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29.41% Kerabán el Testarudo / Chapter 10: Capítulo XI

บท 10: Capítulo XI

Capítulo XI

EN EL QUE SE MEZCLAN UN POCO DE DRAMA Y UN POCO DE FANTASÍA

Habían partido! Habían dejado la posesión, Kerabán para continuar el viaje, Van Mitten para acompañar a su amigo, Ahmet para seguir a su tío, y Nizib y Bruno porque no podían hacer otra cosa. La mansión estaba desierta, a no ser cinco o seis servidores que se ocupaban en arreglarla. Hasta el banquero Selim acababa de ir a Odesa, con el fin de entregar a los viajeros los rublos a cambio de las piastras otomanas.

En la casa sólo había entonces dos jóvenes, Amasia y Nedjeb.

El capitán maltés lo sabía. Había contemplado todas las peripecias de aquella escena de despedida. ¿Aplazaría Kerabán el matrimonio hasta su vuelta? Lo había aplazado: primera buena señal para sus proyectos.

¿Consentiría Ahmet en acompañar a su tío? Había consentido: segunda buena señal para Yarhud.

Pues bien, el maltés tenía un plan: Amasia y Nedjeb estaban solas en la finca o, por lo menos, en la galería que se extendía hasta el mar. La embarcación estaba a medio cable… El bote le aguardaba en las gradas… Sus marineros estaban prontos a obedecerle a la primera señal… No faltaba más que obrar.

El capitán estuvo a punto de emplear la violencia para apoderarse de Amasia. Pero, como en el fondo era hombre prudente, no queriendo entregarse al azar, decidido a no dejar rastro alguno del rapto, se puso a reflexionar.

Si empleaba la fuerza, Amasia pediría socorro. Nedjeb uniría sus gritos a los suyos. Tal vez serían oídas por algún criado. ¡Entonces verían al Güidar aparejar para salir de la bahía de Odesa! Y sería ya un indicio, una prueba… ¡No!; era mejor obrar con más circunspección y aguardar a la noche para ello. Lo importante era que Ahmet no estuviese allí… Y no

estaba. El maltés quedó, pues, escondido, sentado en la popa de su bote, algo disimulado por la balaustrada, observando a las dos jóvenes. Ellas ni pensaban siquiera en la presencia de aquel peligroso personaje.

Por otra parte, si, por la visita convenida, Amasia y Nedjeb consentían en ir a bordo de la embarcación, ya fuese para examinar los artículos, ya por cualquier otro motivo (y Yarhud ya tenía sus proyectos respecto a ello), vería si era oportuno decidirse sin aguardar la noche.

Después de la partida de Ahmed, Amasia, indispuesta por aquel rápido golpe, estaba silenciosa, pensativa, observando el lejano horizonte que se desarrollaba hacia el Norte.

Allí se dibujaba el litoral que los obstinados viajeros iban a seguir; allí, aquel camino, en el que las tardanzas, los peligros tal vez, pondrían a prueba el carácter de Kerabán y de todos los que, a pesar suyo, le acompañaban.

Si su matrimonio se hubiese efectuado, no hubiera vacilado en acompañar a Ahmet. Entonces, ¿de qué modo hubiera podido oponerse su tío? No se hubiera opuesto. ¡No!, siendo ya su sobrina, le parecía que hubiera tenido alguna influencia sobre él, que le hubiera detenido en aquella peligrosa pendiente, donde su obstinación podía empujarla todavía. Y, sin embargo, estaba sola y le era necesario aguardar semanas enteras antes de encontrarse con Ahmet en aquella posesión de Scutari, donde su unión debía efectuarse.

Mas si Amasia estaba triste, Nedjeb estaba furiosa, y furiosa contra el testarudo, a causa de todas las decepciones. ¡Ah!, si se hubiese tratado de su propio matrimonio, la joven zíngara no se hubiera dejado llevar de aquella manera a su prometido. Hubiera contrariado los propósitos del testarudo personaje. Las cosas hubieran sucedido de bien distinta manera.

Nedjeb se aproximó a la joven, cogiéndola de la mano; la llevó al diván obligándola a sentarse, y, tomando un cojín, se sentó a sus pies.

—Querida señora —dijo—, en vuestro lugar, en vez de pensar en el señor

Ahmet, yo pensaría en el señor Kerabán, para maldecirle a mi gusto.

—¿Y para qué? —respondió Amasia.

—Me parece que sería menos triste —repuso Nedjeb—. Si queréis, colmaremos a ese buen tío de toda clase de maldiciones. Las merece, y os aseguro que no me quedaré corta.

—No, Nedjeb —respondió Amasia—. Hablemos de Ahmet. ¡En él solamente debo pensar, y en él pienso!

