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capítulo 01: Más allá de la gran muralla.

En el país de Santa Catha; al este del continente de Daemos en el año 1347, el país de la eterna primavera se encontraba azotado por un mal indescriptible. Los reportes de quienes se encuentran más allá de las murallas, advierten de una endemia que puso en alerta a todo el continente y en cuarentena al país que una vez fue envidia en boca de quienes lo visitaban.

En mi viaje no dejo de preguntarme, ¿se trata de un privilegio qué el rey me concediera el honor de buscar una cura a este mal en su nombre, o simplemente una desgracia para poner a prueba mis capacidades como médico?, sea cual fuese debo de responder como médico y como humano ante tal garrafal destino que asedia a los habitantes.

En su generosidad el rey envió provisiones y ayuda médica, junto a una carta hace tres lunas atrás antes de mi partida al país. La carta fue enviada al duque Amgust Timmoty Vanhouten, con quien tendremos el honor de trabajar arduamente en la labor bajo su cuidado y protección. Dos soles y una luna bastaron para llegar al este del continente, al país de Santa Catha; limitando al sur con el país de Azula, y al norte con el país de Constanza. El país se encuentra rodeado de grandes muros, custodiado día y noche por la guardia real.

Acampamos a las afuera de la muralla, donde tomaría mi último descanso antes de enfrentarme a lo que se avecina. Había visto fotos de la gran muralla de unos cuarenta metros, siendo la más alta en comparación con sus hermanas, que miden treinta metros. La colosal arquitectura fue creada antes de la conquista de Desmond el grande.

La muralla emanaba un aspecto de que dentro se recluían enfermos mentales, o un gran manicomio de donde habitaban los horribles relatos de escritores como Lovecraft. Mientras me paseaba por los alrededores, la caravana era desmontada por Elixander Almánzar y su grupo de transportistas; los guardias guiados por Torres, preparaban las carpas; tanto la OMS, la CM y la CDE comenzaban a sacar los equipos médicos que usaríamos de mañana en adelante para estar expuesta a la infección.

Al concluir mi contemplación de la arquitectura, me dirigí hacia el grupo y los guardias que ya discutían el camino a seguir.

— ¡En resumen! Más allá de la primera muralla, se extiende una ciudad solitaria al pie del muro María. Nuestro camino nos llevará a través de praderas y vastos campos abiertos, evitando cualquier contacto con aldeas y asentamientos cercanos —explicó el capitán, trazando con su dedo la ruta más directa sobre el mapa—. Del otro lado, entraremos en la jurisdicción de Catha, así que es imperativo llegar lo antes posible por este sendero. Pero si las circunstancias se vuelven adversas, tomaremos el sendero del noreste, hacia los pueblos cercanos a la siguiente puerta. Es la ruta más segura, evitando los ríos que podrían dificultar el paso de las caravanas. ¡No se preocupen! La misiva al marqués ha movilizado un pelotón completo para nuestra protección; nos esperarán sobre la muralla María.

— ¿Hablas como si detrás de estos muros se ocultara la peor escoria, lista para cortarnos el cuello a la primera oportunidad? —inquirió Benjamín Taveras con un tono de desdén.

— ¡No!, pero la crisis que se vive más allá de los muros despierta lo peor del ser humano, su instinto más primitivo —respondió el capitán con firmeza, dejando claro que dentro de los muros se había perdido toda traza de humanidad.

— ¿Por qué debemos viajar en caravanas si tenemos un tren a nuestra disposición? —preguntó Ezequiel Duarte, con una mezcla de curiosidad y frustración.

— Deja de hacer preguntas sin sentido, Duarte... tenemos una misión que cumplir —le reprendió Weliver Vidal—. El tren fue asaltado por vándalos que intentaron tomar su control para huir del país.

— Será mejor que comencemos con los equipos de la CDE... ¡Héctor Lárel, ayúdame! Necesito comparar nuestro equipo con el que los médicos de Catha nos han enviado —pidió Joan González, mientras desempacaba cajas de instrumentos.

Mientras asistía a González, Duarte y Vidal colaboraban con la Comisión Médica en la preparación de medicamentos auxiliares. Con la escasa información disponible, no podíamos hacer más que prepararnos lo mejor posible. A nuestro favor, contábamos con los científicos más destacados, liderados por Miguel Binet, el ingenioso creador de los trajes que usaríamos.

