, lo mismo que este patio, y no he podido ver sus caras!
—¿Eran muchos?
—¡Lo ignoro!
—¡Lo sabremos, hermana mía —exclamó Yanar—, lo sabremos, y desgraciados esos bribones!
En aquel momento, Kerabán repetía al oído de Van Mitten:
—¡No hay nada que temer! ¡Nadie nos ha visto!
—¡Es posible —respondió el holandés, no del todo seguro de las consecuencias de aquella aventura—; porque, con esos diablos de curdos, el negocio sería malo para nosotros!
Sin embargo, el juez iba de un lado a otro. Parecía no saber qué partido tomar, con gran disgusto de los aquejados.
Señor juez —repuso la noble Sarabul, cruzando los brazos sobre el pecho—: la justicia queda en vuestras manos… ¿No somos súbditos del Sultán, que tiene derecho a su protección? ¿Puede una mujer de mi clase ser víctima de semejante atentado, y escapar al castigo los culpables?
—¡Es verdaderamente magnífica, esta curda! —observó muy justamente
Kerabán.
—¡Magnífica…, pero terrible! —respondió Van Mitten.
—¿Qué decidís, señor juez? —preguntó el feroz Yanar.
—¡Que traigan luces, antorchas! —exclamó la noble Sarabul—. Entonces trataré de reconocer a los osados malhechores.
—Es inútil —respondió el juez—. Yo me encargo de descubrir al culpable.
—¿Sin luz?
—¡Sin luz!
Y el juez hizo una señal a su escribano, que salió por la puerta del fondo, después de haber hecho un gesto afirmativo.
Durante aquel tiempo, el holandés no podía menos de decir muy bajo a su amigo Kerabán:
—¡No me siento muy seguro sobre el resultado de este asunto!
—¡Eh, por Alá! ¡Siempre tenéis miedo! —respondió Kerabán.
Todos callaron entonces, aguardando la vuelta del escribano, no sin un sentimiento muy natural de curiosidad.
—Así, señor juez —preguntó Yanar—, pretendéis, en medio de esta oscuridad, reconocer y descubrir al culpable.
—¿Yo…? ¡No…! —respondió el juez—. Voy a encargar este asunto a un inteligente animal, que más de una vez me ha ayudado certeramente en mis informaciones.
—¿Un animal? —exclamó la viajera.
—Sí…, una cabra…, una astuta y maligna bestia, que sabrá denunciar al culpable, si el culpable está aquí todavía. Y debe de estar, puesto que nadie ha podido abandonar el patio de la posada desde que se ha cometido el atentado.
—¡Ese juez está loco! —murmuró Kerabán.
En aquel momento entró el escribano, tirando por su collar a una cabra que llevó en medio del patio.
Era un lindo animal de esa especie cuyos intestinos contienen algunas veces una concreción pizarrosa, el bezoar, tan estimado en Oriente por sus pretendidas cualidades curativas. Aquella cabra, con su delgado hocico, su rizada barbilla, su mirada inteligente, en una palabra, con su
«fisonomía espiritual», parecía digna de aquel papel de adivina que su amo le otorgaba. Se encuentran, en grandes cantidades, rebaños de estos animales esparcidos por toda el Asia Menor, Anatolia, Armenia y Persia, y son notables por su aguda vista, su oído, su olfato, y su extrema agilidad.
Aquella cabra (a la que el juez atribuía tanta sagacidad) era de regular
talla, blanco el vientre, el pecho y el cuello, pero negra en la frente, la barba y el lomo. Se había echado graciosamente sobre la arena, y, con maliciosa expresión, y volviendo sus pequeños cuernos, miraba a «la sociedad».
—¡Qué bonito animal! —exclamó Nedjeb.
—Pero ¿qué quiere hacer ese juez? —preguntó Amasia.
—¡Alguna brujería, sin duda —respondió Ahmet—, que esos ignorantes creerán!
Ésta era la opinión de Kerabán, que se limitaba a alzar los hombros, mientras Van Mitten contemplaba aquellos preparativos con aire algo inquieto.
—¿Como, señor juez? —dijo entonces la noble Sarabul—. ¿Vais a pedir a esta cabra que reconozca a los culpables?
—A ella misma —respondió el juez.
—¿Y responderá?