—Hablemos, pues, querida señora —dijo Nedjeb—. Es cierto que es el más agradable y bueno de los hombres que puede soñar una joven. ¡Pero qué tío tiene! Es déspota y egoísta, y con una sola palabra que dijese, y que no ha dicho, podía habernos concedido unos días tan felices. Verdaderamente, merecía…

—Hablemos de Ahmet —repuso Amasia.

—Sí, querida señora, Ahmet os ama. ¡Qué feliz vais a ser con él! ¡Ah, sería un hombre incomparable si no tuviese semejante tío! Pero ¿de qué está hecho ese hombre? Sabéis que ha obrado muy bien al no tener mujer, ni una ni varias. Con estas terquedades hubiera sublevado incluso a los esclavos de su harén.

—Pero ¿todavía estás hablando de él, Nedjeb? —dijo Amasia, cuyos pensamientos seguían diferente curso.

—No, no…, hablo del señor Ahmet, y, como vos, no pienso más que en el señor Ahmet. ¡Ah!, en su lugar, no me hubiera rendido, hubiera insistido… Le creía más enérgico.

—¿Quién te dice, Nedjeb, que no ha mostrado más energía cediendo a las órdenes de su tío que contrariándole? ¿No ves que, aunque me costase el mayor de los dolores, es mejor que haga ese viaje, para abreviarlo por todos los medios posibles, para prevenir peligros que el señor Kerabán, con su habitual terquedad, quizá no prevea? No. Nedjeb, no. Partiendo, Ahmet ha dado prueba de su valor; partiendo me ha dado una nueva prueba de su amor.

—Es preciso que tengáis razón, mi querida señora —respondió Nedjeb, que por la viveza de su sangre zíngara no podía someterse—. ¡Sí, el señor Ahmet se ha mostrado muy enérgico partiendo! Pero ¿no hubiese sido mucho más enérgico si hubiera impedido a su tío partir?

—¿Era eso posible, Nedjeb? —repuso Amasia—. Te lo pregunto; ¿era eso posible?

—¡Sí…, no…, puede ser! —respondió Nedjeb—. No hay barra de hierro que no se pueda doblar… o romper, si es necesario. ¡Ah, ese Kerabán! Sólo él tiene la culpa de todo; y si sobreviene algún accidente, solamente él será el responsable. ¡Cuando pienso que por no pagar diez paras hace la desgracia del señor Ahmet, la vuestra…, y, por consecuencia, la mía, quisiera, sí…, quisiera que el mar Negro se desbordase, hasta los últimos límites del mundo, para ver si se obstinaba en darle la vuelta!

—¡La daría! —respondió Amasia con un tono que expresaba la más profunda convicción—. ¡Pero hablemos de Ahmet, Nedjeb, y no hablemos más que de él!

En aquel momento Yarhud acababa de dejar su bote, y, sin ser notado, avanzaba hacia las dos jóvenes. Al ruido de sus pasos las dos se volvieron. La sorpresa, mezclada con algo de temor, se pintó en sus rostros al advertirlo cerca de ellas.

Nedjeb se levantó la primera.

—¿Vos, capitán? —dijo—. ¿Qué venís a hacer aquí? ¿Qué queréis…?

—No quiero nada —respondió Yarhud, fingiendo extrañeza al verse acogido de aquella manera—; no quiero nada, a no ser ponerme a vuestra disposición para…

—¿Para qué? —preguntó Nedjeb.

—Para conduciros a bordo del Güiclar —respondió el capitán—. ¿No habéis decidido venir a visitar su cargamento y escoger algo que pudiera conveniros?

—Es verdad, querida señora —exclamó Nedjeb—: habíamos prometido al capitán…

—Lo habíamos prometido, cuando Ahmet estaba aquí —respondió la joven—; pero Ahmet ha partido, y no es ocasión para ir a bordo del Güidar.

Las cejas del capitán Yarhud se fruncieron un instante; después, con la tranquilidad más completa, dijo:

—El Güidar no puede fondear mucho tiempo en la bahía de Odesa, y es muy posible que apareje mañana o pasado, lo más tarde. Si la futura esposa del señor Ahmet quiere adquirir algunas de las telas cuyas muestras parece le han satisfecho, sería necesario aprovechar esta ocasión. Mi bote está ahí, y en un momento estaremos a bordo.

—Os damos las gracias, capitán —respondió fríamente Amasia—; pero no me gusta ocuparme de semejantes cosas en ausencia del señor Ahmet.

¡Debía hoy acompañamos en nuestra visita al Güidar, debía aconsejamos…! No está aquí, y sin él ni puedo ni quiero hacer nada.

