Dos noches más tarde, Darcy se encontraba en Erewile House, sólo con los sirvientes necesarios para cocinar y hacer la limpieza que se requería en medio de las extraordinarias circunstancias que lo rodeaban. Como medida de precaución añadida, había dado instrucciones al mayordomo para que dejara entrar únicamente a quienes aparecían en una selecta lista y les dijera a todos los demás criados que la familia no estaba en casa. Al oír semejantes instrucciones, el señor Witcher enarcó sorprendido sus cejas pobladas y canosas durante un instante, pero la confianza en su joven patrón, y el afecto que le tenía, desvanecieron enseguida todas las preguntas y el viejo mayordomo se limitó a asentir con la cabeza, como señal de que entendía las extrañas órdenes.
Lo primero era localizar a Wickham en algún lugar de los barrios bajos de Londres. Cuando Darcy terminó de dar las últimas instrucciones a sus sirvientes y mandó a Fletcher a hacer una diligencia, se recostó, agotado, contra la silla de su escritorio, estiró las piernas y se frotó los ojos. En la ciudad había montones de barriadas miserables que podrían albergar a una pareja anónima y él no conocía ninguno de esos distritos. Y aunque se introdujera en alguno de ellos para llevar a cabo alguna investigación, la gente lo identificaría enseguida como un forastero y cerrarían la boca. Los sobornos servirían para conseguir alguna información, sin duda, pero la noticia de su presencia se extendería por todas partes y los tórtolos podrían volar del nido antes de que él llegara.
Darcy había llegado a la conclusión de que sólo había dos caminos hacia el mundo subterráneo de Londres que podrían resultar prometedores: el contacto de Dy en la iglesia de St. Dunstan y la red de ayuda desplegada por la Sociedad para devolver a las jovencitas del campo a sus familias, de la que tenía conocimiento a través de Georgiana. Primero, debía enviar una nota al presidente de la Sociedad de inmediato. Luego, como no había tenido noticias de Dy desde el día del asesinato del primer ministro, tendría que encontrarse personalmente con el sacristán de St. Dunstan y, si fuera posible, esa misma noche. Darcy tomó una hoja de papel, destapó el tintero y buscó una pluma.
Apreciado señor, escribió. Me he enterado del caso de una jovencita de una familia respetable que ha sido engañada y solicito la ayuda de la Sociedad.
Una hora después, el coche de alquiler que Darcy había contratado para llevarlos a él y a Fletcher se detuvo detrás de una iglesia en penumbra. St. Dunstan no era una construcción muy grande, pero parecía una estructura más sólida en medio de un barrio que parecía sostenerse en pie únicamente por la suciedad y la pobreza. El calor del verano hacía más intensos los olores que recorrían las fétidas calles y los callejones que, a pesar de lo avanzado de la hora, todavía eran un hervidero con las idas y venidas de sus miserables habitantes.
Después de bajarse, Darcy le lanzó una moneda al cochero, que el hombre agarró con habilidad en el aire y mordió enseguida.
—Recuerde. —Darcy puso una mano en las riendas—. Regrese dentro de media hora y vuélvame a conducir sano y salvo hasta mi residencia y recibirá el doble de esa cantidad.
—Sí, patrón; el viejo Bill y yo estaremos aquí esperándolo. —El cochero asintió con la cabeza. Darcy soltó las riendas cuando el hombre las sacudió—. Arre, Bill. —El carruaje se perdió entre la oscuridad. Al verlo partir, Darcy agarró con firmeza su bastón, el más pesado que tenía. Por desgracia, también era el más llamativo y contrastaba poderosamente con el sencillo atuendo que Fletcher había accedido a prepararle, después de mucha insistencia.
—Veo una luz, señor. —El ayuda de cámara señaló una pequeña ventana en la esquina del segundo piso—. Debe de ser la habitación del sacristán.
—Bien, ahora busquemos la puerta. —Los dos hombres comenzaron a caminar, pero enseguida fueron abordados por una mujer que les pidió una moneda para comprar algo de comer. Antes de terminar su cantinela, aparecieron otros dos mendigos, casi unos niños. La mujer los espantó a patadas. En segundos, la calle se llenó de pilluelos y vagos, algunos de los cuales sólo estaban interesados en la pelea, pero otros observaban con atención a los dos forasteros que habían causado el incidente—. No se le ocurra demostrar que tiene miedo —le siseó Darcy a Fletcher— y sígame. —Luego caminaron a lo largo de la pared de la iglesia, teniendo cuidado de dejar bien a la vista el bastón.
—He encontrado la puerta, señor —informó Fletcher jadeando—. ¡Está cerrada!
—¡Llame, hombre! —Darcy esgrimió la empuñadura de bronce sólido ante la multitud, que ahora estaba abucheándolos y gritándoles insultos y súplicas. Más que los golpes de Fletcher, lo que probablemente atrajo la atención del sacristán fue el ruido, porque, de pronto, la puerta se abrió y dos fuertes manos los agarraron de los hombros y los hicieron entrar en la iglesia, para encontrarse con un hombre de asombrosas proporciones. Decepcionada, la multitud lanzó un alarido.
—¡Eh, no hagáis eso! —gritó el gigante con un acento popular bastante pronunciado—. ¿Así tratáis a los forasteros? ¡Venga! Largaos a casa; pedidle perdón al señor. ¡Largo de aquí! —Después de tronar aquellas palabras, el hombre cerró la puerta, se volvió hacia ellos y levantó la vela para iluminarles la cara—. ¿Quién? —fue la única palabra de su sencilla pregunta.
—Darcy. Soy amigo de lord Brougham.
—¿Lordt Brougham? —El gigante parecía totalmente desconcertado.
—Lord Dyfed Brougham —intentó Darcy de nuevo.
—¡Ah, el señor Dyfedt! —Un destello de alivio brilló en su cara—. Sí, conozco al señor Dyfedt, pero no conozco a lordt Brougham. ¿Hermano, tal vez?
Darcy sonrió.
—Tal vez. —¡Debía haber imaginado que Dy no iba a usar allí su nombre real! ¿En qué estaba pensando?— El señor Dyfed me dijo que lo buscara a usted si llegaba a necesitarlo. ¿Puede usted avisarle?
El sacristán dio un paso atrás.
—Nombre, otra vez, por favor.
—Darcy… y éste es mi criado, Fletcher. El señor Dyfed nos conoce a los dos —dijo el caballero, sacando el pedazo de papel que Dy le había dado—. Aquí está la prueba de lo que le digo.
El sacristán tomó el papel y lo arrimó a la luz de la vela. Asintió con la cabeza y se lo devolvió a Darcy.
—Sí, el señor Dyfedt.
—¿Puede usted hacerle llegar una nota?
El gigante negó con la cabeza.
—Ah, no. ¿Algún negocio?
Darcy sacudió la cabeza con un poco de desaliento.
—No, una jovencita en peligro. Él conoce a gente aquí que podría ayudarme a encontrarla y devolverla a su familia.
—¿Una jovencita? Hummm. —El hombre frunció el ceño—. ¿No negocio?
—No, no se trata de un negocio; es un asunto personal en el cual estoy seguro de que a él le gustaría ayudar. —Darcy suspiró.
—Entonces tal vez pueda hacer algo por ustedes —contestó el hombre con una pronunciación perfecta. Tanto Darcy como Fletcher se quedaron mirando al gigante, que estaba sonriendo—. Pero primero permítanme ofrecerles algo de beber, caballeros. Creo que han tenido una noche difícil.