—¡Responderá!
—¿De qué manera? —preguntó Yanar, perfecta mente dispuesto a admitir, en su calidad de curdo, todo lo que parecía superstición.
—Nada más sencillo —respondió el juez—. Cada uno de los presentes va a venir, el uno después del otro, a pasar la mano sobre la espalda de esta cabra, y en el momento que sienta la mano del culpable, este astuto animal le delatará con un balido.
—¡Ese buen hombre es sencillamente un brujo de feria! —murmuró
Kerabán.
—Pero, señor juez, jamás… —observó la noble Sarabul—, jamás un animal…
—¡Vais a verlo!
—¿Y por qué no…? —respondió Yanar—. Así, aunque no puedo ser
acusado de este atentado, voy a dar el ejemplo y comenzar la prueba.
Al decir esto, Yanar se aproximó a la cabra, que permanecía inmóvil, y le pasó la mano por la espalda, desde el cuello hasta el rabo.
La cabra continuó callada.
—Que sigan los otros —dijo el juez.
Y, sucesivamente, los viajeros encerrados en el patio imitaron a Yanar y acariciaron la espalda del animal; pero no resultaron culpables, puesto que la cabra no hizo oír ningún balido acusador
Capítulo VIII
QUE CONCLUYE DE UNA MANERA INESPERADA, SOBRE TODO PARA EL AMIGO VAN MITTEN
Mientras se efectuaba aquella prueba. Kerabán había llamado aparte a su amigo Van Mitten y a su sobrino Ahmet. He aquí el final del diálogo que cambiaba entre ellos (diálogo en el que el incorregible Kerabán, olvidando su propósito de no obstinarse más, iba a exponer otra vez su manera de ver y hacer).
—¡Eh, amigos —dijo—, ese brujo me parece sencillamente un gran imbécil!
—¿Por qué? —preguntó el holandés.
—Porque, ¿quién impide al culpable, o a los culpables, fingir que acarician a la cabra, que le pasan la mano sobre el lomo, sin tocarla? Por lo menos ese juez hubiera debido hacerlo a plena luz, a fin de impedir toda superchería. Pero en la sombra, es absurdo.
—En efecto —dijo Van Mitten.
—Así voy a hacerlo —repuso Kerabán—, y os sugiero que sigáis mi ejemplo.
—Pero, tío —repuso Ahmet—, que se le acaricie o no, bien sabéis que el animal balará tanto a los inocentes como a los culpables.
—Evidentemente, Ahmet; pero, puesto que ese buen juez es bastante simple para obrar de esa suerte, pretendo ser menos simple que él, y no tocar ese animal. Y os ruego que tampoco lo toquéis vosotros.
—¡Pero, tío…!
—¡Ah!, no hay discusión en eso —respondió Kerabán, que comenzaba a incomodarse.
—Sin embargo… —dijo el holandés.
—Van Mitten, si tuvierais el atrevimiento de tocar el lomo de ese animal, nunca os lo perdonaría.
—Sea. No tocaré absolutamente nada, por no disgustaros, amigo Kerabán. Poco importa, por otra parte, puesto que, gracias a la oscuridad, nadie nos podrá ver.
La mayor parte de los viajeros acababan de sufrir aquella prueba, y la cabra todavía no había acusado a nadie.
—A nosotros nos toca, Bruno —dijo Nizib.
—¡Dios mío, qué estúpidos son los orientales, fiándose de ese animal!
—respondió Bruno.
Y el uno después del otro, fueron a pasar la mano por la espalda de la cabra, que se portó de igual manera que con los viajeros precedentes.
—Vuestro animal no bala —exclamó la noble Sarabul, interpelando al juez.
—¿Es una burla? —añadió Yanar—. Sería muy peligroso burlarse de curdos.
—¡Paciencia! —respondió el juez sacudiendo la cabeza con aire maligno—. Si la cabra no ha balado, es que el culpable no la ha tocado todavía.
—¡Diablo, no falta más que nosotros! —murmuró Van Mitten, que sin saber por qué, demostraba una vaga inquietud.
—Vamos —dijo Ahmet.
—Sí, yo el primero —respondió Kerabán.
Y, al pasar delante de su amigo y sobrino, repitió en voz baja:
—No la toquéis.