—Lo siento —respondió Yarhud—; aunque, por otra parte, no dudo que el señor Ahmet se hallaría agradablemente sorprendido a su vuelta si compraseis todas esas telas. ¡Es una ocasión que no se os volverá a presentar, y después lo sentiréis!

—Es muy posible, capitán —respondió Nedjeb—; pero en este momento haréis mejor en no insistir sobre ese punto.

—Sea —replicó Yarhud, inclinándose—; pero, al menos, confío que, si dentro de algunas semanas los azares de mi navegación trajeran de nuevo al Güidar a Odesa, no olvidaréis que me habéis prometido visitarlo.

—No lo olvidaremos, capitán —respondió Amasia, dando a entender al maltés que podía retirarse.

Yarhud saludó a las dos jóvenes, dio algunos pasos hacia la terraza, después se detuvo, y, como si le hubiera ocurrido una idea repentina, volvió hacia Amasia en el momento en que la joven iba a abandonar la galería.

—Una palabra tan sólo —dijo—, o, más bien una proposición que tiene que agradar a la futura esposa del señor Ahmet.

—¿De qué se trata? —preguntó Amasia, algo impaciente por la obstinación del capitán maltés en imponerle su presencia y su conversación.

—La casualidad me ha hecho asistir a toda la escena que ha precedido a la partida del señor Ahmet.

—¿La casualidad? —respondió Amasia, que empezaba a desconfiar, como por un presentimiento.

—¡Sólo la casualidad! —respondió Yarhud—. Yo estaba en mi bote, que había quedado a vuestra disposición…

—¿Cuál es la proposición que tenéis que hacemos, capitán? —preguntó la joven.

—Una muy natural —respondió Yarhud—. He visto que la hija del banquero Selim se ha afectado bastante por esa brusca partida; y, si le agradase volver a ver una vez más al señor Ahmet…

—¡Volverle a ver una vez más…! ¿Qué queréis decir? —respondió

Amasia, cuyo corazón latía precipitadamente ante aquella proposición.

—Quiero decir —repuso Yarhud— que dentro de una hora el carruaje del señor Kerabán pasará necesariamente por aquel promontorio que veis allí.

Amasia se había adelantado y miraba la ligera curvatura de la costa hacia el sitio indicado por el capitán Yarhud.

—¿Allí…, allí…? —preguntó.

—Sí.

—Querida señora —exclamó Nedjeb— ¡si pudiéramos ir hasta allí!

—Nada más fácil —respondió Yarhud—. En media hora, con buen viento, el Güidar puede alcanzar aquel cabo. Si queréis embarcaros, aparejaremos inmediatamente.

—¡Sí…!, ¡sí…! —exclamó Nedjeb, que sólo veía en este paseo por mar una ocasión para que Amasia contemplase una vez más a su prometido.

Pero Amasia había reflexionado. Ante aquella vacilación, el capitán no pudo contener un movimiento de disgusto. Y a Amasia le pareció que la fisonomía de Yarhud no presagiaba nada bueno. Entonces sintió desconfianza.

Dejando la balaustrada, sobre la que se había apoyado para percibir mejor la prolongación del litoral, Amasia entró en la galería con Nedjeb, donde la

cogió la mano.

—¿Aguardo vuestras órdenes? —dijo el capitán.

—No, capitán —respondió Amasia—. ¡Viendo a Ahmet en esas condiciones puedo proporcionarle más pena que alegría!

Yarhud, comprendiendo que era inútil insistir, se retiró tranquilamente. Un instante después la embarcación desatracaba de la orilla, llevando al capitán mal tés y a sus hombres; y, después de un corto espacio de tiempo, llegaba hasta el Güidar por el lado de babor.

Las dos jóvenes quedaron solas en la galería durante una hora. Amasia volvió a apoyar sus codos sobre la balaustrada. Miraba obstinadamente hacia aquel punto del litoral señalado por Yarhud, y por donde debía pasar el carruaje de Kerabán.

Nedjeb observaba también la curvatura que formaba la costa, una legua hacia el Este.

Al cabo de una hora, en efecto, la joven zíngara exclamó:

—¡Ah!, querida señora, ¡mirad! ¡Mirad! ¿No distinguís un coche que sigue la costa, allí abajo, en lo alto del acantilado?

—¡Sí! ¡Sí! —respondió Amasia—. ¡Son ellos! ¡Es él, él!

—¡No puede veros…!

—¡Qué importa! ¡Parece que me mira…!

—¡No lo dudéis, querida señora! —respondió Nedjeb—. Sus ojos habrán sabido descubrir esta casa entre los árboles, en el fondo de la bahía, y quizá también a nosotras.

