—No te muevas —dijo Elena.
Con otros dos silbidos, una aguja de piedra se redujo a la mitad. El adormecimiento se disipó gradualmente con un dolor insoportable que ardía en sus piernas.
Andrea apretó los dientes, logró reprimir su gemido. Mientras miraba hacia arriba, vio cómo miles de agujas llovían donde todos habían estado un momento atrás. Si las Brujas del Castigo de Dios no hubieran acudido a su rescate, probablemente ya habrían muerto.
Sin embargo, incluso para las Brujas del Castigo de Dios, era difícil evitar toda la lluvia de agujas que caían. Una aguja de piedra se había abierto paso en las piernas y rodillas de Andrea y las había penetrado oblicuamente. A través de la piel hecha jirones, Andrea podía ver vagamente sus huesos. Sus pantalones estaban empapados en sangre.