Después, extendiendo la mano por encima de la cabra, simuló acariciarle lentamente la espalda, pero sin tocar un solo pelo.
La cabra no baló.
—¡Eso me tranquiliza! —dijo Ahmet.
Y, siguiendo el ejemplo de su tío, su mano no tocó el lomo de la cabra. La cabra no baló.
Le correspondía al holandés. Van Mitten, el último de todos, iba a ejecutar la prueba ordenada por el juez. Se adelantó, pues, hacia el animal, que parecía mirarle; pero, así y todo, por no disgustar a su amigo Kerabán, se contentó con pasar dulcemente su mano por encima del lomo de la cabra.
La cabra no baló.
Hubo un ¡oh! De sorpresa y un ¡ah! De satisfacción en toda la concurrencia.
—Decididamente, vuestra cabra no es más que una bestia —exclamó
Yanar con voz de trueno.
—No ha reconocido al culpable —exclamó a su vez la noble curda—; y, sin embargo, el culpable está aquí, puesto que nadie ha podido abandonar este patio.
—Sí —dijo Kerabán—; ese juez, con su bestia tan lista, es bastante ridículo, Van Mitten.
—En efecto —respondió Van Mitten, creyendo que la prueba había finalizado.
—¡Pobre cabrita! —dijo Nedjeb a su señorita—; ¿van a castigarla porque no ha balado?
Todos miraban al juez, cuyos ojos, llenos de malicia, brillaban en la oscuridad como carbunclo.
—Y ahora, señor juez —dijo Kerabán con un tono algo sarcástico—, puesto que vuestra indagación ha terminado, creo que nada se opone a que nos retiremos a nuestras habitaciones.
—¡No puede ser! —exclamó la irritada viajera—. ¡No puede ser! Se ha
cometido un crimen…
—¡Eh, señora! —repitió Kerabán, no sin cierta cólera—, no tendréis la pretensión de impedir a personas honradas el dormir cuando gusten de ello.
—¡Decís eso, señor…! —exclamó Yanar.
—En el tono que me conviene —repuso Kerabán.
Scarpante, pensando que el golpe preparado por él había fracasado, puesto que los culpables no habían sido descubiertos, vio con cierta satisfacción aquella disputa entre Kerabán y Yanar. Tal vez de allí surgiría una complicación que ayudara sus proyectos.
Y, en efecto, la disputa se acentuaba entre aquellos dos personajes. Kerabán antes se hubiera dejado detener, condenar, que no decir la última palabra. Ahmet también iba a intervenir para ayudar a su tío, cuando el juez dijo simplemente:
—Poneos todos en fila, y que traigan luces.
Kidros, a quien se dirigía aquel mandato, se apresuró a ejecutarlo. Un instante después, cuatro criados de la posada entraban con antorchas y el patio quedó iluminado rápidamente.
—Que todos levanten la mano derecha —dijo el juez. A aquella orden, todos levantaron la mano derecha.
Todas estaban negras por la palma y los dedos, excepto las de Kerabán, Ahmet y Van Mitten.
En seguida el juez, designando a los tres, dijo:
—Los malhechores… son ésos.
—¡Cómo! —dijo Kerabán.
—¿Nosotros? —exclamó el holandés, sin comprender aquella inesperada afirmación.
—Sí, ellos —repuso el juez—. Que hayan tenido o no temor de ser
denunciados por la cabra, poco importa. Lo cierto es que, teniéndose por culpables, en vez de tocar el lomo de ese animal, que estaba revestido con una capa de hollín, no han hecho más que pasar la mano sin tocar al animal, y ellos mismos se han acusado.
Un murmullo lisonjero (muy lisonjero para el ingenio del juez) se elevó entre los concurrentes, mientras Kerabán y sus compañeros, muy contrariados, bajaban la cabeza.
—¡Así, pues —dijo Yanar—, son éstos los malhechores que han osado la noche pasada…!
—¡Eh!, la última noche —exclamó Ahmet— estábamos a diez leguas del parador de Kissar.
—¿Quién puede demostrarlo? —replicó el juez—. En todo caso, hace un instante habéis intentado introduciros en la habitación de esta noble viajera.
—Pues bien, sí —exclamó Kerabán, furioso por haber caído en aquella celada—. Sí…, nosotros somos los que hemos entrado en ese corredor.
