Desde luego, la invitación de aquella ávida dama no fue la única que Darcy tuvo que soportar. Su fortuna, su posición social y su figura llamaron la atención desde el comienzo y, al principio, fue difícil ser el objeto de tanta admiración femenina. Pero el modelo que Darcy había adoptado desde que se sentaba en las rodillas de su padre, el recuerdo del amoroso y respetuoso ejemplo de sus padres y su propia inteligencia natural habían logrado, en general, controlar las pasiones de la juventud. Ah, claro que Darcy había experimentado el deseo y el enamoramiento varias veces. Pero una vez que pasaba la primera oleada de sentimiento, el objeto de su interés perdía importancia invariablemente, después de hacer un cuidadoso examen de su estructura mental y la corrección de su conducta, o de explorar las profundidades de la dama en el impredecible mar de la bondad femenina. Luego estaban, además, las fortunas que se esperaba que su dinero reparara, las reputaciones que su posición debía crear o restaurar y la influencia que su apellido debía conceder. Todas estas expectativas, y muchas otras, yacían delicadamente encubiertas bajo el movimiento de un abanico, la exhibición de un tobillo o la profundidad de un escote. Para Darcy se había vuelto desagradable, y más tarde insultante, el hecho de saber que él mismo, su personalidad, era lo que menos les interesaba a las damas.
En ese momento de desilusión con la vida, Dyfed Brougham se cruzó en su camino. Siendo ya conde al entrar en la universidad, Dy había experimentado las mismas insatisfacciones con las mujeres elegibles de su círculo y un día fue a parar a la taberna en la que estaba Darcy, para expresar su decepción emborrachándose como una cuba. Consciente de ser el único estudiante que estaba en la taberna en ese momento, Darcy levantó la vista de su vaso de cerveza cuando el camarero le trajo un vaso y una botella enviados por un muchacho que luego se desplomó en el asiento de enfrente y se presentó con cinismo como el «joven y rico conde». Aunque no se puede decir que se emborracharan, sí lograron animarse mutuamente a través del descubrimiento de una gran afinidad mental, y cuando salieron del local no sólo se iban apoyando físicamente para regresar tambaleándose a sus dormitorios, sino de una forma más profunda. Desde ese día, acordaron entre ellos que la lucha por los encantos femeninos era menos importante que la competencia académica que acababan de comenzar.
Más tarde, después de la muerte de su padre, Darcy tuvo que asumir la responsabilidad de encargarse de Pemberley y cuidar a Georgiana, lo que significó el fin de la pequeña incursión en la alta sociedad que había iniciado al regresar de la universidad. Hacía dos años que había hecho un esfuerzo consciente por volver, pero encontró que las cosas no habían cambiado mucho. Las caras eran distintas, pero todo lo demás era exactamente igual a como siempre había sido. Tal vez incluso peor, debido a que la guerra en el continente se había llevado a muchos jóvenes de la alta sociedad, lo que había provocado una competencia cada vez más desesperada entre las damas. De nuevo, Darcy se sintió decepcionado. Hasta que…
Miró de reojo a la mujer que tenía a su lado. Lady Felicia era el epítome de lo que se consideraba perfecto entre las damas de su posición social. Se había comprometido con su primo y estaba destinada a convertirse en una de las mujeres más influyentes de su mundo. Lo tenía todo a su alcance, si es que no lo poseía ya. ¡Sin embargo, eso no significaba nada! ¡El honor —ni el de ella, ni el de Darcy ni el de su primo— entraban en consideración! La dama deseaba flirtear con él. ¿Con él en concreto o le serviría cualquier hombre de la mesa? Darcy miró al resto de los invitados. Si él no mordía el anzuelo, ¿se atrevería ella a alentar a alguien más? Recordó la inquietud de Alex después del anuncio de su compromiso y la inexplicable rabia que le produjo la broma de su hermano Richard. Se preguntó entonces si habría encontrado por casualidad la explicación del extraño comportamiento de su primo. Y más aún, si debería guardar silencio mientras la dama ponía en ridículo a su primo.
El dilema que le planteaba aquella situación hizo que el resto de la cena le pareciera insípida, pero como su cuerpo necesitaba alimentarse, Darcy degustó un plato tras otro. Después de la cena, los caballeros fueron invitados a pasar al salón de armas de Sayre para tomarse un brandy y fumar, mientras que lady Sayre sugirió que las damas se retiraran al ambiente más femenino de un salón que estaba en otras dependencias del castillo, en el piso superior. Con un revuelo de abanicos y chales, las damas se levantaron e hicieron su reverencia ante los caballeros. Éstos se inclinaron a su vez, y Sayre les prometió que no las harían esperar mucho.
