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93.33% Renaciendo en la Historia: El Legado de Alfonso VII (Español) / Chapter 41: Capítulo 40: La Crecida del Arlanzón

Capítulo 41: Capítulo 40: La Crecida del Arlanzón

El amanecer traía consigo un cielo cubierto, pintado de un gris monótono que presagiaba más precipitaciones. En el tercer piso del castillo, la estancia de Urraca permanecía en penumbras, iluminada tenuemente por la luz que se filtraba a través de las rendijas de las pesadas cortinas. El murmullo de la lluvia, suave pero constante, se colaba por los resquicios de la ventana de madera.

Urraca despertó y, por unos momentos, permaneció acostada, dejándose llevar por el ritmo hipnótico de las gotas. Con un suspiro, se incorporó y caminó descalza hasta la ventana. Sus manos, guiadas por la rutina, liberaron los pestillos y, con un empujón, dejó que el aire fresco del amanecer invadiera la estancia. No había cristal que se empañara, solo un vano abierto que dejaba entrar la realidad del nuevo día.

Al asomarse, la vista de la ciudad sumergida bajo las aguas del Arlanzón la impactó con fuerza. Las calles cercanas al río habían quedado ocultas bajo el agua turbulenta. Algunas áreas mostraban apenas unos centímetros de agua, mientras que otras estaban sumidas en hasta cuatro metros de la furia del río. "Dios mío, ¿qué podemos hacer?", pensó, sintiendo cómo la preocupación y la responsabilidad se asentaban en su pecho.

Con un gesto de frustración, se llevó una mano a la frente. La imagen de su ciudad, parcialmente inundada, despertaba en ella una necesidad urgente de actuar. Sacudió la campanilla con fuerza, convocando a sus sirvientes de inmediato.

Mientras esperaba, se dirigió a su guardarropa y seleccionó una indumentaria adecuada para la emergencia: práctica, pero digna de su posición. Se vistió con rapidez, sus movimientos reflejando la seriedad de la situación.

Una sirvienta entró con una bandeja de desayuno, pero Urraca apenas le prestó atención, dedicando unos minutos a alimentarse con determinación. Cada bocado era un recordatorio de la necesidad de mantenerse fuerte por su gente.

Descendió al patio donde la esperaba el carruaje. El cochero, sorprendido por la convocatoria temprana, despertó de su letargo y saludó con un gesto apresurado. Urraca subió al carruaje y, sin demora, ordenó: "Al ayuntamiento."

El carruaje se puso en marcha, y a través de la ventana, Urraca observaba las consecuencias del desbordamiento. La inquietud por sus conciudadanos pesaba en su corazón. "Estas calles solían estar llenas de vida y comercio", pensaba, "y ahora, están sumidas en el silencio y el agua." Se prometió a sí misma que haría todo lo posible por devolver la normalidad a su ciudad.

El carruaje atravesaba las calles, sorteando los peores tramos inundados. Urraca se preparaba para tomar decisiones cruciales, consciente de que el bienestar de muchos dependía de su liderazgo.

El carruaje se detuvo con un suave traqueteo al lado del ayuntamiento, bajo un alero que ofrecía cobijo de la lluvia. Urraca descendió con gracia, su figura imponente destacando incluso en la sencillez de la emergencia. Empujó la puerta del ayuntamiento y entró sin vacilar, sus pasos resonando con autoridad en el silencio del vestíbulo.

Subió directamente a la sala del consejo, donde la puerta se abrió ante ella para revelar un salón ya lleno de maestros de gremios, el alcalde y el capitán de la guardia. Todos los rostros se volvieron hacia ella mientras se acercaba al estrado y tomaba asiento con la dignidad que su cargo requería. Justo en ese instante, como si la naturaleza misma se hiciera eco de la solemnidad del momento, la lluvia cesó. El silencio que siguió fue tan palpable que parecía una tregua concedida por el cielo.

Al percibir el cambio, una ola de alivio y sonrisas cautelosas se propagó por la sala. Los presentes intercambiaron miradas de esperanza, conscientes de que la pausa en el clima les daba un respiro necesario para afrontar la recuperación de la ciudad.

Urraca, con la mirada fija en el horizonte que se vislumbraba a través de las grandes ventanas, se dirigió al alcalde. "¿Cuánto nos costará devolver la ciudad a su estado anterior?" preguntó con voz firme, pero no exenta de preocupación.

El alcalde, un hombre de mediana edad con el ceño marcado por la responsabilidad, se tomó un momento antes de responder. "Creo que con unas cinco mil monedas de oro podríamos reparar los daños y restaurar la ciudad a la normalidad," dijo con cautela.

Urraca asintió pensativa y luego inquirió, "¿Y si aprovechamos para mejorar todo el sistema de prevención de inundaciones? ¿Qué necesitaríamos para zanjas más profundas, muros de contención y compuertas eficientes?"

El alcalde consultó rápidamente unos papeles antes de mirarla de nuevo. "Serían otros cinco mil dinares de oro para las obras. Además, necesitaríamos entre 700 y 800 dinares de oro anuales para contratar personal que se encargue del mantenimiento constante. Si optamos por emplear siervos, el coste se reduciría a unos 300 a 400 dinares de oro al año."

"¿Cuántos dinares de oro tenemos disponibles?" preguntó Urraca, su mente ya calculando las posibilidades.

El alcalde respiró hondo antes de revelar, "Contamos con unos doce mil dinares de oro en total, pero teniendo en cuenta que podríamos necesitar comprar alimentos, solo podríamos disponer libremente de la mitad."

Urraca reflexionó un instante y luego propuso, "Si le pido a mi padre, el rey, que nos brinde ayuda, ¿creéis que accederá?"

El alcalde parecía escéptico. "Si no estuviéramos en guerra en el sur, quizás tendríamos más posibilidades de recibir apoyo."

Fue entonces cuando el capitán de la guardia, un hombre curtido en mil batallas, intervino con una perspectiva estratégica. "No, es precisamente porque estamos en guerra en el sur contra los moros que podemos pedir más. Si no nos da la ayuda necesaria, podemos amenazar con retirar nuestro apoyo al ejército."

Un murmullo de asentimiento recorrió la sala. Urraca contempló las caras de sus consejeros, consciente de que la decisión que tomara tendría repercusiones no solo en la reconstrucción de la ciudad, sino también en la política del reino. Con la lluvia detenida y el futuro de Burgos pendiendo de un hilo, sabía que cada movimiento debía ser calculado con la mayor de las precisiones.entre 700 y 800 dinares de oro


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