¡Pero no fue más que un error por nuestra parte, o, mejor dicho, de uno de los sirvientes del parador!
—¿De veras? —respondió irónicamente Yanar.
—¡Es cierto! Nos indicó la habitación de estos señores diciendo que era la nuestra.
—¡Eso es cuento! —dijo el juez.
«He aquí —pensó Bruno— que han capturado al tío, al sobrino y a mi amo».
El hecho es que, cualquiera que fuese su aplomo habitual, Kerabán estaba desconcertado, y lo estuvo más cuando el juez dijo, volviéndose hacia ellos:
—¡Que se les ponga en prisión!
—¡Sí, en prisión! —repitió Yanar.
Y todos los viajeros, a los cuales se unió la gente de la posada, gritaron:
—¡A la cárcel! ¡A la cárcel!
En suma, al ver el giro que tomaban las cosas, Scarpante no podía por menos de regocijarse de lo que había hecho. Kerabán, Van Mitten y Ahmet eran detenidos a un tiempo, el viaje interrumpido, una tardanza más a la celebración del matrimonio, y, sobre todo, la separación inmediata de Amasia y su prometido, la posibilidad de continuar en mejores condiciones y conseguir la tentativa en que había fracasado el capitán maltés.
Ahmet, advirtiendo las consecuencias de aquella aventura y pensando en su separación de Amasia, se sintió indispuesto contra su tío. ¿No era Kerabán quien, por una nueva obstinación, les había arrojado a otra aventura? ¿No les había impedido, no les había positivamente prohibido acariciar a la cabra tan sólo por engañar al juez, que, al fin y al cabo, se había mostrado más astuto que ellos? ¿Quién tenía la culpa, si acababan de caer en aquel lazo tendido a su simpleza, y si estaban amenazados de quedar prisioneros, al menos por algunos días?
También, por su parte, Kerabán rabiaba sordamente al pensar en el poco tiempo que le quedaba para terminar su viaje, si quería llegar a Scutari en el plazo determinado. Una terquedad tan inútil como absurda, que podía costar una fortuna a su sobrino!
En cuanto a Van Mitten, miraba a derecha e izquierda, balanceándose ya sobre una pierna ya sobre otra, muy disgustado de sí mismo, osando apenas mirar a Bruno, que parecía repetirle aquellas palabras de mal agüero:
—¿No os había prevenido, señor, que tarde o temprano os sucedería alguna desgracia?
Y dirigió a su amigo Kerabán este simple reproche, en suma bien merecido:
—¿Por qué nos impedisteis pasar la mano por el lomo de ese inofensivo animal?
Por primera vez en su vida, Kerabán se quedó sin responder.
Sin embargo, los gritos de «¡a la cárcel!» se oían y aumentaban con más energía, y Scarpante no se hacía de rogar para gritar con más fuerza que los demás.
—¡Sí, a la cárcel esos malhechores! —repitió el vengativo Yanar, dispuesto a reclamar mano fuerte a la autoridad, si era necesario—. ¡Que les lleven a la cárcel! ¡A la cárcel los tres!
—¡Sí, los tres…, a menos que uno de ellos no sea el único culpable!
—repuso la noble Sarabul, que no hubiera querido que los inocentes pagasen por un culpable.
—¡Eso es de justicia! —añadió el juez—. Pues, bien, ¿cuál de vosotros ha intentado penetrar en esa habitación?
Hubo un momento de indecisión en el espíritu de los tres acusados, pero no fue de larga duración.
Kerabán había pedido al juez permiso para hablar un instante con sus compañeros, lo que le fue otorgado; después, llamando aparte a Ahmet y Van Mitten, con aquel tono que no admitía réplica, les dijo:
—¡Amigos míos, verdaderamente no hay que hacer más que una cosa!
¡Es necesario que uno de vosotros tome a cargo toda esta estúpida aventura, que no tiene nada de grave!
Aquí el holandés comenzó, como si tuviese un presentimiento, a rascarse la oreja.
—Ahora —repuso Kerabán—, la elección no puede ser dudosa. ¡La presencia de Ahmet, en muy corto plazo, es necesaria en Scutari para la celebración de su matrimonio!
—¡Sí, tío, sí! —respondió Ahmet.
