La mañana llegó con un rayo de sol que se coló por la ventana de la habitación de Pariz, iluminando un espacio que parecía sumido en una tormenta interna. La habitación gris estaba desordenada; ropa tirada por el suelo, vendas usadas esparcidas por todas partes, y un aire cargado con el penetrante olor a sangre. Pero no era de las vendas secas en el suelo de donde emanaba el olor; provenía de la cama, donde descansaba ella.
Pariz, apenas una adolescente de 15 años, seguía acostada en ese colchón que llevaba las cicatrices de su dolor. Manchado de sangre y angustia, su cama era testigo de sus noches más oscuras. Una almohada empapada de lágrimas retenía el peso de sus penas, y una cobija rosa, que en otro tiempo pudo haber sido símbolo de algo más puro, estaba marcada por costuras hechas a mano, signo de que ya se había roto antes. Aquella manta, desgarrada por el tiempo y la impotencia, la cubría como un escudo frágil frente a la realidad.
El sol alcanzó su rostro, haciendo que lentamente abriera los ojos. Sus pupilas, de un profundo color café, reflejaban una tristeza abrumadora, una súplica silenciosa de ayuda. Con esfuerzo, decidió levantarse y dirigirse al baño.
Frente al espejo, la imagen que devolvía el reflejo era cruda. Sus brazos, delgados y frágiles, estaban envueltos en vendas, ocultando las heridas que tanto dolían, pero que nunca sanaban por completo. Su cuerpo, sin embargo, contrastaba con aquellos brazos marcados. Era un cuerpo juvenil, aparentemente sano, irradiando vida y un deseo de vivir que parecía ocultarse bajo capas de tristeza.
Después de una ducha rápida, salió del baño envuelta en una toalla verde que cubría su cuerpo y otra amarilla en su cabello. El aire en su habitación se había despejado un poco, y el olor metálico de la sangre ya casi no se percibía. Con movimientos lentos, fue hacia el cajón junto a su cama, sacando nuevas vendas que, con la misma precisión de siempre, enrolló alrededor de sus brazos.
Se acercó al guardarropa, que permanecía en la esquina derecha de su habitación, y eligió su uniforme: calcetas blancas que casi le llegaban a las rodillas, zapatos negros cuidadosamente boleados el día anterior, una falda negra y una camisa blanca de botones. Pero lo que más le importaba era su suéter negro, ligero pero lo suficientemente largo como para cubrir gran parte de sus brazos, brindándole una sensación de protección.
Finalmente, Pariz salió de su cuarto y se dirigió a la cocina, donde su madre la esperaba. Una mujer joven de 32 años, vestida con pantalones de mezclilla y una camisa negra, ataviada con un delantal rojo con puntos amarillos. Pero lo que más resaltaba eran sus brazos, llenos de moretones, y su rostro que, aunque trataba de sonreír, mostraba también las marcas del dolor.
Pariz la observó en silencio, y un nudo de impotencia le cerró la garganta. Desvió la mirada hacia el suelo, incapaz de mirarla a los ojos. Su madre, notando su tristeza, se acercó con una mezcla de preocupación y ternura.
— ¿Qué tienes, hija? ¿Estás triste? —preguntó suavemente.
—No, mamá, solo tuve un mal sueño —respondió Pariz en un tono cortante.
—No deberías preocuparte tanto por esos sueños, eres una niña muy valiente y fuerte —le dijo con cariño, intentando consolarla.
—Gracias, mamá, tú siempre sabes cómo hacerme sentir mejor —respondió con una sonrisa forzada.
—Mientras deseaunas, déjame peinarte —dijo su madre, intentando mantener el ánimo alto.
Pariz supervisa su plato: un huevo revuelto con frijoles a un lado, su comida favorita. Se sentó en la mesa, comiendo en silencio mientras su madre peinaba su cabello con delicadeza.
—Listo, hija. Te ves preciosa —le dijo su madre, sonriendo con sincero orgullo.
—Gracias, mamá. La comida también estuvo deliciosa —respondió Pariz en un tono neutral, sin mucho entusiasmo.
—Ahora ve, la preparatoria My Fly te espera —dijo su madre con un brillo de esperanza en su voz.
—Adiós, mamá. Te quiero mucho —dijo Pariz, esforzándose por sonreír.
—Adiós, hija. Cuídate mucho —respondió su madre, entre la alegría y la preocupación.
Pariz se levantó de la silla, caminó hacia la puerta y salió en dirección a la escuela. En su mente, resonaban las palabras que nunca se atrevía a decir en voz alta.
"Mamá, yo no quiero ser feliz, quiero que me entiendas, pero yo no me entiendo" , pensaba mientras la tristeza la envolvía como una sombra silenciosa.
Metió la mano en el bolsillo derecho de su suéter y sacó una pequeña caja de cigarrillos. Colocó uno entre sus labios y, sacando un encendedor del bolsillo izquierdo, lo encendió. El humo llenó el aire, disipando momentáneamente el dolor que la asfixiaba. O al menos, eso era lo que ella quería creer.
diganme si les parese mejor esta forma de escribir o la anterior, segun sus comentarios, me guiare para cumplir sus espectativas