Confundido por las palabras de lady Sylvanie, Darcy no encontró nada adecuado como respuesta y se limitó a quedarse mirándola a los ojos. La señora Doyle, que se aclaró vigorosamente la garganta detrás de ellos, les hizo notar a los dos que aquella situación era claramente inapropiada.
—Ejem, milady, ¿no quería usted mostrarle la galería al caballero?
—Sí, gracias, Doyle. —Lady Sylvanie recuperó la compostura—. Creo que usted no ha visto la galería de retratos de Norwycke, ¿no es así, señor Darcy?
—No, no he tenido el placer, milady. ¿Me llevaría usted? —Darcy le ofreció el brazo, agradecido tanto por la interrupción de la criada como por tener una razón para poner su cuerpo en movimiento.
—Será un placer, señor. —Lady Sylvanie pasó la mano por el brazo del caballero. El recorrido no fue ni rápido ni directo. Los corredores del antiguo castillo formaban un laberinto que impedía el paso directo de un lugar a otro. Durante el trayecto, a Darcy le mostraron otros salones y corredores que los ancestros de Sayre habían construido, modificado o redecorado, siendo el más grande el salón de baile, el cual, se decía, había sido presidido una noche por reina Isabel, durante una visita sorpresa a su leal súbdito. Darcy no pudo evitar asombrarse por el entusiasmo de lady Sylvanie ante cada rincón que atravesaban. La dama que tenía al lado parecía sentir tanto orgullo por todo lo que mostraba que se habría podido pensar que había vivido allí toda la vida y no que había vuelto recientemente, después de un exilio de doce años en Irlanda. Ella todavía no había dicho nada de eso aunque debía de saber que él conocía a Sayre y a Trenholme desde hacía muchos años.
—Por fin hemos llegado. —Al llegar a un pasillo que invitaba a recorrerlo, lady Sylvanie apretó la mano que tenía sobre el brazo de Darcy. Aunque el cielo se había oscurecido, el ancho corredor todavía estaba iluminado por una increíble cantidad de luz, que penetraba por una hilera de ventanas que se extendían hasta el fondo por un lado de la galería e iluminaban suavemente las pinturas que colgaban en la pared opuesta. Los Sayre eran una familia antigua y Darcy vio cómo una serie de retratos de casi todas las generaciones desde 1300 los observaban desde la pared con tensa arrogancia. Excepto por algunas intrusiones ocasionales de obras de retratistas de la escuela holandesa o flamenca, sólo al llegar a los del último siglo, los retratos adquirían un aspecto más humano y sus modelos parecían personas reales e identificables.
Para sorpresa de Darcy, lady Sylvanie parecía conocerlos todos, y otras veces la señora Doyle la empujaba suavemente a señalarlos, mientras recorrían lentamente la galería. Pero a medida que se fueron aproximando al fondo, el caballero percibió una cierta turbación en la dama. Comenzó a hablar con voz aguda y su cuerpo pareció vibrar con emoción contenida. En medio de la luz que ya se estaba desvaneciendo, lady Sylvanie hizo que se detuvieran frente a un gran retrato que representaba a un hombre, su esposa y sus dos hijos. Darcy dedujo que se trataba del difunto lord Sayre y su primera esposa. Los niños debían ser, sin duda, Sayre y su hermano.
—Mi padre, señor Darcy. —Lady Sylvanie levantó la vista hacia el rostro de un hombre joven que ella nunca había conocido—. O, mejor, lord Sayre y su primera familia. Usted sabe, claro, que Sayre y yo somos hermanastros.
—Sí —contestó Darcy, mirando el retrato junto a ella—. Aunque debo confesar que, a pesar de lo extraño que parece, nunca supe de su existencia hasta esta semana, milady. Un asunto triste, según entiendo.
—Oh, triste no es la palabra, señor Darcy. —Lady Sylvanie le sonrió con amargura—. Usted debe recordar que soy medio irlandesa y sólo una gran tragedia podría satisfacer al alma irlandesa.
—Le ruego que me perdone —dijo Darcy con sinceridad, con la esperanza de aliviar la amargura en la que ella parecía haberse sumido.
Fue recompensado con una sonrisa de disculpa.
—No, es usted quien tiene que perdonarme, señor, y permitirme conducirlo a tiempos más felices. —Lady Sylvanie lo llevó hacia otro gran cuadro, en el cual aparecía una mujer joven con un bebé en los brazos. A Darcy le pareció que la mujer del retrato tenía un gran parecido con la que tenía al lado.
—¿Su madre, milady?
—Sí. —Lady Sylvanie suspiró—. Y aquí hay otro retrato de nosotros tres. —Lo llevó hasta una gran pintura desde la cual los observaban, con invitadora calidez, un lord Sayre más viejo, la hermosa mujer del otro retrato y una niña de cerca de diez años, que parecían compartir un amor que el artista había sabido plasmar con perfecta sensibilidad—. Este retrato se inició dos años antes de la muerte de mi padre. —La voz le tembló—. Él murió súbitamente, como usted sabe. No tuvimos ningún aviso previo.
—Mis sinceras condolencias, señora —le dijo Darcy con sinceridad.
—Gracias —contestó ella de manera solemne—. Algunos se burlarían de la idea de sentir pena por algo que ocurrió hace doce años.
—Eso tal vez se deba a que esas personas nunca han conocido la intensidad de la felicidad de vivir en familia —afirmó rápidamente Darcy—. Mi madre murió hace más de doce años y mi querido padre, cinco; así que estoy íntimamente familiarizado con esa pena. En mi caso, ambas muertes fueron el resultado de largas enfermedades. —La voz le tembló un poco—. Durante la mayor parte de la enfermedad de mi madre, yo estuve en el colegio, pero compartí los últimos años de mi padre y bendigo al cielo por haber podido pasar ese tiempo con él.
—¿Usted «bendice al cielo»? —Lady Sylvanie se volvió hacia él con una expresión repentinamente iracunda—. ¿De verdad es sincero, o simplemente utiliza tópico de los que se emplean en la alta sociedad? ¡Un sentimiento afectado para personas afectadas!
—Milady —susurró la señora Doyle con fuerza, mientras Darcy retrocedía con las cejas enarcadas ante la vehemencia de la dama. La criada trató de contener a su patrona poniéndole una mano en el brazo pero la dama se zafó bruscamente y le señaló que se retirara al fondo del corredor.
—Yo, señor, no «bendigo al cielo» —espetó con furia— y nunca lo haré, porque el cielo es cruel, o bien es impotente, como ha sido ampliamente probado. Usted no puede decirme, señor Darcy, que mientras veía cómo su padre se moría lentamente no tuvo numerosas ocasiones para pensar lo mismo.
Darcy la miró con consternación ante aquella violenta reacción y también por la forma en que los planteamientos de la dama desafiaban sus propias convicciones. Él ya había oído teorías semejantes en la universidad; los salones de filosofía y teología de Cambridge estaban llenos de aquella clase de ideas. Además, el día anterior, aquella «cosa del demonio» en las piedras había sacudido su concepción básica del mundo. Y en aquel instante, una mujer hermosa, que tenía muchas razones para estar enfadada con el mundo, la estaba cuestionando. La dama se había acercado mucho al punto más sensible y, de pronto, salieron a la luz las dudas que Darcy había acallado o dejado sin resolver, su insatisfacción con la gestión divina.