—¡La mía también, naturalmente, puesto que debo asistir en calidad de tutor!
—Hein? —dijo Van Mitten.
—¡Por lo tanto, amigo Van Mitten —repuso Kerabán—, creo que no hay opción posible! ¡Es necesario que os sacrifiquéis!
—Pero… ¿qué?
—¡Es necesario acusaros! ¿Qué riesgo corréis? ¿Algunos días de prisión?
¡Es una bagatela! ¡Nosotros sabremos sacaros del encierro!
—Pero… —balbuceó Van Mitten.
—¡Querido señor Van Mitten —repuso Ahmet—, es necesario…! ¡En nombre de Amasia os lo suplico! ¿Queréis que todo su porvenir se pierda, que por no llegar a tiempo a Scutari…?
—¡Oh, señor Van Mitten! —dijo la joven, que había oído aquel coloquio.
—Qué… ¿quisierais? —repetía Van Mitten.
«¡Hum! —se dijo Bruno, que comprendía lo que pasaba—; ¡una estupidez más que quieren hacer cometer a mi amo!».
—¡Señor Van Mitten! —repuso Ahmet.
—¡Vamos…, un buen apretón! —dijo Kerabán apretándole la mano fuertemente.
Sin embargo, los gritos de «¡a la cárcel!, ¡a la cárcel!» continuaban, siendo cada vez más amenazadores.
El desgraciado holandés no sabía qué hacer, ni a quién escuchar. Decía que sí con la cabeza; después decía que no.
En el momento en que los individuos de la posada se abalanzaban para prender a los tres culpables a una señal del juez:
—¡Deteneos! —dijo Van Mitten con voz indecisa—. ¡Deteneos! Creo que fui yo quien…
—¡Bueno! —dijo Bruno—. ¡Esto está bien!
«¡Me ha fallado el golpe!», se dijo Scarpante, sin poder retener un movimiento de despecho.
—¿Fuisteis vos? —preguntó el juez al holandés.
—¡Yo…, sí…, yo!
—¡Bien, señor Van Mitten! —murmuró la joven Amasia al oído de aquel
digno hombre.
—¡Oh, sí! —añadió Nedjeb.
¿Qué hacía, mientras tanto, la noble Sarabul?
Pues bien, aquella inteligente mujer observaba, no sin interés, al que había tenido la audacia de atacarla.
—¿Así es que —preguntó Yanar— sois vos quien osó penetrar en la habitación de esta noble curda?
—¡Sí…! —respondió Van Mitten.
—Pero no tenéis aspecto de ladrón.
—¿Ladrón…? ¡Yo…, un negociante! ¡Yo… un holandés… de Rotterdam!
¡Ah, no! —exclamó Van Mitten, que ante aquella acusación no pudo detener un grito de indignación bien natural.
—¡Pues, entonces…! —dijo Yanar.
—Pues, entonces… —dijo Sarabul— entonces… ¿Habéis intentado comprometer mi honor?
—¡El honor de una curda! —exclamó Yanar, llevándose la mano al yatagán.
—No me disgusta del todo este holandés —repetía la noble viajera, disminuyendo su cólera algún tanto.
—Pues bien, toda vuestra sangre no será suficiente para pagar semejante ultraje —repuso Yanar.
—¡Hermano mío…, hermano mío…!
—Si rehusáis reparar el ultraje��
—Hein! —dijo Ahmet.
—Os casaréis con mi hermana, de lo contrario…
«¡Por Alá! —se dijo Kerabán—. He aquí otra complicación».
—¿Casarme…, casarme yo…? —respondió Van Mitten, levantando los ojos al cielo.
—¿Rehusáis? —exclamó Yanar.
—¡Sí, rehusó, rehusó…! —respondió Van Mitten, en el colmo del espanto—. ¡Ya estoy casado!
Van Mitten no tuvo tiempo de terminar su frase. Kerabán acababa de cogerle por el brazo.
—¡Ni una palabra más! —le dijo—. ¡Consentid; es necesario, sin vacilación!
—¿Yo consentir? ¿Yo… casado ya…? ¡Yo…, yo, bígamo!
—En Turquía… bigamo, trígamo, cuadrúgamo, está perfectamente permitido; por lo tanto, decid que sí.