—¡Hasta la vista, Ahmet mío, hasta la vista! —dijo por última vez la joven

Amasia, como si aquel adiós hubiese podido llegar hasta su prometido.

Amasia y Nedjeb, cuando el carruaje desapareció en un recodo del camino, en el final de la pendiente del derrumbadero, dejaron la galería y volvieron al interior de la habitación.

Desde el puente de la embarcación, Yarhud las vio retirarse, y ordenó a los hombres de cuarto, que, cuando la noche empezase a caer, anunciasen al momento si las jóvenes volvían a salir a la galería. Entonces, ya que por la astucia no había obtenido resultado, obraría por la fuerza.

Sin duda, con la partida de Ahmet y con la feliz circunstancia de no efectuarse el matrimonio antes de seis semanas, el rapto de la joven no merecía ser ejecutado con precipitación. Pero era necesario contar con la impaciencia de Saffar, cuya entrada en Trebisonda debía estar ya muy próxima. Porque, dadas las incertidumbres de una navegación en el mar Negro, un barco de vela puede experimentar tardanzas de quince o veinte días. Era necesario, por lo tanto, partir lo más pronto posible, si Yarhud quería llegar en el plazo fijado en su conversación con el intendente Scarpante. No hay duda que Yarhud era un bribón, pero un bribón que hacía honor a sus promesas.

De ahí su proyecto de obrar sin perder un solo momento.

Las circunstancias le eran favorables. En efecto, por la noche, antes de que su padre volviese de la casa de banca, Amasia salió a la galería. Iba sola esta vez. Sin aguardar a que la noche cerrase, la joven quería volver a ver aquel lejano panorama de pendientes que formaba el horizonte por el Norte. Todo su ser volaba, por decirlo así, en aquella dirección.

Volvió, pues, a aquel sitio, y, apoyándose en la balaustrada, quedó pensativa, apercibiéndose en sus ojos una de esas miradas que ven hasta lo imposible y que ninguna distancia puede detener.

Pero, perdida en aquellas reflexiones, Amasia no distinguió una embarcación que se destacaba del Güidar, apenas visible en la sombra. No la vio aproximarse sin ruido y detenerse en los primeros escalones que bañaban las aguas de la bahía.

Sin embargo, Yarhud, seguido de tres marineros, se había deslizado a tierra, y se adelantaba arrastrándose por la escalerilla.

La joven, absorta en sus pensamientos, no había visto nada.

Yarhud, arrojándose sobre ella, la cogió con tanta fuerza y de tal manera, que se vio en la imposibilidad de resistirle.

—¡A mí!, ¡a mí! —pudo exclamar la desgraciada.

Sus gritos fueron ahogados; pero habían sido oídos por Nedjeb, que acudió en ayuda de su señora.

Apenas la joven zíngara hubo franqueado la puerta de la galería, dos marineros se arrojaron sobre ella, impidiéndole movimiento alguno.

—¡A bordo! —dijo Yarhud.

Las dos jóvenes fueron depositadas en la embarcación, que al momento desatracó para alcanzar al Güidar. Éste no tenía que hacer, sino levar el ancla e izar sus velas para aparejar.

Así se hizo en el momento en que Amasia y Nedjeb fueron encerradas a bordo, en un gabinete de popa, sin poder hacer nada, ni hacer oír sus gritos.

Sin embargo, la embarcación, habiendo cogido buen viento, se inclinaba sobre sus grandes antenas, queriendo salir de la pequeña ensenada que rodeaba los muros de la residencia del banquero.

Pero, por rápido que se hubiese verificado el rapto, había llamado la atención de algunos criados, ocupados en los jardines. Uno de ellos había oído gritar a Amasia, y en seguida esparció la alarma.

En aquel momento, el banquero Selim entraba en su habitación. Fue puesto al corriente de lo que acababa de pasar, y, con la angustia que es de suponer, buscó a su hija… Pero ésta había desaparecido.

Sin embargo, al ver a la embarcación maniobrar para doblar la extremidad

Sur de la pequeña ensenada, Selim comprendió todo.

Corrió, a través de los jardines, hacia un promontorio cerca del cual debía pasar el Güidar, con el fin de evitar los últimos escollos del litoral.

—¡Miserables! —gritaba—. ¡Robáis a mi hija! ¡Mi hija! ¡Amasia!

¡Deteneos…! ¡Deteneos…!

Un disparo, que partió del puente del Güidar, fue la única respuesta que obtuvo.

Selim cayó herido por una bala.

Un instante después, el Güidar, a toda vela, y ayudado por la fresca brisa de la noche, había desaparecido hacia al Este.


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