Acarició los hilos con delicadeza entre el pulgar y el índice, mientras pensaba en los otros atractivos de Elizabeth. Porque Darcy había tenido numerosas pruebas de la inteligencia que había visto reflejada en sus enigmáticos ojos, a través de un ingenio que había conquistado el suyo con firmeza y de una manera que lo había conmovido hasta la médula. La audacia con que Elizabeth se había enfrentado a cada uno de sus desafíos y los había rechazado con una agudeza, femenina en el fondo, pero libre de toda coquetería, correspondía exactamente a su idea de lo que debía ser la verdadera relación entre un hombre y una mujer. Además, ella era compasiva con aquellos a quienes amaba. Darcy había sido testigo de ello muchas veces. Aunque odiaba admitirlo, el interés que Elizabeth había mostrado por el canalla de Wickham era evidencia de que ella no albergaba ninguna pretensión, artificio o engaño. Era ella misma, tal como se presentaba ante el mundo, como se presentaba ante él. Como venía a él…
Al darse cuenta de lo que se estaba haciendo a si mismo, Darcy cerró la mano con fuerza alrededor de los hilos de seda. Elizabeth Bennet no estaba viniendo hacia él. ¿Qué diablos estaba pensando? Se levantó de la silla junto al fuego y comenzó a pasearse de un lado a otro de su habitación. En la situación de Elizabeth nada había cambiado. Su posición social, sus relaciones, la deplorable condición de su familia inmediata, todo eso seguía formando una barrera insuperable a la hora de contemplar una unión. Imaginó la reacción de sus conocidos y amigos:
¿Los Bennet de Hertfordshire? ¿Quiénes son para que el apellido Darcy se degrade de tal forma y sus intereses sufran semejante pérdida? No pienses solamente en los intereses que no vas a adquirir a través de un matrimonio apropiado. ¿Acaso estás dispuesto a perder todo lo que tu familia ha logrado a través de varias generaciones? Aún más, ¿crees que semejante dueña de Pemberley sería bien recibida en sociedad? ¿No crees que, con el tiempo, terminarías arrepintiéndote del círculo tan reducido en el que te obligaría a moverte una esposa como ésa? ¿Y qué pasaría con los hijos de esa desafortunada alianza? ¿Con quién se casarían, con las hijas e hijos de tus arrendatarios?
Darcy se detuvo ante el fuego y observó las llamas sin pestañear. Debía poner fin a aquella locura. La fantasía por la cual se había dejado hechizar debía terminar y él tenía que concentrarse en sus obligaciones. Con seguridad debía haber una mujer de su misma posición social que fuera tan hermosa e inteligente como Elizabeth Bennet, y cuyos encantos hicieran que ella desapareciera de su mente y la desplazaran de su corazón. ¡Era hora de encontrar a esa mujer! El apellido Darcy necesitaba un heredero, Pemberley necesitaba una señora, Georgiana necesitaba una hermana mayor que la guiara, y él necesitaba… Cerró los ojos y sintió un intenso dolor en el fondo de su corazón. Necesitaba cumplir con su deber.
Abrió el puño y miró el recuerdo de Elizabeth, que resplandecía suavemente en la palma de su mano. Luego volvió a concentrar la mirada en el fuego. Él sabía que debía condenarlo al olvido y lanzarlo a las llamas. Tendió la mano hacia el fuego y los hilos quedaron colgando de sus dedos. El deber y el deseo luchaban a brazo partido dentro de su pecho. Tenía que prevalecer el deber. ¡Darcy sabía que debía ser así! Pero antes de que los hilos pudiesen resbalar, apretó la mano y se aferró de manera impulsiva a ellos, dándole la espalda al fuego. Los envolvió entre sus dedos, abrió el joyero, los guardó allí convertidos en un apretado ovillo y cerró la tapa. Luego se dirigió pausadamente hasta la mesita junto al fuego, se sirvió un poco de brandy, se lo tomó y dejó que su mente vagara hasta que se percató de la invitación de lord Sayre. Allí comenzaría a concentrarse en prestar atención a sus obligaciones. ¡Era un lugar tan bueno como cualquiera! Se sirvió otro brandy y, levantando el vaso en honor a la desconocida a la cual en aras del deber tomaría como esposa, dio un sorbo y luego arrojó el vaso a las llamas.
—¡Señor Darcy! —La partida de cartas había terminado y Bingley, Hurst y el resto se habían acercado al refrigerio que acababan de traer los criados, lo cual le dio a la señorita Bingley la oportunidad de susurrarle de manera disimulada—: ¡Voy a visitar a la señorita Bennet el sábado! ¿Qué me aconseja usted, señor?
Darcy se llevó el oporto a los labios y bebió lentamente todo el contenido del vaso. Luego, levantándose, miró a la dama con un aire de superioridad y dijo:
—Haga con la señorita Bennet lo que mejor le parezca. No deseo volver a oír ese nombre nunca más.
Cuando James, el cochero, logró hacer que la desigual reata de caballos que se vieron obligados a alquilar en la última posada se detuviera por fin bajo el pórtico de Norwycke, Darcy ya estaba completamente agotado y comenzaba a arrepentirse de su impetuosa decisión de aceptar la invitación de Sayre para pasar unos días en el castillo. El viaje se había visto plagado de incidentes, entre otros, la rotura del eje posterior del carruaje. Los caminos cubiertos de nieve habían dificultado el trayecto, haciéndolo más largo de lo habitual; cuando el caballero llegó, ya estaban encendidas las luces del pórtico del antiguo castillo, al igual que las del enorme vestíbulo, donde Darcy esperó a que fueran a avisar a Sayre, que estaba en mitad de la cena.
—¡Darcy, querido amigo! —gritó el anfitrión tan pronto como entró—. ¡Qué viaje tan desagradable has debido soportar! ¡Y ésta es tu primera visita a Norwycke! ¡Debes permitirme que te compense por eso!
Darcy le hizo una inclinación a su anfitrión.
—Sayre, soy yo el que debe disculparse por interrumpirte la cena y apartarte de…
—Shhh, shhh, Darcy, no digas más. ¡Dos viejos compañeros no necesitan tratarse con tanta ceremonia! Estoy seguro de que estás hambriento y la mesa está servida. Permite que un criado te muestre tus habitaciones y, por favor, baja cuando estés listo —le aseguró Sayre con una sonrisa, haciéndole señas a uno de los sirvientes.