Al caer la noche, los soldados encendieron una fogata al pie de la muralla, lejos del campamento, frente a la carretera y la gran puerta del Conde. Reunidos alrededor del fuego, comenzaron a beber para aliviar la carga que pesaba sobre sus hombros, como si celebraran su entrada al infierno.

— ¡Esto no augura nada bueno! —exclamé, sintiendo un escalofrío que me recorría hasta los huesos.

— Si esto te parece mal y aún no hemos cruzado, ¿qué esperanzas quedan para los desdichados dentro de esos muros? Aunque solo sea una excusa para beber, al menos estos soldados saben que más allá no habrá dios que los proteja —comentó Almánzar, jefe de los transportistas, con un aire de desánimo tan palpable como el mío.

— Deberían descansar y recuperar fuerzas, el alcohol no es más que una distracción... el talón de Aquiles de los imprudentes.

— ¡Toma, Doctor! Entiendo tu preocupación, pero ¡entiéndelos! —dijo mientras me ofrecía un poco de hidromiel—. Estos hombres no tienen nada más que perder; muchos ya lo perdieron todo tras esos muros. Los que aún no han perdido nada, saben que están a punto de perder la vida.

— ¿Qué tragedia se esconde detrás de esos muros? —pregunté, temblando ante la presencia del dolor silencioso de aquellos que ahogaban su miedo en alcohol.

— Los informes no reflejan la magnitud de la revuelta que se ha desatado en tan solo unos meses. Por fortuna o desgracia, logré escapar dejando todo atrás, pero esta maldita culpa y el dolor que quema en mis huesos... no han cesado.

— ¿Tenías familia en Santa Catha?

— Tenía, señor Lárel... tenía —su voz era suave, pero resonaba con la desesperación de un león herido viendo acercarse la muerte.

Decidí no intentar aliviar su duelo ni hacer preguntas insensatas que no revivirían a los muertos. El silencio fue mi mejor respuesta. Para un médico de mi renombre, resultaba difícil empatizar; quizás por ser huérfano, o tal vez por haber dedicado mi vida únicamente a la ciencia y a la universidad que me acogió.

— Esto es atroz —comenté después de probar un sorbo de alcohol barato, dejando claro que mi paladar estaba acostumbrado solo al dulce néctar de un buen vino.

— Si eso te parece atroz, no quiero imaginar lo triste que debe ser tu vida, Doctor —replicó él, tomando un largo trago.

— Lamento no compartir tu gusto por las bebidas baratas, pero si lo deseas, después de esta odisea, te invitaré a probar el mejor vino —le ofrecí en tono desafiante.

— Doctor —su sonrisa se desvaneció, dejando ver un rostro desolado—. Si esto funciona, ¿significa que mi familia no murió en vano, o simplemente demuestra que Dios está furioso con algunos, incluyendo a los míos? He buscado una respuesta durante tanto tiempo, quizás una mentira o la sabiduría de un sabio.

— No tengo esa respuesta —admití—. Pero personalmente, no creo en Dios ni en deidades misteriosas; así que la muerte de tu familia es una de las razones por las que estamos aquí, buscando poner fin a esta enfermedad. Además, no creo que tu Dios sea tan cruel como para castigar a quienes no lo merecen.

Mis palabras parecieron consolar su corazón atormentado, que buscaba una respuesta acorde a su fe. En lugar de eso, encontró las palabras de un ateo que le mostró que no toda muerte es un castigo divino.

— Entonces, permíteme acompañarte más allá de los muros, déjame ser tu guía, tu amigo en quien confiar, déjame trabajar para que mi familia pueda descansar en paz —suplicó con determinación—. No tengo nada que perder, y si esto es lo que mi Dios exige, responderé por las almas de mi familia.

¿Cómo negar la súplica de un hombre tan desesperado por encontrar un propósito? Acepté con alegría y brindamos por el inicio de nuestra nueva empresa.

— ¿Cómo se llamaban?

— Mi amada Catrina y mi pequeño Joaquín.

Al amanecer, la resaca me saludó, y con ella llegó un nuevo día para adentrarnos bajo el manto de la investigación. Nos acompañaban veinte guardias, el capitán Torres y cuatro exploradores a caballo; Almánzar con cinco furgonetas, cada una ocupada por tres médicos y un transportista.