—¡Pero…!
—Casaos, Van Mitten, casaos. De esta manera no tendréis ni una sola hora de prisión. Continuaremos el viaje juntos; después, una vez en Scutari, tomáis el camino más corto y decís adiós a la nueva señora Van Mitten.
—¡Por Dios, amigo Kerabán, no me pidáis lo imposible! —respondió el holandés.
—Es necesario, o todo se pierde.
En aquel momento, Yanar, cogiendo a Van Mitten por el brazo derecho, le decía:
—Es necesario.
—Es necesario —repitió Sarabul, que vino a su vez a cogerle por el brazo izquierdo.
—¡Pues entonces, acepto! —respondió Van Mitten, a quien las piernas apenas podían sostener.
—¿Qué, señor? ¿Vais a ceder todavía sobre ese punto? —dijo Bruno
aproximándose.
—¡No es posible hacer otra cosa, Bruno! —murmuró Van Mitten con una voz tan débil que apenas pudo oírsele.
—Entonces, en pie —exclamó Yanar, levantando a su futuro cuñado.
—Y erguido —repitió la noble Sarabul, dirigiéndose también a su futuro esposo.
—Como debe estar el cuñado…
—Y el marido de una curda.
Van Mitten se había erguido vivamente bajo la influencia de aquel doble impulso; pero su cabeza no cesaba de agitarse, como si estuviese separada del tronco.
—¡Una curda! —murmuraba—. ¡Yo, ciudadano de Rotterdam, casarme con una curda!
—No temáis nada. Se trata de un casamiento de broma —le dijo en voz baja Kerabán.
—¡No se deben tomar a broma estas cosas! —respondió Van Mitten, con un tono tan compungido que sus compañeros tuvieron que aguantarse la risa.
Nedjeb, mostrando a su señora la radiante estampa de la viajera, decía por lo bajo:
—Si no me engaño, ésta debe de ser una viuda que corre en busca de marido.
—¡Pobre señor Van Mitten! —respondió Amasia.
—¡Hubiera preferido mejor ocho días de prisión —dijo Bruno levantando la cabeza— que ocho días de este matrimonio!
Sin embargo, Yanar se había vuelto hacia los viajeros reunidos allí y decía en voz alta:
—Mañana, en Trebisonda, celebraremos con gran pompa los esponsales
del señor Van Mitten y la noble Sarabul.
A la palabra «esponsales», Kerabán, sus compañeros, y, sobre todo, Van Mitten, pensaron que aquella aventura sería menos gravé de lo que podía temerse.
Pero es necesario hacer observar que según las costumbres del Curdistán, los desposorios forman el nudo indisoluble del matrimonio. Podía compararse esta ceremonia al matrimonio civil de ciertos pueblos europeos y a la que sigue el matrimonio religioso, con lo cual se completa la unión de los esposos. En Curdistán, después de los desposorios, el marido no es todavía más que novio, pero es un novio absolutamente ligado a la que él ha escogido, o a la que le ha escogido, como sucede en el presente caso.
Esto fue debidamente explicado a Van Mitten por Yanar, que terminó diciendo:
—Por lo tanto, desposado en Trebisonda…
—Y marido en Mosul —añadió la noble curda.
Scarpante, en el momento en que abandonaba el parador por la puerta que acababa de ser abierta, pronunciaba estas amenazadoras palabras:
—¡La astucia ha fracasado…! Pues bien, ¡acudamos a la fuerza!
Después desapareció, sin haber sido observado ni por Kerabán ni por ninguno de sus compañeros.
—¡Pobre señor Van Mitten! —repetía Ahmet al ver la descompuesta fisonomía del holandés.
—¿Por qué? —respondió Kerabán—. Es cosa de risa. ¡Unos esponsales nulos! Será cuestión de diez días. No tiene importancia.
—Evidentemente, tío; pero, desposado durante diez días con esta imperiosa curda, tiene su importancia.
Cinco minutos después, el patio del parador de Kissar estaba vacío. Cada uno de sus huéspedes había vuelto a su cuarto para pasar la noche. Pero Van Mitten iba a ser custodiado por su terrible cuñado, y el silencio se extendió sobre el teatro de aquella tragicomedia que acababa de desarrollarse sobre la espalda del infortunado holandés.
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