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12.54% EL Mundo del Río / Chapter 35: EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (4)

Capítulo 35: EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (4)

Hombres y mujeres se sentían como si Dios les hubiese fallado. El regalo que tres veces al día entregaban las piedras había empezado a parecer tan natural como la salida

del sol. Tardaron un rato en serenar el malestar de sus estómagos lo suficientemente como para comer del pescado, los brotes y el queso que quedaban.

Clemens estuvo un rato inquieto y atemorizado. Pero von Richthofen empezó a hablar de que era necesario transportar los cilindros a la otra ribera para poder comer mañana. Entonces Clemens se levantó y fue a hablar con Hachasangrienta. El noruego estaba más desquiciado de lo normal, pero por último admitió que había que hacer algo. Joe Miller, el alemán y un sueco grande y pelirrojo llamado Toke Kroksson subieron al barco y sacaron unos cuantos remos. Los tres, con Clemens, transportaron los cilindros en la canoa. Y Toke y Joe Miller remaron de vuelta con ella. Miller, Clemens y von Richthofen se echaron a dormir en el techo de una piedra de cilindros. Estaba limpio, pues la descarga eléctrica había pulverizado todo el barro.

-Cuando llegue la lluvia tendremos que meternos debajo de la piedra -dijo Clemens. Estaba tendido boca arriba, las manos bajo la cabeza, mirando al cielo nocturno. No

era como el cielo terrestre; había un resplandor de 20.000 estrellas mayores que Venus en toda su gloria, y temblorosos filamentos que brotaban como tentáculos de resplandecientes nubes de gas. Algunas estrellas eran tan brillantes que podían percibirse como pálidos fantasmas incluso al mediodía.

-El meteorito debe de haber destrozado algunas de las piedras de cilindros de la ribera oeste -dijo Sam Clemens-. Y ha debido romper el circuito. ¡Dios mío, qué circuito! ¡Debe haber por lo menos veinte millones de piedras conectadas entre sí, si los cálculos son correctos!

-Habrá un gran conflicto a lo largo de todo el río -dijo Lothar-, Los ribereños occidentales atacarán a los orientales para poder cargar sus cilindros. ¡Vaya guerra! Debe de haber de treinta y cinco a treinta y siete mil millones de personas en este valle del Río. Todos combatiendo a muerte por comida.

-Y lo peor del azunto ez -dijo Joe Miller- que zi la mitad rezultan muertoz y hay zuficiente ezpacio en laz piedraz de zilindroz, no ze zolucionarán laz cozaz. A laz veinticuatro horaz, loz muertoz eztarán vivoz otra vez y todo volverá a empezar.

-No estoy tan seguro -dijo Sam-. Creo que se ha demostrado que las piedras están relacionadas con las resurrecciones, y si se han estropeado la mitad de ellas, quizás haya un considerable corte de producción en la cadena de Lázaro. Este meteorito es un saboteador de los cielos.

-He pensado durante mucho tiempo que este mundo, y nuestra resurrección, no son obra de seres sobrenaturales -dijo von Richthofen-. ¿No has oído esa extraña historia que se cuenta por todo el Río? Se dice que un hombre despertó antes del día de la resurrección, y se encontró colocado en un lugar muy extraño. Había millones de cuerpos a su alrededor, flotando en el aire. Hombres, mujeres y niños, todos desnudos, con las cabezas afeitadas, todos girando lentamente impulsados por una fuerza invisible. Este hombre, un inglés llamado Perkin, o Burton, según dicen, había muerto en la Tierra hacia

1890. Consiguió liberarse pero lo interceptaron dos seres... humanos, que le devolvieron al sueño. Luego despertó, como el resto de nosotros, en las riberas del Río.

-Haya lo que haya detrás de todo esto, no es infalible. Cometieron un error con Burton, que consiguió ver una parte de la pre resurrección, un estado entre nuestra muerte en la Tierra y la preparación para la vida en este mundo. Parece fantástico como un cuento de hadas. Pero además...

-He oído hablar de eso -dijo Sam Clemens. Pensó decirle que había visto la cara de Burton por el telescopio un momento antes de localizar la de Livy. Pero no podía soportar el dolor al pensar en ella.

Se incorporó, soltó una maldición, agitó un puño hacia las estrellas, y luego empezó a llorar. Joe Miller, acuclillado tras él, sacó una gigantesca mano y le acarició suavemente el hombro. Von Richthofen, azarado, desvió la mirada. Luego dijo:

-Estaré contento cuando hayamos cargado nuestros cilindros. Estoy deseando fumar.

Clemens se rió, se secó las lágrimas y dijo:

-Es difícil que llore. Pero he conseguido superar el sentirme avergonzado cuando lo hago.

-Un mundo triste éste; igual de triste en la mayoría de los sentidos que la antigua Tierra. Sin embargo, volvemos a tener los cuerpos de nuestra juventud, no tenemos que trabajar para comer ni molestarnos en pagar facturas, ni preocuparnos porque queden embarazadas nuestras mujeres ni por las enfermedades. Y si nos matan resucitamos al día siguiente, enteros y animosos, aunque a miles de kilómetros de donde nos atrapó la muerte.

-Pero no se parece en nada a lo que nos explicaban los curas. Lo que, desde luego, no es sorprendente. Y quizá sea justo, además. ¿Quién iba a querer andar volando con alas aerodinámicamente inestables o andar todo el día tocando el arpa y entonando hosannas?

Lothar se rió y dijo:

-Pregúntale a cualquier coolie chino o indio si este inundo no es mucho mejor que el otro. Sólo nosotros, los occidentales modernos, que somos unos mimados de la suerte, nos quejamos y buscamos causas primeras y últimas. No sabíamos gran cosa sobre cómo operaba nuestro cosmos terreno, y sabemos aún menos sobre éste. Pero estamos aquí, y quizá lleguemos a descubrir quién nos colocó aquí y por qué. Entretanto, mientras haya mujeres fáciles y bellas, y las hay, cigarrillos, goma de los sueños, vino y una buena lucha, ¿por qué preocuparse? Gozaré de este valle de brillantes sombras hasta que me sean arrebatadas una vez más la cosas buenas de la vida. Goce y goce antes de ser polvo y polvo.

Hubo un silencio, y Clemens no logró dormirse hasta inmediatamente antes de que empezase a llover. Se metió bajo el hongo hasta que el chaparrón cesó. Tendido otra vez sobre el techo de piedra, estuvo varias horas estremeciéndose y dando vueltas, aunque le cubrían largas y gruesas toallas. Al amanecer, le sacudió la maciza mano de Miller. Precipitadamente, bajó de la piedra y se colocó a distancia segura de ella. Cinco minutos más tarde, la piedra lanzó una llamarada azul que saltó varios metros en el aire con un rugido de león.

Al mismo tiempo relampaguearon las piedras del otro lado del río. Clemens miró a Lothar.

-Alguien reparó la avería.

-Se me ponen los pelos de punta -dijo Lothar-. ¿Quién es ese alguien?

Guardó silencio por un rato, pero, antes de que llegasen a la ribera occidental, estaba riendo y charlando como un invitado en un cóctel. Demasiada alegría, pensó Clemens.

-Ellos nunca han dado señales de vida antes, estoy seguro -dijo Sam-. Pero sospecho que esta vez tuvieron que hacerlo.


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