Nos dirigimos hacia el primer muro, María, anticipando nuestro primer encuentro con la corrupción que se esparcía más allá. Sin embargo, apenas cruzamos el umbral, nos envolvió un ambiente lúgubre y macabro. La muerte flotaba en el aire, y la vegetación yacía marchita, exhalando un olor fétido. Los innumerables cadáveres de aquellos que intentaron huir del país y encontraron su fin a manos de la armada eran testimonio de la desesperación. Los guardias se veían obligados a incinerar los cuerpos para contener la plaga, un acto tan necesario como deshumanizante. La visión de la armada ejecutando a campesinos indefensos fue nuestra amarga bienvenida y un presagio de lo que nos esperaba.

El nauseabundo olor hizo que vomitara al instante; tuvimos que mojar pañuelos en colonia para poder avanzar, sin perder lo poco que nos queda en el estómago; me armé de valor para poder soportar la escena que se pinta en mis retinas como cuadro de un gran pintor expuesto al público. En esos minutos de carretera, comprendí el origen de las palabras del capitán Torres, que con desdén remarcó lo peor de los humanos, más si ellos son incluso peores; despojando de la vida a quienes huyen despavoridos buscando refugio, pero solo reciben el frío corte de las lanzas y el ardor de las balas.

Sin contratiempos que entorpecieran nuestro avance, el sol en su cenit nos halló adentrándonos en la única urbe que se erguía majestuosa tras la gran muralla: la ciudad de Pontos, descansando a los pies de la muralla María. Este enclave comercial servía de umbral a los forasteros, quienes aquí hacían escala, recolectando provisiones y conocimientos antes de sumergirse en las verdaderas maravillas del país. Además, Pontos se revelaba como el santuario ideal para que los cazadores, tras jornadas en la espesura, trocaran sus capturas por una modesta suma de cheles.

— Tened cuidado, el lugar está muy silencioso —exhorta mientras despliega el pelotón.

La ciudad parecía estar vacía como pueblo fantasma. El grupo siguió adentrándose rumbo a la muralla; pero en el camino, la duda de si estábamos solos nos invadía, el silencio nos jugaba en contra y generaba tensión en el grupo.

— Imagino que los pobres desdichados que encontramos cerca del gran muro, son los habitantes de esta ciudad —bromea Duarte.

— A veces no entiendo tu falta de empatía, pero, por primera vez, diré que comparto tu opinión —refuta Taveras.

— Quizás fueron más allá del muro, María, aquí no tienen médicos —deduce Vidal, quien está fisgoneando por las cuatro esquinas.

— ¡¿No parece curioso que la ciudad esté simplemente desértica?! ¡Digo! Para ser una histeria colectiva, se tomaron con calma el salir de la ciudad y sin destrozar nada; tampoco hay rastros de sangre o cuerpos... los reportes describen que la infección afecta tanto animal, personas, plantas y objetos. Esta ciudad no presenta signo de deterioro; en contraparte, en la entrada nos vimos con ese paisaje lúgubre y siniestro, aquí es "normal", sin mitigar la situación en la que estamos —compartió González su inquietud o tal vez su paranoia de estar en un silencio tormentoso.

—Sí, se me hace extraño, pero preferible que todo se mantenga como hasta ahora, ¿no creen? —exhorta Almánzar a modo de aliviar las caras largas.

A pocos metros de la puerta Mella, el capitán Torres ordena parar; se encuentra dudoso al ver que no hay señal de recibimiento por parte del pelotón del país. No había noticias del pelotón que estaría aguardando en las torres, tampoco a los pies de la muralla.

— ¡Bien! Desplieguen una autocaravana como señuelo conducido por Almánzar; quiero a cinco por el franco derecho y cinco por el izquierdo; el resto en formación de muro cubriendo los autos caravana restantes... algo no anda bien —ordena mientras avanza de frente a la puerta.

— Lárel, González; tengan listo el equipo de primeros auxilios. Los demás, síganme a cuidar desde dentro el equipo médico —. Vidal toma el liderazgo movilizando a los médicos y científicos.

La muralla se encontraba completamente desprotegida y sin rastro del pelotón. Torres intentó abrir la puerta, pero, se le hizo imposible de este lado... algo evitaba el acceso desde el otro lado.

Incapaces de seguir, y sin noticias de lo ocurrido. Torres optó por la segunda ruta, rumbo al noreste, rodeando toda la muralla, unos 146 km.

Teníamos que movernos rápido para llegar antes de que el velo de la noche nos cubriera, ya que estaríamos cerca de los bosques Cayo Aclarado. Bosque frondoso al norte de la muralla, hogar de animales y hombres que abandonaron la ley para vivir como salvajes, y sin ser la mejor situación, es de esperarse que sean más salvajes de lo habitual.


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