—Porque —dijo, al oír que la puerta se cerraba detrás de ellas— espero enviarlas a la cama tan pronto como sea posible, para que nosotros podamos comentar a divertirnos de verdad. —El comentario de lord Sayre fue captado inmediatamente por todos, y Darcy no fue la excepción. En la universidad, Sayre era un jugador empedernido y su inclinación por los juegos de cartas era considerada casi una adicción. Según parecía, los años que habían transcurrido desde entonces no habían saciado su gusto por los juegos de azar. Aquélla sería una larga noche.
El salón de armas era, en efecto, el antiguo arsenal del castillo, que había sido adaptado para exhibir la colección de armas de su dueño, desde picas, pasando por espadas y sables, hasta armas de fuego, en medio de una atmósfera marcada por una decoración que se ajustaba estrictamente a la idea masculina de la comodidad. Los criados que los estaban esperando trajeron el brandy y el whisky, así como una selección de puros y cigarros. Darcy rechazó el tabaco y consideró durante un instante el brandy, pero luego lo reemplazó por un pequeño vaso de oporto. Si iban a jugar, deseaba tener pleno dominio de sus facultades. El juego de esa noche podía comenzar de manera cordial, pero pronto adquiriría un carácter más agresivo. Las bebidas fuertes y el tabaco podían ser una peligrosa distracción.
—Darcy, ¿ya has visto los sables? —le preguntó Monmouth, llamando su atención hacia una pared dedicada al arte de los artesanos de espadas. Era una colección impresionante. Las elegantes armas y sus espléndidas empuñaduras brillaban a la luz de las velas, y prácticamente parecían suplicar que las sacaran de la vitrina para evaluar su contrapeso y probar su peligrosidad. Darcy pasó el dedo por una espada particularmente hermosa que procedía de España, creada por uno de los fabricantes más famosos, cuyo nombre era casi una leyenda—. Una belleza, ¿no es cierto? —comentó Monmouth, soltando una carcajada—. Yo estaba presente cuando Sayre se la ganó al joven Vasingstoke. Su abuelo, el antiguo barón, trató de recuperarla, pero Sayre no quiso desprenderse de ella. Eso le costó a Vasingstoke un mes desterrado al campo, según recuerdo. —Darcy dejó escapar un silbido. La colección del barón era legendaria, pero aun así, aquélla debía ser una valiosa pieza.
—Te gusta ese sable, ¿verdad? —Sayre se acercó a ellos con evidente orgullo. Al ver el gesto de asentimiento de Darcy, señaló el arma—. ¡Tómalo! Dime qué opinas. —Casi sin poder creérselo, Darcy alzó la mano y lo sacó con cuidado de su lugar en la vitrina. La empuñadura pareció deslizarse en su mano, y sus dedos se cerraron sobre ella con un ajuste perfecto, mientras que las bandas plateadas de la guarnición parecían acentuar la belleza letal del arma. Lo levantó con reverencia, flexionando los músculos y tendones de la mano y el antebrazo, y lo inclinó lentamente hacia delante, observando cómo jugaba la luz de las velas sobre el filo y probando su exquisita elasticidad.
—Vamos, Darcy —lo instó Trenholme, mientras los demás se congregaban a su alrededor—. ¡Muéstranos lo que se puede hacer con esa belleza! Mi hermano nunca fue buen espadachín. Me gustaría verlo como se supone que debe ser, ¡en acción!
Sonriendo ante semejante expectativa, Darcy ejecutó unos movimientos sencillos. La espada flotó y luego cortó el aire, mientras los lances tradicionales hicieron que el arma sonara de una forma particular. Perfecto, pensó Darcy, o tan cercano a la perfección como puede ser cualquier cosa elaborada por la mano del hombre.
—¡Demasiado tímido! —se burló Manning.
—¡Muéstranos algo más que ejercicios de principiante, Darcy! —gritó Poole.
Darcy suspendió el ejercicio, puso el sable sobre una mesa con suavidad y comenzó a desabrocharse la chaqueta. Con una sonrisa pícara, Monmouth se le acercó por detrás y le ayudó a sacársela. Después de liberar un brazo, se quitó la otra manga y arrojó la prenda sobre una silla, recuperando el sable. Se adaptó a su mano tan suavemente como antes y se dio cuenta de que jamás había soñado con la perfección de su equilibrio. Se alejó del grupo y comenzó a blandir el arma en arcos cada vez más amplios, para estirar los músculos de la espalda y la parte superior de los brazos.
—Debería tener un contrincante —observó Chelmsford, pero nadie hizo ademán de ofrecer sus servicios. En lugar de eso, el silencio invadió el salón, mientras los caballeros esperaban con ansiedad el primer movimiento. Darcy respiró profundamente varias veces para serenarse, mientras repasaba los pasos del ejercicio que se había inventado recientemente para practicar. Hacía más de una semana…